Nunca llegué a imaginar que una mujer podía ser tantas y encarnar sin discriminar caracteres, sentimientos y condición social, historias tan sublimes y dolorosas capaces de inspirar vida y esperanza y de confirmar a su antojo al teatro como la recreación estética de la vida. No fue la parte de tu distinguida hermosura de britana descendiente de Boadicea lo que me sedujo, ni lo enigmático de tu sonrisa, que tanto insinúa y que tanto esconde lo que me cautivó; ni siquiera fue la calidad en el acento tan consagrado por la crítica lo que me enamoró de ti.

No me percaté de tu belleza y tus dones en Julia, ni en The Deer Hunter, ni tampoco en Manhattan, ni aún en Kramer versus Kramer, donde, gracias a tu gran talento representando a una mujer común de vida urbana, lograste gran reconocimiento con el primer Óscar como actriz de reparto. Todos mis sentidos giraban esa época en torno al gran amor de mi vida; solo sería en La amante del teniente francés –en el instante en la bahía en que giraste y me miraste de una manera única e inolvidable– cuando me prendaría de tu alma de dama unánime. Las aguas turbulentas presagiaban peligros, ebrios ventanales atormentados sacudidos por Poseidón, insinuaban entre salpicaduras filosas eros por venir.

Vendrías hacia mí, después de que leí de William Styron La decisión de Sofía, junto a Kevin Cline en la película del mismo nombre, a revivir otra bella historia de amor oscuro tan bien actuada por uno de mis viejos romances: Charlotte Rampling, en Portero de noche (1973), dirigida por Liliana Cavani. Sentí, cuando me deslumbraste con el doloroso magnetismo de Sophie, que había vuelto a ser el morboso espectador de la bañera cuando los vidrios desgarran la piel de los amantes en aquel film. Desde entonces he soñado que ella fue Sophie y tú Lucía, y no me he sentido extraviado. Eran días en que alucinaba y me revolcaba en el polvo de los huesos de Rimbaud y su Temporada en el infierno, cuando escribía: “Una noche senté la belleza en mis rodillas –y la encontré amarga– y la injurié”.

Tarde comprendí la naturaleza del amor por John Cazale y la huella que dejó en ti y te juro que sentí más celos de la parte que se llevó y de la mirada coqueta a Di Caprio, que del amor seguro y desprendido de Don Gummer, quien ha dado muestras de inteligencia superior, amplitud de miras y grandeza de alma, gracias solo a los cuales una mujer puede hacer compatibles sus roles de madre y artista de éxito. Él es un caso para quien su pareja no tuvo que experimentar el castrante dilema de seguridad o libertad, como diría la señora Yourcenar, pues no son opuestos y pueden cabalgar enamorados en la misma partitura.

Out of Africa me daría licencia para hacerte siempre mía, devastado por deseos furtivos de los que tanto vivieron Lou Salomé y Anaïs Nin. Leía sobre las andanzas de la Baronesa de Blixen y mi imaginación se regodeaba en su amor por lo primitivo, su delirio por el sol y la naturaleza de África, tan bien fotografiada en tu ligero vuelo por su cielo amarillo yeminal de la mano de Robert Redford. No en vano ella dejaría con su verdadero nombre de escritora, Isak Dinesen, esta bonita impresión:

“Tarde llegué a la convicción de que entenderíamos la naturaleza y las leyes del universo con más claridad y profundidad si aceptásemos desde un principio que su creador y mantenedor es un ser del sexo femenino”.

Me doliste y me conmoviste hasta abatirme de tristeza cuando hiciste de indigente en las calles de Nueva York, al lado de ese otro monstruo de la actuación, Jack Nicholson, en Iron Weed, padeciendo los embates de la Gran Depresión, que derrumbó la economía mundial y destruyó de manera irreparable miles de vidas y donde te luciste en una de las interpretaciones magistrales de tu carrera haciendo de Helen Archer. Ayudaste a recordarle al mundo, con este personaje escabroso, que ellos, los sin techo, los extraviados, los fracasados, los hambrientos, los sin dolientes y sin futuro, siempre estarán ahí, no del todo abandonados de espíritu, no del todo huérfanos de amistad y de amor, porque también para ellos la luz de la esperanza existe mientras el corazón palpite.

Volviste en una obra tan olvidada por la crítica estadounidense, y paradójicamente tan celebrada por los amantes del buen cine, en que te sentí tan latina como lo era la mujer que iluminó mi vida: La casa de los espíritus, de Isabel Allende, en la que tú, Clara del Valle Trueba, Glenn Close, Jeromy Irons, Winona Ryder y Antonio Banderas nos regalaron una de sus mejores actuaciones para mostrar en otro de los episodios de la historia de miseria y complejo latinoamericano –la caída y muerte de Salvador Allende– en que buena parte de la juventud volvimos a ser de nuevo, buenos salvajes, revolucionarios e idiotas.

Tu definitiva consagración como una de las mejores actrices de toda la historia del cine vendría con Los puentes de Madison, donde ya madura y con un pobre escenario natural, un modesto vestuario, en un ambiente bucólico, y un galán de los mejores –pero en el ocaso de su carrera de actor–, haces un despliegue encantado de tu experimentado aprendizaje histriónico. Debo confesarte que después de verte haciendo de Francesca Johnson ha faltado tiempo para celebrarte, diría el poeta Pablo Neruda. Especialmente valiosa y aleccionadora la moraleja de la cinta, que, en mi opinión, reproduce para el juego del amor la máxima de Yogui Berra para el baseball: el juego no acaba hasta que no termina. La posibilidad de volverse a enamorar solo termina con el último suspiro.

Para la buena memoria de cinéfilos quedará esta modesta historia de amor, bien narrada, con diálogos sencillos pero intensos, silencios naturales y eros en progreso que van penetrando la psiquis del público hasta hacer posible esa parte tan difícil de la actuación que consiste, en tus propias palabras, en representar el instante en que se crispa la piel cuando ves al otro y se comunica al espectador el momento supremo del enamoramiento. Esa razón propia del hechizo de actuar con maestría y un final aclamado en que pocas veces coinciden unánimemente la crítica y la gran audiencia, la escena en que Robert Kincaid llora bajo la lluvia y la otra, ya clásica, en que Francesca toca el picaporte en la camioneta y duda sobre su destino, le confieren un valor insuperable en su género.

Mamma Mia forma parte de un tipo de cinematografia no muy de mis pasiones; sin embargo, esta excelente comedia musical dirigida por Phyllida Lloyd y el elenco que tú encabezas, donde eres Donna Sheridan, tiene el sortilegio de reunir una constelación de estrellas que sin mucho esfuerzo y con la contagiante música de ABBA, logra devolverme en sonrisas, alegría y felicidad, todo el arco iris de sentimientos y emociones trágicas, sublimes, dolorosas, tiernas y tristes que me transmitiste con tu arte desde que te descubrí y me enamoré de ti a principio de los ochenta en La amante del teniente francés. Ha tenido esta comedia musical filmada en Grecia el incentivo de traer de nuevo a mis manos, como por arte de magia, una de las mejores novelas modernas que sobre la cuna de la civilización occidental y de la idiosincrasia de su gente se ha escrito: El coloso de Marusi, de Henry Miller.

A estas alturas, en este mes de oraciones, rituales, fiestas y tradiciones, quiero pedirle al Dios de todos los cielos y de todas las culturas que te ayude a encarnar, al final de tu carrera y en lo mucho que te queda de vida, en una gran producción épica, a Boadicea, la reina de los Icenos, mujer de Prasutagu, versión sajona de la amazona griega, guerrera sin par, a la que el historiador romano Dion Casio dibujó “altiva y fiera, con voz ronca y una masiva cabellera rubia”, y a quien Tácito ha descrito en sus Anales: “Boadicea, con sus hijas por delante en sus raudos carros, acudió a tribu tras tribu, cosa que era de veras poco usual en los británicos, para pelear bajo el liderazgo de una mujer”. Decía ella: “Esta es la resolución de una mujer; en cuanto a los hombres, que vivan como esclavos”.

En mis sueños te he contemplado como te recrea la leyenda, alta y voluptuosa, completamente desnuda, el cabello de oro húmedo por cuyos rizos gotea el agua, sentada, el hacha descansa al lado en uno de tus muslos hermosos y brillantes en el que solías afilarla.

Siempre en ti.


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