4.- Los orígenes o inicios

El análisis de todo fenómeno social requiere la comprensión de sus orígenes o inicios, las causas primeras de un determinado fenómeno. No se trata de un sesgo historicista que imponga, a su vez, un relativismo casuístico, sino de una adecuada perspectiva diacrónica o evolutiva que permita trazar y explicar la progresión de un determinado hecho para que su abordaje no resulte ahistórico.

La duración misma de los hechos sociales es variable. Con frecuencia, los orígenes de muchos de ellos se remontan a un pasado más o menos remoto, que contribuye a explicar la ocurrencia y recurrencia de sucesos que o bien pudieran parecer únicos y particulares (en el sentido de autárquicos y aislados) o inéditos en el devenir histórico o bien interpretarse de manera anecdótica y excesivamente casuística. El estudio de los orígenes puede resultar relativamente exitoso como enfoque de los fenómenos sociales.

Una primera serie de eventos tiene que ver con las Cruzadas (entre, aproximadamente, 1095 y 1291), mediante las cuales Europa trató de contribuir a la liberación de la Tierra Santa del dominio musulmán. Esto supuso enfrentamientos y rivalidades para, simplificando, los dos bandos enfrentados. Las verdaderas motivaciones y resultados siguen siendo objeto de controversias historiográficas, que privilegian causas de tipo espiritual hasta intereses económicos.

Más tarde, el surgimiento de la Europa moderna coincide con dos hechos históricos relacionados con las posteriores actitudes imperialistas de las nacientes metrópolis coloniales. Esos hechos son la consolidación de los estados nacionales y el afianzamiento de la dominación colonial de África y América, tras varios siglos de exploraciones marítimas adelantadas, en especial, por Portugal y España. En el caso de esta última, la unificación de los reinos peninsulares bajo la égida de Castilla y León y de Aragón con los Reyes Católicos se logra, en parte, tras la rendición de Granada (1492) y la expulsión y sometimiento de los árabes. Siglos después principalmente Inglaterra, Francia y España, pero también otras potencias europeas como Bélgica, Holanda, Portugal, Italia y Alemania mantuvieron colonias y, más tarde, protectorados en diversas regiones de África y el próximo Oriente.

En pocas palabras, Europa sostuvo una actitud colonialista en muchos países hoy mayoritariamente musulmanes. La imagen y la herencia del dominador, en especial cuando (a diferencia, por ejemplo, de América Latina) ocurre no una coexistencia de religiones y cultos y un sincretismo religioso, expresado en una religiosidad popular, sino un enfrentamiento entre religiones monoteístas y sus adeptos (siendo la cristiana minoritaria frente al islam), pesa como una herencia desgraciada y atormentante.

Europa, como sucedió con el indio americano y sus mundos, por ejemplo, también inventó al mundo oriental, al islamismo, proyectando sobre ambas y disímiles realidades sus propias cosmovisiones o privilegiando de manera excluyente y despreciativa su historia por encima de las historias de otras sociedades y regiones del planeta. Esto lo han analizado diversos autores como Edmundo O’Gorman (1977) y Antonello Gerbi (1978, 1982), para el caso americano; los esclarecedores análisis de Edward Said (2013) para el mundo árabe y oriental; y Roy Preiswerk y Dominique Perrot (1979) para el caso de la historia y su enseñanza.

Con tantos antecedentes, es comprensible que las relaciones entre cristianos e islámicos se tornen complejas y que requieran de constantes acercamientos. En la actualidad muchos migrantes musulmanes habitan en Europa, algunos ya nacidos allí, provenientes de antiguas colonias de los países receptores, y sometidos a fuertes situaciones de discriminación y xenofobia. Este clima resulta poco propicio para intentos de acercamiento, como los iniciados, por ejemplo dentro de la Iglesia Católica, por san Juan XXIII durante la época de renovación de la Iglesia con el Concilio Vaticano II en la temprana década de 1960, continuados por el beato Pablo VI, san Juan Pablo II y Benedicto XVI, a pesar de la controversia generada por una mala interpretación de su erudito y muy profundo discurso sobre razón y fe en la Universidad de Ratisbona en 2006, ya citado.

No debe silenciarse ni desconocerse la tolerancia que muchos gobiernos y sectores sociales de Europa han mostrado en las últimas décadas hacia los migrantes y ciudadanos musulmanes. ¿Reconocimiento de una culpa antigua no suficientemente expiada?, podría uno preguntarse. Una evidencia de ello es la apertura de mezquitas en distintos países y ciudades europeas. Tal apertura contrasta, sin embargo, con la negativa de estados musulmanes a la construcción o continuidad, según el caso, de iglesias y templos no musulmanes en el territorio de sus países. Peor aún resultan el acoso e incluso el exterminio al que han sido sometidas comunidades cristianas y no musulmanas por parte del Estado islámico.

Se trata de una situación nada fácil y el aumento del fundamentalismo islámico debe preocupar no solo a Europa sino a todo el mundo. Umberto Eco, el intelectual, semiólogo y novelista italiano, ha señalado hace poco en entrevista concedida a El Mercurio de Santiago de Chile, publicada el 8 de enero de 2015, que: “Han cambiado las modalidades de la guerra; hay una guerra en curso y nosotros estamos metidos hasta el cuello, como cuando yo era niño y vivía mis días bajo los bombardeos que podían arribar de un momento a otro sin que yo lo supiera”. Y, en este orden de ideas, añade: “Lo que sí se puede decir hoy en día es que el grupo Estado Islámico es una nueva forma de nazismo, con sus métodos de exterminio y su voluntad apocalíptica de apoderarse del mundo”.

Teniendo en mente los antecedentes de las complejas relaciones entre Europa y “Occidente”, por una parte, y el mundo islámico, por otra, conviene profundizar el diálogo y el mutuo entendimiento entre los sectores menos radicales, capaces de escucharse, comprenderse y, sobre todo, respetarse mutuamente.

5.- Libertad de expresión y la ética del multiculturalismo

Uno de los grandes principios fundadores de las sociedades “occidentales” modernas es el de la libertad de expresión. Este principio parece connatural a la democracia formal que se basa en las libertades. De hecho, ha quedado consagrado en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.

Creo que sería si no superfluo al menos muy complejo dirimir si este derecho tiene alguna limitación. Sin embargo, la Convención Americana de los Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica de 1969, establece en su artículo 13 que:

“1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideraciones de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección y gusto.

2. El ejercicio del derecho previsto en el inciso precedente no puede estar sujeto a previa censura, sino a responsabilidades ulteriores, las que deben estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar:

a) El respeto a los derechos o la reputación de los demás.

b) La protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas.

3. No se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones.

4. Los espectáculos públicos pueden ser sometidos por la ley a censura previa con el exclusivo objeto de regular el acceso a ellos para la protección moral de la infancia y la adolescencia, sin perjuicio de lo establecido en el inciso 2.

5. Estará prohibida por la ley toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión u origen nacional”.

El inciso 5 subraya la necesidad de respetar al otro, independientemente de que sus costumbres y maneras de ser, vivir y pensar, puedan parecer incómodas o poco apropiadas para quien emite una opinión. No se trataría de una limitación a la libertad de expresión, sino más bien de un sentido profundamente ético, una ética antropológica que, en el mundo actual, pudiera interpretarse como una ética multicultural.

Dos ideas más contribuyen a contextualizar mejor estas afirmaciones en relación a lo sucedido con los atentados contra Charlie Hebdo y otros sucesos similares que tienen como punto común la ofensa a lo sagrado. Me refiero a algo que ya el papa Francisco formuló como la desacralización de las sociedades occidentales, en parte como consecuencia del divorcio entre ciencia y religión que se ha acentuado tras la imposición, durante la modernidad, del paradigma positivista en el pensamiento y la racionalidad “occidentales”. Para el positivismo todo lo que no era susceptible de ser probado científicamente era mera especulación. En otras palabras, lo no mensurable no existía o tenía una existencia dudosa. Pero la modernidad entró en crisis y se superó a sí misma.

Cada vez han cobrado mayor vigencia dos conceptos: la posmodernidad y el postoccidentalismo. El primero refiere al quiebre de las ideas modernas, tal vez ocurrido en la postguerra europea y, en especial, durante las décadas de 1950 y 1960. Durante esta última surgió en las sociedades “occidentales” una manera de pensar que desafiaba muchas de las ideas y principios básicos de la modernidad (entre ellas, la idea del progreso y las potencialidades supuestamente ilimitadas de la ciencia y la tecnología). Paralelamente a ello, y de manera coincidente con la independencia de las colonias europeas en África y en otras regiones del planeta, se empezó a hablar de descolonización y, luego, de sociedades postcoloniales y postoccidentales. Este concepto, aplicado sobre todo a aquellas sociedades que no podían invocar un verdadero carácter postcolonial inmediato, aludía a la necesidad de renovar y fundamentar de nuevo el pensamiento de las elites intelectuales que se concebían a sí mismas y a sus respectivas sociedades como una prolongación ultramarina del borroso concepto de “Occidente” así como de sus formas de pensamiento y de organización sociopolítica.

Si realmente un mundo multicultural está en gestación, contrariamente a las tendencias unificadoras de la Globalización y quizá en oposición o reacción natural a estas, es probable que ese escenario se caracterice, a su vez, por ser postmoderno y postoccidental. De ser así, pudiera resultar que la separación entre ciencia y fe, pero sobre todo entre los ámbitos profano y sagrado, se redimensione. Ejemplos de ello serían, precisamente, el islamismo y también ciertas tendencias del cristianismo fundamentalista e incluso muchas manifestaciones de la tan adversada “Nueva Era”. Una reciente noticia de prensa señala que en China se cuestiona la enseñanza de valores “occidentales” en las escuelas.

Cada día se propugna con mayor fuerza en todo el mundo un pertinente diálogo entre saberes y haceres, que no excluye lo sagrado. En todo caso, las relaciones asimétricas que han llegado a establecerse entre ciencia y racionalidad frente a fe y religión, deberían reevaluarse y repensarse. En ese contexto sitúo el debate sobre la libertad de expresión: ¿puede ser lo religioso, como el ámbito más sagrado de una cultura, objeto de comentarios jocosos que pudieran interpretarse como un desprecio al otro y sus creencias? Me inclino por una respuesta negativa. Si algo merece un gran respeto son las creencias religiosas de un pueblo. Ello no significa aceptarlas, compartirlas ni promoverlas, sino simplemente respetarlas.

El respeto, obviamente, debe ser para todas las culturas, sociedades y religiones o creencias (incluidas las no creencias). Ese respeto plural, amplio y ampliado, a la diversidad es uno de los fundamentos de una sociedad multicultural: desde ámbitos locales hasta el más inclusivo de todo: el global o planetario.

¿La burla del otro no será, en último término, una burla de uno mismo, de las carencias e inseguridades, de los prejuicios y sesgos, que tiene quien se burla de algo?


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