El crimen

La Sección de Literatura de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac), a través del que entonces era su secretario, el poeta César López, me invitó a formar parte del jurado del Premio de Poesía Julián del Casal correspondiente a 1968 por haber ganado yo ese premio el año anterior. Al aceptar supe que compartiría responsabilidades –casi inmediatamente supe que también compartiría angustias– con otros dos cubanos, José Lezama Lima y José Z. Tallet, y con dos extranjeros, el inglés J.M. Cohen y el peruano César Calvo.

Desde los primeros contactos que los integrantes del jurado tuvimos para comentarnos las lecturas que íbamos haciendo se patentizó el interés que despertaba en todos el libro titulado Fuera del juego, que concursaba con el número 31 y bajo el lema “Vivir la vida no es cruzar un campo”, que es un verso de Pasternak. Sabíamos –el anonimato en los concursos suele ser una impostura– que el autor de este libro era Heberto Padilla, como sabíamos que el otro libro que también nos interesaba, aunque menos, era de David Chericián. Lo sabíamos, en primer lugar, porque ambos autores se habían encargado de decírnoslo.

El concurso se desenvolvió en medio de las tensiones generadas por la polémica entre Lisandro Otero, en aquel momento vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura, y un Heberto Padilla crítico y desafiante. Padilla deploró, en un comentario bastante agresivo publicado en El Caimán Barbudo, que el espacio dedicado por esta revista a la novela de Lisandro Otero Pasión de Urbino, que en 1964 había aspirado sin éxito al Premio Biblioteca Breve, de la editorial catalana Seix Barral, no se le hubiese dado a la de Guillermo Cabrera Infante (ya exiliado en Londres) Tres tristes tigres, que fue la ganadora de aquel premio y que el poeta de El justo tiempo humano valora muy por encima de la de Otero. En su texto, aludiendo a las nefastas consecuencias de la estatalización de la cultura en los países del Este, en algunos de los cuales había vivido, Padilla pasa de lo literario a lo político con quejas y advertencias que obligaron a los jóvenes redactores de El Caimán Barbudo a responderle en un editorial pletórico de confianza en la singularidad democrática del socialismo cubano. (¡Oh, Jesús [Díaz], de cuántas ingenuidades están hechas nuestras decepciones!).

Una mañana, avanzadas las labores del concurso y cuando ya nadie ignoraba que el candidato más fuerte al premio era Fuera del juego, el poeta Roberto Branly me visitó en el despacho que como redactor jefe de La Gaceta de Cuba yo ocupaba en la Uneac. Venía alarmado: acababa de verse con el teniente Luis Pavón, director de la revista Verde Olivo, de las Fuerzas Armadas, y este oficial, que estaba directamente a las órdenes de Raúl Castro, le había comentado “confidencialmente” que si se le daba el premio al libro de Padilla, considerado contrarrevolucionario por “ellos”, iba a haber graves problemas. Entre Branly y yo existía una amistad entrañable, bien conocida por Pavón, y no me cupo duda de que este había utilizado a mi amigo para trasmitirme, sin que lo pareciera, un mensaje que era toda una amenaza.

No me di por enterado. En la reunión que el jurado celebró al concluir la lectura de los libros que concursaban sostuve que Fuera del juego era crítico pero no contrarrevolucionario –más bien revolucionario por crítico– y que merecía el premio por su sobresaliente calidad literaria. Los otros miembros del jurado eran de igual opinión. No hubo cabildeo de Cohen, como presumió Nicolás Guillén y ha dicho Lisandro Otero. Nadie tuvo que convencer a nadie de nada: la coincidencia entre nosotros fue tal desde el primer momento, en lo que a ese libro se refiere, que no se produjo debate.

Sí hubo cabildeo, en cambio, por parte de la Uneac para que no le diéramos el premio a Padilla. Guillén visitó a Lezama e intentó persuadirlo. David Chericián, por cuyo libro apostaba la Uneac como alternativa al de Padilla, fue enviado por Guillén a casa de José Zacarías Tallet para que persuadiese al viejo poeta izquierdista de lo negativo que sería para la revolución que se premiara Fuera del juego. La noche del mismo día en que Chericián lo visitó –esa noche se velaba en la funeraria de la calle Zapata el cadáver del joven escritor Javier de Varona, castigado por disidente y cuyo suicidio, según la versión policíaca, se debió a frustraciones sexuales–, Tallet me dijo que fue tanta la indignación que le produjo la visita de Chericián que, después de echar a este de su casa, telefoneó a Guillén y lo increpó por pretender coaccionarlo. El poeta y cuentista Félix Pita Rodríguez, que era el presidente de la Sección de Literatura de la Uneac, me aconsejó que desistiera de votar a Padilla. Ignoro si a Cohen y a Calvo también los presionaron. Supongo que no, por ser extranjeros.

En vista de que me resistía a servir de cuña contra Padilla (que no era servir de cuña contra un amigo, sino contra mis convicciones), el partido decidió sacarme del jurado y poner en mi lugar a alguien que cumpliera esa misión y quizás lograra, a última hora, inclinar la balanza en contra de Fuera del juego.

¿Qué hicieron los estrategas políticos para apartarme del jurado?

Meses antes, en el proceso de la llamada microfracción, como a otros individuos procedentes del disuelto Partido Socialista Popular, el Partido Comunista de Cuba, sucesor de aquel, me había sancionado, sin militar yo en sus filas y sin haber tomado parte en aquel episodio de la lucha por el poder entre estalinófilos (prosoviéticos unos, profidelistas otros). Después de un largo interrogatorio en una oficina del Comité Central, mis jueces me hallaron culpable de “debilidad política” por no haber denunciado al microfraccionario (estalinófilo prosoviético) que intentó reclutarme. Otra “debilidad política” me reprocharon: haberme manifestado públicamente en la Uneac, después de que Fidel Castro proclamara el apoyo de Cuba a la URSS, contra la invasión soviética a la Checoslovaquia reformista de Dubcek. Según la sanción, yo no podía desempeñar cargos ejecutivos ni en lo administrativo ni en lo político ni en lo militar durante tres años y debía “pasar a la producción”, es decir: ir a trabajar a una fábrica, a un taller o a una granja, que es lo que en Cuba se entiende por pasar a la producción. Se me dijo que podía recurrir ante el buró político, y no tardé en hacerlo. En los momentos en que se desarrollaba el concurso de la Uneac aún no se había dado una respuesta a mi apelación.

Uno o dos días antes de la fecha fijada para la reunión en que el jurado acordaría el premio y firmaría el acta, Nicolás Guillén me hizo ir a su despacho. Me pidió –su voz y su semblante denotaban una crispada contrariedad– que no asistiera a la reunión. “No vaya, enférmese”, me dijo. Le pregunté por qué y me respondió que le hiciera caso, que me lo rogaba en nombre de la vieja amistad que nos unía. Ante mi insistencia en preguntar, añadió, impaciente: “Díaz Martínez, si usted se empeña en asistir a la reunión, la policía podría impedírselo”.

En vista de que Guillén no quería o no podía ser explícito, decidí acercarme a la sede del Comité Central del partido para que me despejaran el enigma. Allí me recibió una funcionaria que trabajaba con Armando Hart en la Secretaría de Organización del PCC. Esta mujer de raza árida, en un aséptico saloncito refrigerado del Palacio de la Revolución en el que nos acompañaba un taquígrafo, me espetó nada más verme que sobre mí pesaba una sanción “ideológico-educativa” que me impedía ejercer de jurado. Le recordé que la sanción no decía nada de certámenes literarios ni hacía ninguna referencia a la cultura, y que en esos momentos ni siquiera era firme puesto que yo la había apelado y aún no se conocía el dictamen del buró político. Fue inútil: ella, cual esfinge electrónica, me repitió el cassette que le habían encajado y selló nuestro desencuentro fijando esta conclusión: “La sanción le prohíbe a usted ejercer cargos ejecutivos, y votar en un jurado es un acto ejecutivo”. Pensé que tomar un café con leche también es un acto ejecutivo, pero en fin… Abrumado por tan ardua cuanto alevosa aporía, mas no vencido, solicité contrito que constara en acta mi desacuerdo, y al instante, incontinente, calé el chapeo, requerí la espalda, miré al soslayo, fuime y no hubo nada. Nada más allí.

Aquella misma tarde le conté a Guillén mi aciaga visita al Comité Central. El poeta se enojó conmigo: temía que esa visita complicara las cosas y la interpretó como una prueba de que yo no confiaba en él.

Ya yo no formaba parte del jurado de poesía de la Uneac. Para sustituirme, el Partido designó al socorrido profesor José Antonio Portuondo, que era el eterno facultativo de guardia. Me lo imaginaba sentado junto al teléfono las veinticuatro horas del día, pendiente de que lo llamaran para inaugurar un congreso, clausurar un simposio, despedir un duelo, presentar un libro, entonar un panegírico o hacer en la Uneac alguna chapuza de esas que Guillén, con más pudor y temeroso de la historia, esquivaba cuando podía. Pepé Portuondo, pues, asistió en mi lugar al coctel que Guillén, a la caída de la tarde de un fresco sábado de octubre, ofreció en su espacioso apartamento habanero a los jurados de los Premios Uneac de ese año. Alrededor de las diez de la noche de aquel día sonó en mi teléfono la voz de Lezama con su inconfundible entonación asmática: “Joven, campanas de gloria suenan: usted ha sido repuesto en el jurado”. Lezama había asistido al coctel de Guillén y oyó cuando Carlos Rafael Rodríguez, vicepresidente del Consejo de Estado, se lo comunicaba a este luego de recibir una llamada telefónica. Minutos después de Lezama, Guillén me telefoneaba para darme la noticia con carácter oficial. Mi respuesta fue pedirle que me recibiera al día siguiente, domingo, en su casa.

El domingo en la mañana le estaba diciendo yo a Guillén en su piso del edificio Someillán que no permitía que se me tratara como a un recluta: entre, salga, suba, baje… “No, Nicolás –recuerdo que le dije–, le ruego que trasmita a Armando Hart mi decisión de no regresar al jurado mientras no sea respondida mi apelación contra la condena que el partido me ha impuesto”. Y le dije más: “Me apena que a usted, que es un gran poeta universalmente reconocido, unos burócratas que olvidaremos pronto le estén dando encargos de correveidile”. Guillén dio un respingo: “¡Yo no soy un correveidile!”. “Por eso mismo, además de apenarme, me indigna”, le respondí.

El lunes, como siempre, a las nueve de la mañana estaba yo frente a mi escritorio en la Uneac. Alrededor de las diez me telefonearon de la oficina de Hart para citarme a una reunión que se efectuaría allí dos horas más tarde. Tres individuos, uno de ellos el entonces presidente del Consejo Nacional de Cultura, Eduardo Muzzio (a quien me gustaba llamar Muzziolini), me esperaban en una habitación, sentados en torno a una mesa en la que había un termo con café, una jarra de agua, tazas, vasos y unas carpetas. Los dos personajes que acompañaban a Muzzio se identificaron como funcionarios del Comité Central. Uno de ellos tenía más aspecto de agente de la Seguridad del Estado que de cuadro político: su rostro no expresaba nada y apenas abrió la boca. El interrogatorio, que mis interlocutores prefirieron llamar conversación, duró dos horas o más. De los temas que allí se abordaron, los principales fueron mi correspondencia con Severo Sarduy y la sanción “ideológico-educativa” que limitaba mis derechos civiles.

A los ojos de aquellos señores constituía otra “debilidad política” mía –y ya eran tres– el cartearme con Sarduy, a quien consideraban un tránsfuga que había traicionado a la patria quedándose en Europa después de disfrutar de una beca de la revolución. Para demostrarme que eran válidas sus sospechas de que yo también quería desertar, me mostraron una carta, interceptada por la Seguridad, en la que yo le expresaba a Severo mi deseo de salir temporalmente de Cuba y le pedía que preguntara a Claude Couffon por las gestiones que estaba haciendo para que la Sorbona me invitara a dar unas conferencias. Me comentaron asimismo otra carta que yo le había entregado en mano a Julio Cortázar, durante un desayuno con él y con el escritor cubano Gustavo Eguren en el Hotel Nacional, para que se la diera a Severo en París. No me extrañaba que violaran mis cartas, pero sí, y se lo hice saber a mis anfitriones, que me reprocharan mi correspondencia con Sarduy. Me extrañaba porque el Consejo Nacional de Cultura había invitado a exponer en el Salón de Mayo (una muestra internacional de pintura moderna que se instaló en el Pabellón Cuba, en La Habana), con pasaje de ida y vuelta pagado por el Gobierno revolucionario, al pintor Jorge Camacho, que había ido a Francia con una beca de la revolución y, al igual que Sarduy, no había regresado a Cuba.

Lo que me dijeron respecto a mi sanción fue muy divertido. Resulta ser que o yo había entendido mal o el funcionario que me la comunicó no había hecho bien su trabajo, porque cuando este me dijo que yo “pasaba a la producción” debí entender, o él debió especificarlo, que yo pasaba a la producción literaria.

De esta curiosa manera derogaron la segunda parte de la sanción, pero la primera quedó vigente: me cesaron como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba (mi sustituto fue el poeta Luis Marré, militante del Partido) y me dejaron de simple redactor. Sin embargo, y contradiciendo a la metafísica funcionaria del departamento de Hart, me pidieron que me reincorporase al jurado. Lo hice y voté por el libro de Padilla.

Por aquellos días, Armando Hart citó a los jurados extranjeros a su despacho. Les dijo que mi sanción obedecía a motivos ajenos al concurso, que no tenía nada que ver una cosa con la otra. No convenció. Uno de los presentes, Roque Dalton, se encargó de hacérselo saber allí mismo.

Después de la firma del acta y del “voto razonado” que añadimos –redactado por Lezama y por mí–, la ejecutiva de la Uneac convocó a los integrantes de los jurados a una asamblea para explicarles los problemas que habían surgido en el premio de poesía con Fuera del juego y en el de teatro con la obra de Antón Arrufat Los siete contra Tebas, que también fue tachada de contrarrevolucionaria. La asamblea no fue presidida por Nicolás Guillén –siguiendo el consejo que me había dado a mí, el poeta se enfermó–, sino por el suplente de oficio José Antonio Portuondo. A Félix Pita Rodríguez, de gustos afrancesados, en el casting le tocó el papel de fiscal como Fouquier-Tinville. En una alferecía jacobina, Pita “aclaró” lo que, según el libreto que le dieron, estaba ocurriendo: “el problema, compañeras y compañeros, es que existe una conspiración de intelectuales contra la revolución”.

El castigo

Lo que existía era una conspiración del Gobierno contra la libertad de criterio. Por aquellas fechas llegaban noticias a Cuba acerca de brotes de disidencia entre los intelectuales de países del Este, sobre todo de la Unión Soviética, Polonia y Checoslovaquia, y los dueños del poder en Cuba decidieron poner sus barbas en remojo –nunca mejor dicho lo de barbas– y curarse en salud. Esto explica la desmesurada importancia que le dieron al premio de Padilla y la política que desde aquel momento empezaron a diseñar para nosotros. El prólogo que la Uneac impuso a Fuera del juego –para la mayoría, redactado por Portuondo; para algunos, por Lisandro Otero; para otros, por ambos al alimón; para todos, dictado o sancionado por los guardianes de la palabra de Castro– revela por dónde iban los tiros y por dónde irían los cañonazos. “Nuestra convicción revolucionaria”, se dice en dicho prólogo, “nos permite señalar que esa poesía y ese teatro sirven a nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que ellos necesitan para alimentar su caballo de Troya a la hora en que el imperialismo se decida a poner en práctica su política de agresión bélica frontal contra Cuba”. Lo de siempre: el enemigo externo utilizado, a la sombra de una “convicción revolucionaria” esgrimida como ley natural o ciencia infusa, para atar en la picota a los que en algo no piensan exactamente igual que el amo de la casa. Si esto no se llama terrorismo ideológico, ya me dirá alguien qué nombre ponerle.

La Uneac honró su compromiso, expresado en la asamblea con los jurados, de publicar Fuera del juego y Los siete contra Tebas, pero no dio ni a Padilla ni a Arrufat el viaje a Moscú ni los mil pesos que completaban el premio estipulado en las bases del certamen. El poeta y el dramaturgo se quedaron in albis y en tierra y vieron cómo sus respectivos libros tuvieron una circulación casi clandestina.

Los meses que siguieron al concurso de la Uneac presagiaban tormenta.

Después de haber sido destituido como redactor jefe de La Gaceta de Cuba y poco antes de que Luis Marré me sustituyera en el cargo, fui una tarde a la que aún era mi oficina en la Uneac y me extrañó encontrar entreabierta la puerta. La empujé y el espectáculo que vi era indignante: el contenido de los archivos y de los cajones de mi escritorio estaba disperso por el suelo y pisoteado, los libros habían sido aventados en todas direcciones y la cola líquida que usábamos en la maquetación había sido vertida concienzudamente sobre los muebles y la máquina de escribir. Tardé un segundo en denunciar la tropelía al administrador de la Uneac, que ensayó la expresión de asombro más decepcionante que he visto. Nunca supe quién hizo aquello. Una sospecha tuve entonces y la tengo aún: ¿no habrán querido endilgarme un sabotaje y luego de dar el primer paso retrocedieron por sabe Dios qué?

En noviembre de aquel año, 1968, un fantasma apareció en las páginas de Verde Olivo. ¿Quién era Leopoldo Ávila? Nadie lo sabía. Aún hay conjeturas sobre la identidad del amanuense que se ocultaba tras ese seudónimo (la más insistente señala a Luis Pavón, entonces pendolista de Raúl Castro), aunque la voz que le dictaba, que es lo importante, fue reconocida en el acto como la del máximo poder. El ectoplasma en cuestión pronto hizo célebres sus ataques personales y sus monsergas doctrinarias sembradas de anatemas y con fuerte olor a proletkult y Santo Oficio. Leopoldo Ávila firmó artículos rabiosos contra Padilla, Virgilio Piñera, Antón Arrufat, Rogelio Llopis, Cabrera Infante… En algunas de sus diatribas no falta el anatema de homosexual. Pocas veces fue objetivo, como cuando me calificó de autor irrelevante dentro de la narrativa cubana. Su bilis fundamentalista lo desborda cuando viene a decir lo mismo de Piñera y Cabrera Infante.

El artículo de Leopoldo Ávila “Sobre algunas corrientes de la crítica y la literatura en Cuba” se publicó en Verde Olivo el 24 de noviembre de aquel año. Era la sinopsis del dogma gubernamental sobre la literatura y, en consecuencia, la horma para los escritores cubanos. En él se concretaba circunstanciadamente el impreciso apotegma cesáreo “Dentro de la revolución: todo; contra la Revolución, ningún derecho”. Gracias a este artículo los escritores de la isla supimos, por fin, qué era lo que desde la ventana de Castro se veía dentro de la revolución y qué afuera. Debimos agradecer que se nos facilitara este plano de áreas minadas. A pesar del carácter programático del texto, el más pretencioso de los que nos asestó, la gaseiforme entidad predicadora hizo espacio en él para meter capirotazos nominales: “Cabrera [Infante] es un tallador de la CIA. Con Severo Sarduy y Adrián García [Hernández] trazan desde el extranjero el camino de la traición…”.

Así hablaba Zaratustra cuando llegó a La Habana la poetisa soviética Margarita Aliguer, la viuda de Alexandr Fadéiev, aquel talentoso novelista que se suicidó bajo el peso de sus remordimientos por haber colaborado, desde la presidencia de la Unión de Escritores Soviéticos, con el KGB en la destrucción de colegas suyos. En conversación que unos pocos escritores mantuvimos con ella en la Uneac confesó sin rodeos que estaba asustada con los artículos de Leopoldo Ávila, los que, según nos aseguró, ya se comentaban en Moscú. “Con artículos iguales a esos comenzaron las purgas de Stalin”, dijo.

La tensa calma que siguió al zipizape del premio, caldeada semanalmente por el fogonero de Verde Olivo –“el rayo que no cesa” le llamaba yo–, estalló en 1971 con dos incidentes que tuvieron lugar a comienzos de ese año y en los cuales se vio involucrado Heberto Padilla por su estrecha relación con los protagonistas. Uno fue el conflicto –odio a primera vista– entre las autoridades cubanas y el representante diplomático en Cuba del gobierno de Salvador Allende, el novelista Jorge Edwards, a quien esas autoridades acusaron de conspirar con Padilla contra la revolución. En marzo de aquel año Edwards se marchó de Cuba prácticamente expulsado: fue un ido de marzo. El otro incidente fue el arresto en La Habana, bajo la imputación de trabajar para la CIA, del periodista y fotógrafo francés Pierre Golendorf, quien pasaría algunos años a la sombra de los carceleros en flor antes de que lo devolvieran a las Galias.

Un día de aquel borrascoso marzo me telefoneó un reportero de la revista Cuba Internacional que se hacía pasar por amigo mío y era un soplón (trompeta en germanía habanera) que me había adosado la Seguridad. Me llamó en plan profesional –dijo que estaba haciendo una encuesta por encargo de su revista– para conocer mi opinión sobre el arresto de Heberto Padilla. Así me enteré de que a Padilla lo habían detenido aquel día junto con su mujer, la poetisa Belkis Cuza Malé. Supe luego que unos agentes les abrieron la puerta a empujones, registraron el apartamento y se los llevaron a un cuartel de la Seguridad, donde los incomunicaron. Belkis estuvo presa un par de días, y tan pronto como la soltaron fue a mi casa, que estaba a dos cuadras de la suya, y a Ofelia y a mí nos contó en detalles lo sucedido.

Abundaron los provocadores que tuvieron la esperanza de arrancarme una declaración virulenta sobre el arresto de Padilla. Para decepcionarlos acuñé una respuesta: “Opinaré cuando sepa por qué lo han detenido”. Pero no lo decían y mientras tanto la versión que circulaba era la de que Heberto estaba implicado en el asunto Golendorf. Lo cierto es, como se vio finalmente, que lo arrestaron porque se había convertido en lo que entonces estaba de moda llamar “un escritor contestatario”.

El revuelo que el arresto de Padilla provocó en el ámbito internacional fue de mayores proporciones que el que había producido el conato de censura a Fuera del juego, y para entonces ya eran muchas las voces –entre estas, las de intelectuales de nombre que habían apoyado el proceso revolucionario– que en la prensa extranjera advertían sobre la estalinización de la cultura en Cuba. Algunas de esas voces entonaron cantos de arrepentimiento después. El arrepentido más plañidero fue Julio Cortázar; sin embargo, al final de su vida desvió sus devociones hacia la Nicaragua sandinista. Viejos valedores de la revolución cubana, irremisiblemente decepcionados, rompieron para siempre con el castrismo: Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Carlos Fuentes y Jean-Paul Sartre, entre otros.

A principios de abril, la Seguridad del Estado comenzó a divulgar, impresa en cuartillas de papel de estraza, una supuesta carta de Heberto Padilla al Gobierno revolucionario. Su deprimente redacción y su grotesco contenido inducen a suponer que nuestro poeta es tan autor de esa carta como de La Divina Comedia. Pero si realmente la redactó –bajo amenaza, se entiende–, hay que felicitarlo por haberla convertido, a fuerza de hacerla nauseabunda, en una condena a sus carceleros. Solo la más demencial prepotencia, cómodamente apoyada en la enorme popularidad de que aún gozaba la revolución, pudo hacer creer a la policía política de Castro que un documento autoinculpatorio como ese, atribuido a un hombre incomunicado en un calabozo, podía probar otra cosa que no fuera la perversidad del régimen.

Días después de la aparición de la célebre carta, Padilla fue puesto en libertad y me pidió que fuera enseguida a su casa. Me dijo que esa noche iba a celebrarse un acto en la Uneac en el que él se haría una autocrítica –que resultó una ampliación de la carta– y en el que la Seguridad me daría, como a otros escritores que él debía mencionar (Belkis Cuza Malé, Pablo Armando Fernández, César López, José Yánez, Norberto Fuentes, Virgilio Piñera y Lezama), la oportunidad de “reafirmarme” como revolucionario reconociendo en público mis “errores”. Entendí que se nos pedía un sacrificio político para exonerar a la revolución de las acusaciones que le estaban lloviendo desde el exterior precisamente por el caso Padilla. Aunque con dudas cada vez más inquietantes, yo continuaba aferrado a la quimera revolucionaria y me resultaba doloroso que se cuestionara mi lealtad, por eso, en contra de la opinión de Ofelia, que no se cansó de decirme que estábamos cayendo en una trampa, acepté participar en aquel acto. Para mí el problema era que yo no sabía de qué acusarme.

Si la memoria no me falla, el acto de autocrítica se celebró en la noche del 17 de abril de 1971. La Uneac fue tomada por la Seguridad del Estado. En la puerta principal, la única que estaba abierta, un oficial y varios agentes franqueaban el paso, previa identificación, solo a las personas que habían sido citadas, cuyos nombres figuraban en una lista. Adentro, la atmósfera era densísima. La gente apenas hablaba y los saludos se reducían a un leve apretón de manos o un movimiento de cabeza y una sonrisa de circunstancia, como en los velorios.

Alrededor de las 9 nos llamaron al salón de actos. Allí todo estaba a punto: las hileras de sillas, la mesa presidencial, los micrófonos, las luces y las cámaras del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos que filmarían el espectáculo bajo la dirección de Santiago Álvarez. Nicolás Guillén, que padecía una oportuna enfermedad, fue reemplazado en la presidencia –¡oh, sorpresa!– por Pepé Portuondo. Cuando todo el mundo estuvo en su sitio, se pusieron en marcha las cámaras de cine y se cerraron las puertas del salón, que quedaron custodiadas por agentes vestidos de civil.

La autocrítica de Padilla ha sido publicada, pero una cosa es leerla y otra bien distinta es haberla oído allí aquella noche. Ese momento lo he registrado como uno de los peores de mi vida. No olvido los gestos de estupor –mientras Padilla hablaba– de quienes estaban sentados cerca de mí, y mucho menos la sombra de terror que apareció en los rostros de aquellos intelectuales cubanos, jóvenes y viejos, cuando Padilla empezó a citar nombres de amigos suyos –varios estábamos de corpore insepulto— que él presentaba como virtuales enemigos de la revolución. Yo me había sentado justamente detrás de Roberto Branly. Cuando Heberto me nombró, Branly, mi buen amigo Branly, se viró convulsivamente hacia mí y me echó una mirada despavorida como si ya me llevaran a la horca.

Los presentes que, en cumplimiento de lo ordenado por la Seguridad, fuimos nombrados por Padilla –hubo nombrados ausentes, como Lezama y Virgilio Piñera– pasamos por los micrófonos tan pronto como él terminó. Cuando me llegó el turno, yo seguía sin saber qué decir. Pero hablé. Lo que dije está publicado. En medio de mi difícil improvisación, de pronto me vi culpando de todo aquello a la dirigencia política por no haber mantenido un diálogo constante con los intelectuales, diálogo en el que, según pensaba yo, se hubieran resuelto sin traumas todos los conflictos. ¿Ingenuidad? Mucha. La experiencia casi siempre llega tarde, y la mía aún estaba en camino. Lo que importa es vivir para darle tiempo a llegar.

La nota discordante de aquella noche de falsa reconciliación la dio Norberto Fuentes, quien, citado por Padilla, primero entró en el juego de la autocrítica y luego pidió otra vez la palabra para desdecirse y proclamar que era uno de los escritores más perseguidos de Cuba y que no tenía nada que reprocharse. Para muchos, Padilla incluido –yo también lo he pensado–, esta escena de Norberto Fuentes fue preparada por la policía con el fin de darle prestigio de espontaneidad a la pantomima. Sea lo que haya sido, dramaturgia o verdad, fue la única escena estimulante de aquella noche de Walpurgis.

Las Palmas de Gran Canaria, 6 de mayo de 1997.

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Este texto fue publicado en la revista Encuentro de la Cultura Cubana, número 4-5, Madrid, 1997.


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