Sangre y asfalto narra 135 días de violencia asesina en contra de venezolanos indefensos. ¿Qué desafíos ciudadanos y literarios representó escribirlo?

—Había seguido con atención y horror la represión de las protestas del 2014. Luego la esperanza ante la elección de una nueva asamblea en el 2015 y la impotencia ante los atropellos del régimen a la voluntad popular. En 2017 las historias y las imágenes de la gente en las marchas me estremecieron. El coraje y la determinación de un pueblo por recuperar su libertad, los enfrentó a una maquinaria bélica y a grupos criminales como los colectivos, con un arrojo que día a día cobraba una dimensión épica. Decidí archivar cada testimonio para salvaguardar esas historias para un futuro. Ante la intensidad de los eventos me pregunté: ¿qué puedo hacer desde la distancia por mi país? Preservar la memoria, documentar, proteger todas esas voces, esos gritos y llantos en un libro para que en el futuro los verdugos no nos cambien la historia. Y en el presente tengo la esperanza de que el lector crea y le importen lo suficiente estos relatos de sangre y fuego para que levante su voz a favor de este pueblo que muere víctima de la violencia diaria. Este fue mi desafío ciudadano.

En mayo 2017 vino el desafío literario. Lo único que tenía claro era que mi meta era hilvanar los testimonios para contar la historia de cientos de protagonistas. Quería narrar una crónica viva, cruda, llena de emociones primordiales. Pero, ¿cómo organizar esa avalancha de información en una narración coherente que se leyera como lo que fue: un hito monumental en la historia del país? Una vez que opté por la narrativa diaria, el desafío fue cómo describir la violencia ejercida sobre la población sin que resultara monótona por lo repetitivo. Sin embargo, cada historia desgarradora reflejaba el sufrimiento de todo el país. Lo individual se volvió colectivo. Convivir durante un año con esos relatos, con esas fotos, con esos rostros llenos de alegría, ahora congelados en un pixel digital, fue como si hubiese estado allí. El generoso aporte de 17 reporteros gráficos me permitió ahorrar palabras y dejar que las imágenes de sus protagonistas hablaran, que contaran sus vivencias, sus sufrimientos y sus miedos, su valentía y su victoria, su compasión y su solidaridad.

Luego de haber escrutado los hechos de 135 días consecutivos, ¿es posible obtener alguna caracterología de la violencia del poder? ¿Es improvisada, selectiva, limitada?

—Es claro que no hubo improvisación, cada etapa estaba planificada. Había que crear miedo, aterrorizar a la población para que regresara a sus casas. La violencia se fue incrementando con ese fin. Primero, fue la represión antimotines para dispersar las manifestaciones: bombas lacrimógenas, gas pimienta, la ballena. Hubo heridos, pero la gente seguía saliendo cada vez más. Y por las noches continuaban con cacerolazos. A los seis días, mataron a Jairo Ortiz, un joven de 20 años de edad, sin ninguna razón. Sacaron a los paramilitares y a los pocos días mataron a dos jóvenes más, luego tres, cuatro, hasta sobrepasar el centenar. Todo se volvió mortífero: lanzaban las bombas lacrimógenas horizontalmente destrozando los pechos de los muchachos, a los chorros de agua les subieron la presión para hacer más daño, a los fusiles de perdigones los “envenenaban” con metras, tuercas y balines para que fueran letales, disparaban a la cabeza y al tórax con intención de matar. Y como toda esa violencia no detenía las protestas, golpearon, humillaron, asaltaron, amenazaron, mientras en las mazmorras los niveles de tortura, aprendida de los cubanos, buscaban quebrar, vejar y dejar secuelas.

Usted es una experta en la lucha del pueblo kurdo. Es autora de un libro fundamental sobre el tema, Pasión y muerte de Rahmán el Kurdo. ¿Existen paralelismos o semejanzas entre las violencias padecidas por kurdos y venezolanos?

—Sí. Los kurdos también han sido acosados por regímenes totalitarios dispuestos a destrozar su cultura e identidad a punta de balas; han sido desplazados de sus tierras ricas en minerales, fuentes de agua y agricultura. Considerados ciudadanos de segunda, los han mantenido sin servicios básicos, educación y sin futuro. Han tenido que irse hacia Europa y América del Norte para huir de la miseria, la persecución política y la muerte.

—¿Es usted una escritora de causas, concentrada en estudiar la violencia del poder?

—No diría que soy una estudiosa de la violencia del poder. La indiferencia y el silencio internacional en torno a la opresión es lo que me mueve a contar estas historias. Me conmueven aquellos que no tienen voz, que no logran que los que viven en democracias plenas escuchen su sufrimiento. Siempre creí en la justicia social. Comprobar que aquellos que toda la vida se llenaron la boca con críticas a las dictaduras, a la violencia hacia el más vulnerable, ahora son indiferentes, son “neutrales”; es decir, apoyan a los que matan, torturan, encarcelan, saquean las riquezas mientras la gente sufre, condenada al hambre y a la persecución por afinidad ideológica y también porque sacan provecho económico.

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Sangre y asfalto. 135 días en las calles de Venezuela

Carol Prunhuber

Kalathos Ediciones

España, 2018


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