1.- Consideraciones preliminares

En 1995 el historiador francés Georges Duby expuso en su libro Año 1000. Año 2000. Las huellas de nuestros miedos cinco temores sociales que podían documentarse en Europa tanto en la Edad Media como en el mundo contemporáneo, obviamente con las transformaciones y adaptaciones del caso. Esos temores son el miedo al hambre, el miedo a la epidemia, el miedo a la violencia, el miedo al Más Allá y el miedo al otro. Este último, probablemente, sintetiza los otros miedos.

En la Europa actual el otro, proveniente de países pobres y “periféricos”, pudiera representar, desde una mirada etnocéntrica y racista, la disminución de la comida, las posibilidades de empleo y el estado de bienestar (miedo al hambre); la introducción de enfermedades, muchas veces consideradas “exóticas” o no controladas en los países pobres como el SIDA y el ébola, por ejemplo (miedo a la epidemia); la generación de desórdenes y enfrentamientos (miedo a la violencia) y el cuestionamiento de creencias establecidas como dominantes (miedo al Más Allá).

Esos miedos parecen cobrar mayor actualidad y vigencia con la violencia generada en Francia, tras el atentado terrorista contra el semanario satírico Charlie Hebdo, de orientación izquierdista, y de efervescencia de sentimientos de xenofobia y fanatismo, provenientes de muchos sectores. Europa y “Occidente” –esa informe entidad que suele a veces llamarse Mundo Occidental– están llenos de alteridades, antiguas y recientes, propias y ajenas, que empiezan a bullir y, tal vez, también a implosionar.

Otros acontecimientos anteriores lo hacen aún más claro: los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington (parte de “Occidente”, aunque no de Europa), los del 11 de marzo de 2004 en Madrid, los atentados del 7 de julio de 2005 en Londres y los anteriores cometidos contra Charlie Hebdo en la noche del 1 al 2 de noviembre de 2011. No podemos olvidar, al menos, dos precedentes importantes: las amenazas en 1989 al autor de Los versos satánicos, el escritor británico nacido en la India Salman Rushdie por blasfemar contra el islam; y las amenazas contra el periódico danés de orientación derechista Jyllands-Posten que publicó el 30 de septiembre de 2005 caricaturas que ofendieron al mundo islámico.

Por último, está el precedente de un discurso pronunciado el 12 de septiembre de 2006 en la Universidad de Ratisbona por Benedicto XVI y que llevaba por título “Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones”. En sus palabras, el papa ahora emérito hizo citas y comentarios “del diálogo que el docto emperador bizantino Manuel II Paleólogo, tal vez en los cuarteles de invierno del año 1391 en Ankara, mantuvo con un persa culto sobre el cristianismo y el islam, y sobre la verdad de ambos” (1).

Benedicto XVI señaló entonces que: “En el séptimo coloquio (διάλεξις, controversia), editado por el profesor Khoury, el emperador toca el tema de la yihad, la guerra santa. Seguramente el emperador sabía que en la sura 2, 256 está escrito: ‘Ninguna constricción en las cosas de fe’. Según dice una parte de los expertos, es probablemente una de las suras del período inicial, en el que Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, acerca de la guerra santa. Sin detenerse en detalles, como la diferencia de trato entre los que poseen el ‘Libro’ y los ‘incrédulos’, con una brusquedad que nos sorprende, brusquedad que para nosotros resulta inaceptable, se dirige a su interlocutor llanamente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia en general, diciendo: ‘Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que predicaba’. El emperador, después de pronunciarse de un modo tan duro, explica luego minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato”.

El texto, mal interpretado, obligó al papa a disculparse porque su intención no era ofender al islam y a aclarar (en la nota 3 de la versión publicada del discurso) que: “Lamentablemente, esta cita ha sido considerada en el mundo musulmán como expresión de mi posición personal, suscitando así una comprensible indignación. Espero que el lector de mi texto comprenda inmediatamente que esta frase no expresa mi valoración personal con respecto al Corán, hacia el cual siento el respeto que se debe al libro sagrado de una gran religión. Al citar el texto del emperador Manuel II solo quería poner de relieve la relación esencial que existe entre la fe y la razón. En este punto estoy de acuerdo con Manuel II, pero sin hacer mía su polémica”. En todo caso, es un testimonio importante de la tensión existente entre dos grandes religiones y modos de vida inspirados en sus preceptos.

2.- Europa y “Occidente”

Europa (identificada como “Occidente”) se ha autoasumido y autopropuesto como paradigma de civilización, no en sentido relativo sino absoluto. Según tal óptica, Europa y “Occidente” representarían la civilización y no una civilización; o, dicho en otros términos, la civilización más importante frente a otras civilizaciones supuestamente menos importantes. Durante siglos Europa y “Occidente” ejercieron un poder despótico e impusieron la hegemonía de sus formas de pensamiento mediante procesos políticos, económicos y socioculturales implicados en las ideas de imperialismo y colonialismo. Si bien no fueron los únicos imperios en hacerlo, como también ocurrió con formaciones socioeconómicas estratificadas, verticales y jerárquicas en África, América y Asia, “Occidente” ha vivido en los últimos siglos de su prestigio, réditos y logros. Para los latinoamericanos, ello tiene especial trascendencia por el recurrente planteamiento no resuelto de nuestra identidad. ¿Somos, colectivamente, “occidentales” a medias, u “occidentales” periféricos, o las élites (especialmente intelectuales) han sido filooccidentales?

Ahora bien, para Europa, la misma que renegó, por ejemplo, de sus raíces cristianas al no querer reconocerlas en el preámbulo de la constitución europea (negativa que tanto pesar le ocasionó a pontífices tan europeos, a su vez, como san Juan Pablo II y Benedicto XVI), la coyuntura actual resulta en extremo complicada. Experimenta una disminución demográfica, causada por la propia decisión de los europeos de reducir la tasa de natalidad (efecto quizá de los modos de vida de la sociedad industrial), y un proceso de redefinición de sus identidades, en parte una des-europeización o fragmentación de su identidad continental. Esto último encuentra una de sus causas en el creciente arribo tanto de migrantes pobres subsaharianos que ven la oportunidad de rehacer sus vidas y aspirar a mejores condiciones en un continente rico y que perciben como pacífico o estable (el sueño “occidental”), así como también de perseguidos y desplazados. Todos ellos provienen de antiguas colonias europeas, es decir, de territorios, sociedades y culturas sometidas y desestructuradas por el imperialismo europeo.

Europa vive, pues, una situación de vulnerabilidad y, en ese contexto, se ve atacada y amenazada por la violencia y el radicalismo. En parte, esos desafíos están representados por la expansión del fundamentalismo musulmán y el llamado “Estado Islámico”, el gran califato que desde varios puntos de vista puede describirse como posmoderno, global y quizá postoccidental.

Se trata de un tema muy complejo que debe abordarse de manera transdisciplinaria y evolutiva o histórica para obtener una mejor comprensión. Sin embargo, creo importante resaltar cinco asuntos imbricados en dicho tema: 1) la condena de toda forma de violencia e intransigencia; 2) los orígenes o inicios de la situación planteada, sus causas primeras, que remiten, a su vez, a situaciones precedentes de violencia y exclusión; 3) la necesidad de reevaluar el concepto de “libertad de expresión” y meditar sobre sus implicaciones; 4) la pertinencia de interpretar los dramas sociales para entender la situación planteada y los mensajes que se pueden derivar de tal análisis; y 5) el examen de ritos y gestos de acercamiento como una manera de evitar que la paz y el entendimiento se conviertan en metas imposibles por un exceso de relativismo, representado este último por un dejar hacer o que el tiempo y la sucesión de acontecimientos terminen por dificultar o, incluso, impedir el logro de la concordia.

3.- Condena de toda forma de violencia e intransigencia

La ponderación de los atentados de Francia, sus antecedentes y secuelas, propiciados por el fundamentalismo islámico debe partir de una inequívoca condena de todas las formas de violencia. El tratar de analizar tales acontecimientos para comprenderlos en su justa dimensión no busca justificar la violencia en sí misma como tampoco la violencia reactiva. Ninguna violencia debe ser aceptada y toda violencia, lejos de resolver problemas sociales, genera más violencia.

La historia de la humanidad está llena de sucesos que fueron reprimidos con violencia y, aparentemente, generaron una calma transitoria (una transitoriedad que, para mayor equívoco, puede resultar bastante prolongada en el tiempo). La historia reciente de países cercanos del hemisferio occidental (en sentido principalmente geográfico, aunque no del todo ajeno a lo cultural) proporciona ejemplos ilustrativos. Muchas veces esas transitoriedades pueden abarcar varias generaciones e, incluso, centurias. La duración de ciertos hechos sociales, especialmente, aquellos vinculados con determinadas variables (como las relacionadas o derivadas, incluso, de lo étnico, lo cultural, lo identitario, lo religioso) puede abarcar varios siglos. Un ejemplo de ello, a mi juicio bastante ilustrativo, es la persistencia de los indios, sus culturas e identidades, en América Latina tras cinco siglos de opresión, colonialismo y negación, además de destrucción física y cultural (genocidio y etnocidio, respectivamente). Otros ejemplos de persistencia cultural prolongada en circunstancias poco favorables serían los casos de los gitanos, vascos, catalanes, escoceses y otras naciones en Europa así como de los judíos, estos no solo en Europa sino en todo el mundo. Ejemplos menos prolongados en el tiempo están referidos a la represión franquista en España o a las dictaduras militares (algunas con un carácter encubierto) en América Latina. Nada se diga, volviendo a las cuentas temporales largas, de la represión de cultos y creencias, a veces llamadas “idolatrías”.

La violencia es la negación del entendimiento, del diálogo, de la tolerancia y de la resolución pacífica de las hostilidades reales o potenciales que puedan ser generadas por las diferencias.

Puede resultar muy útil distinguir, al menos y entre otros muchos tipos, dos formas de violencia: la física y la simbólica. Generalmente, condenamos la violencia física y, según creo, es esta la más fácil de ser indiciada como delito; pero la violencia simbólica llega a ser más grave y más destructiva incluso que la física. ¿Cuántas veces no hemos escuchado que las cicatrices del alma duelen más que las heridas corporales? Sin justificar ni minimizar la violencia física, una paliza, por decir algo, puede resultar menos demoledora que un insulto, que una negación, que un desprecio.

A lo largo de la historia, el Poder, las potencias coloniales, los grupos dominantes y las elites han generado múltiples formas de violencia simbólica a la par de haber desplegado atormentantes prácticas de violencia física. Cuando a la violencia subyace una idea, incluso una sombra en sentido junguiano, de posesión de la verdad (política, religiosa, social o cultural, en un sentido muy amplio, incluso lingüístico), esa idea, esa sombra, potencia y justifica la violencia, sea física o simbólica. Pensemos solo lo ocurrido en América tras la llegada de los conquistadores europeos. Ocurrió, como ha señalado Abel Posse, el teocidio más grande de la humanidad.

¿Y la invención de una cultura y de una sociedad no implica, en cierto sentido, una forma de violencia? Se trata de crear un otro o una alteridad sociocultural que en sí mismos justifiquen, a los ojos del dominador y su visión del mundo, la destrucción o aniquilamiento del dominado, al menos mediante la fórmula –aparentemente anodina o benévola– del cambio social inducido, planificado y coercitivo.

Violencia física y violencia simbólica son, pues, dos formas gemelas e idénticas en su gravedad de represión. La represión, además de sus huellas y terribles consecuencias, solo genera el encubrimiento o acomodamiento para la sobrevivencia, no necesariamente la aceptación del dominador y sus criterios.

En ese orden de ideas, toda violencia, física o simbólica, puede generar retaliaciones y venganzas, aunque estas se produzcan de manera diferida. “Ojo por ojo y diente por diente”. La herencia de deudas, una práctica desterrada del pensamiento jurídico, puede convertirse en una realidad sociohistórica generadora de terribles consecuencias.

La violencia es una de las prácticas más perversas del ser humano y del Poder que se entiende como un fin en sí mismo. Ninguna sociedad, precisamente por ser humana y no angelical, está exenta de tendencias y comportamientos violentos. De allí que una muestra de suprema civilidad sea, precisamente, superar y combatir toda forma de violencia, física o simbólica. En ocasiones, he discutido con colegas que consideran exageradas ciertas disposiciones legales del ordenamiento jurídico de determinados países encaminadas a combatir el racismo y la discriminación, creando a veces una discriminación en positivo u, otras, una especie de discriminación al revés. Mi posición, sin justificar lo injustificable, es que la violencia simbólica que generan las prácticas que esas normas intentan combatir resulta, cuando menos, tan grave como la violencia física.

Las palabras de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona lo ratifican: “La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma” (2). Además, citando el papa al emperador Manuel II Paleólogo, añade:

“Dios no se complace con la sangre; no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas… Para convencer a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a una persona” (3).

Esas palabras, escritas hace poco más de seis siglos, hacia el año 1400, no solo tienen una gran vigencia en la actualidad, a inicios del siglo XXI y del tercer milenio, sino que pueden aplicarse tanto a la fe como a cualquier idea o creencia. Contrariamente al dicho, la letra con sangre no entra. La letra, las ideas, con sangre generan más sangre, sangre de inocentes derramada.

La violencia, física o simbólica, constituye una agresión, se trate de atentados terroristas o de burlas y exclusiones, más aún cuando el objeto son las ideas y creencias más sagradas de una sociedad o de una persona.

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Notas

(1) http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2006/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20060912_university-regensburg_sp.html

(2) http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2006/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20060912_university-regensburg_sp.html

(3) Ibídem.


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