La historia, el personaje, su construcción [continuación]

b.- La devoradora de hombres

Las tropelías, desmanes y despojos de doña Bárbara y sus aliados (entre ellos Balbino Paiba, amante de doña Bárbara y al mismo tiempo –aunque parezca paradójico– administrador de “Altamira”, y Ño Pernalete, el jefe civil complaciente y corrupto) (1) serán el objeto de la lucha de Luzardo. Resulta, aparentemente, un esquema muy simple de oposición entre el bien y el mal.

El contexto histórico de producción de la obra y de recepción por parte del público lector determinaron, como condicionantes sociales, una lectura quizá demasiado plana y literal de la novela: doña Bárbara, cuyo nombre no es una coincidencia ingenua, fue identificada con el dictador Juan Vicente Gómez, quien de manera directa o a través de vicarios ejerció el poder en Venezuela desde 1908 hasta su muerte, ocurrida en 1935, es decir, durante 27 largos años. Otros personajes de la novela, como Balbino Paiba, Melquíades Gamarra (el Brujeador), Ño Pernalete y los Mondragones, fueron vistos como los personeros de la dictadura gomecista, sin reparos éticos para conjugar represión y rapiña en su propio beneficio. Esa lectura se sumó a la idealización del Llano y de sus manifestaciones socioculturales e identitarias como representaciones simbólicas de Venezuela.

Doña Bárbara, sin embargo, es un personaje susceptible de otras interpretaciones y lecturas (2), entre ellas las relativas a sus orígenes indígenas. Queda descrita como una “devoradora de Hombres” (título del capítulo III de la primera parte):

“No obstante este género de vida [voracidad, violencia, lujuria] y el haber traspuesto ya los cuarenta, era todavía una mujer apetecible, pues si carecía en absoluto de delicadezas femeniles, en cambio, el imponente aspecto del marimacho le imprimía un sello original a su hermosura: algo de salvaje, bello y terrible a la vez.

Tal era la famosa doña Bárbara: lujuria y superstición, codicia y crueldad, y allá en el fondo del alma sombría, una pequeña cosa pura y dolorosa: el recuerdo de Asdrúbal, el amor frustrado que pudo hacerla buena. Pero aun esto mismo adquiría los terribles caracteres de un culto bárbaro que exigiera sacrificios humanos: el recuerdo de Asdrúbal la asaltaba siempre que se tropezaba en su camino con un hombre en quien valiera la pena hacer presa” (1a parte, cap. III).

El retrato de la “doña” la dibuja como inescrupulosa, avara, sensual y terrible. Sus orígenes, empero, arrojan otras pistas interpretativas.

c.- Los orígenes de Barbarita

Una hermosa frase de la novela, cargada de lirismo y poesía del paisaje, evoca los orígenes de doña Bárbara:

“¡De más allá del Cunaviche, de más allá del Cinaruco, de más allá del Meta! De más lejos que más nunca –decían los llaneros del Arauca, para quienes, sin embargo, todo está siempre: ‘ahí mismito, detrás de aquella mata’. De allá vino la trágica guaricha. Fruto engendrado por la violencia del blanco aventurero en la sombría sensualidad de la india, su origen se perdía en el dramático misterio de las tierras vírgenes” (1a parte, cap. III, itálicas añadidas).

Se infiere que Barbarita era hija de una mujer indígena, del pueblo baniva (como se desprende de la cita que se inserta a continuación), y de un hombre no indígena. Es importante resaltar la idea de la “sombría sensualidad”, que más adelante nos permitirá inferir algunos aspectos del carácter atribuido a doña Bárbara. Su madre habría muerto cuando Barbarita era aún una niña y, tras conocer breve y fugazmente el amor idílico en la figura de Asdrúbal, la doncella fue violada cruelmente por el capitán y los marineros del bongo donde servía y había trabajado también su madre. Así, pues, el narrador declara que fue salvada por el viejo y leal Eustaquio, quien impidió el terrible destino de su venta por parte del capitán del bongo a un turco que mantenía una especie de harén:

“De sus manos la rescató aquella noche Eustaquio –viejo indio baniba que servía de piloto en la piragua, solo por estar cerca de la hija de aquella mujer de su tribu, que, a la hora de sucumbir a los crueles tratos del capitán, le recomendó que no le abandonase a la guaricha–; pero ni el tiempo, ni la quieta existencia de la ranchería donde se refugiaron, ni el apacible fatalismo que el son de los tristes yapururos removía por instantes en su alma india, habían logrado aplacar la sombría tormenta de su corazón: un ceño duro y tenaz le surcaba la frente, un fuego maligno le brillaba en los ojos.

Ya solo rencores podía abrigar su pecho, y nada la complacía tanto como el espectáculo del varón debatiéndose entre las garras de las fuerzas destructoras. Maleficios del Camajay-Minare –siniestra divinidad de la selva orinoqueña–, el diabólico poder que reside en las pupilas de los dañeros y las terribles virtudes de las hierbas y raíces con que las indias confeccionan la pusana para inflamar la lujuria y aniquilar la voluntad de los hombres renuentes a sus caricias, apasiónanla de tal manera, que no vive sino para apoderarse de los secretos que se relacionen con el hechizamiento del varón” (1a parte, cap. III).

Magia, filtros amorosos (la pusana), hechizos y sensualidad parecen mezclarse en la presentación que se hace de la joven doña Bárbara tras el infausto episodio de su violación.

“También la iniciaron en su tenebrosa sabiduría toda la caterva de brujos que cría la bárbara existencia de la indiada. Los ojeadores que pretenden producir las enfermedades más extrañas y tremendas solo con fijar sus ojos maléficos sobre la víctima; los sopladores, que dicen curarlas aplicando su milagroso aliento a la parte dañada del cuerpo del enfermo; los ensalmadores, que tienen oraciones contra todos los males y les basta murmurarlas mirando hacia el sitio donde se halla el paciente, así sea a leguas de distancia, todos le revelaron sus secretos, y a vuelta de poco, las más groseras y extravagantes supersticiones reinaban en el alma de la mestiza.

Por otra parte, su belleza había perturbado ya la paz de la comunidad. La codiciaban los mozos, la vigilaban las hembras celosas, y los viejos prudentes tuvieron que aconsejarle a Eustaquio: ―Llévate a la guaricha. Vete con ella de por todo esto.

Y otra vez fue la vida errante por los grandes ríos, a bordo de un bongo, con dos palanqueros indios” (1a parte, cap. III, itálicas añadidas).

El hecho de que a Barbarita y a su protector Eustaquio los acompañasen palanqueros indígenas, además de la procedencia étnica de su propia madre, refuerza la idea del origen, la identidad y la cultura indias de la joven. El narrador también destaca dicho origen:

“Presentía el fracaso de las esperanzas puestas en la entrega de sus obras, y el fatalismo del indio que llevaba en la sangre la hacía mirar ya, a pesar suyo, hacia los caminos de renunciación. Las evocaciones del pasado, de su infancia salvaje sobre los grandes ríos de la selva, fueron formas veladas de una idea nueva en ella: la retirada” (3a parte, cap. XIV, itálicas añadidas).

De igual manera dicho origen y la vinculación a los ríos y, por extensión a la selva donde en el imaginario social viven los indios, se reitera en esta frase: “la fascinación del paisaje fluvial, la intempestiva atracción de los misteriosos ríos donde comenzó su historia… ¡El amarillo Orinoco, el rojo Atabapo, el negro Guainía!…” (3a parte, cap. XIII).

Es de resaltar, asimismo, la visión despectiva de las prácticas mágico-religiosas y medicinales, parte de saberes y haceres ancestrales, que emplea el narrador: “tenebrosa”, “bárbara existencia de la indiada”, “ojos maléficos” y “las más groseras y extravagantes supersticiones”. Sucede lo mismo cuando Melquíades Gamarra, el Brujeador, descalifica la visión que tiene doña Bárbara del aspecto de Santos Luzardo a través de un vaso de agua y lo refrenda de igual manera el narrador:

“Pero [Balbino Paiba] se interrumpió para observar lo que entretanto hacía doña Bárbara.

Acababa de servirse un vaso de agua y se lo llevaba a los labios, cuando, haciendo un gesto de sorpresa, echó atrás la cara y se quedó luego mirando fijamente el contenido del envase suspendido a la altura de sus ojos. En seguida la expresión de extrañeza fue reemplazada por otra de asombro.

―¿Qué pasa? ―interrogó Balbino.

―Nada. El doctor Luzardo que ha querido dejarse ver ―respondió, mirando siempre el agua del vaso.

Balbino hizo un movimiento de recelo. Melquíades dio un paso hacia la mesa, y apoyando en esta la diestra, se inclinó a mirar también el embrujado envase, y ella prosiguió, visionaria:

―¡Simpático el catire! ¡Qué colorada tiene la cara! Se conoce que no está acostumbrado a los soles llaneros. ¡Y viste bien!

‘El Brujeador’ se retiró de la mesa con estas frases mentales:

―Perro no come perro. Que te crea Balbino. Todo eso te lo dijo el peón.

Era, en efecto, una de las innumerables trácalas de que solía valerse doña Bárbara para administrar su fama de bruja y el temor que con ello inspiraba a los demás. Algo de esto sospechaba Balbino, pero, sin embargo, la cosa lo impresionó:

―¡Tres Divinas Personas! ―invocó entre dientes, agregando en seguida―: ¡Por si acaso!

Entretanto, doña Bárbara había depositado el vaso sobre la mesa, sin llevárselo a los labios” (1ª parte, cap. VI, itálicas añadidas).

El narrador insiste, con una visión positivista, en desacreditar los poderes extrasensoriales de doña Bárbara:

“En cuanto a la conseja de sus poderes de hechicería, no todo era tampoco invención de la fantasía llanera. Ella se creía realmente asistida de potencias sobrenaturales y a menudo hablaba de un ‘Socio’ que la había librado de la muerte, una noche, encendiéndole la vela para que se despertara a tiempo que penetraba en su habitación un peón pagado para asesinarla, y que desde entonces se le aparecía a aconsejarle lo que debiera hacer en las situaciones difíciles o a revelarle los acontecimientos lejanos o futuros que le interesara conocer. Según ella, era el propio milagroso Nazareno de Achaguas; pero lo llamaba simplemente y con la mayor naturalidad: ‘El Socio’, y de aquí se originó la leyenda de su pacto con el diablo.

Mas, Dios o demonio tutelar, era lo mismo para ella, ya que en su espíritu, hechicería y creencias religiosas, conjuros y oraciones, todo estaba revuelto y confundido en una sola masa de superstición, así como sobre su pecho estaban en perfecta armonía escapularios y amuletos de los brujos indios, y sobre la repisa del cuarto de los misteriosos conciliábulos con ‘el Socio’, estampas piadosas, cruces de palma bendita, colmillos de caimán, piedras de curvinata y de centella, y fetiches que se trajo de las rancherías indígenas consumían el aceite de una común lamparilla votiva”. (1a parte, cap. III, itálicas añadidas).

En cuanto a la sensualidad, el narrador señala una mezcla de erotismo y codicia por el dinero y las riquezas, el poder para subyugar y disminuir al macho:

“Tocante a amores, ya ni siquiera aquella mezcla salvaje de apetitos y odio de la devoradora de hombres. Inhibida la sensualidad por la pasión de la codicia, y atrofiadas hasta las últimas fibras femeniles de su ser por los hábitos del marimacho –que dirigía personalmente las peonadas, manejaba el lazo y derribaba un toro en plena sabana como el más hábil de sus vaqueros, y no se quitaba de la cintura la lanza y el revólver, ni los cargaba encima solo para intimidar–, si alguna razón de pura conveniencia –la necesidad de un mayordomo incondicional en un momento dado, o, como en el caso de Balbino Paiba, de un instrumento suyo en el campo enemigo– la movía a prodigar caricias, más era hombruno tomar que femenino entregarse. Un profundo desdén por el hombre había reemplazado al rencor implacable” (1a parte, cap. III, itálicas añadidas).

Un aspecto adicional es la negación de la maternidad, tal como lo presenta el narrador al describir el estado de ánimo y las acciones de doña Bárbara tras el nacimiento de su única hija, Marisela:

“Ni aun la maternidad aplacó el rencor de la devoradora de hombres; por el contrario, se lo exasperó más: un hijo en sus entrañas era para ella una victoria del macho, una nueva violencia sufrida, y bajo el imperio de este sentimiento concibió y dio a luz una niña, que otros pechos tuvieron que amamantar, porque no quiso ni verla siquiera.

Tampoco Lorenzo se ocupó de la hija, súcubo de la mujer insaciable y víctima del brebaje afrodisíaco que le hacía ingerir, mezclándolo con las comidas y bebidas, y no fue necesario que transcurriera mucho tiempo para que de la gallarda juventud de aquel que parecía destinado a un porvenir brillante, solo quedara un organismo devorando por los vicios más ruines, una voluntad abolida, un espíritu en regresión bestial.

Y mientras el adormecimiento progresivo de las facultades –días enteros sumido en un sopor invencible– lo precipitaba a la horrible miseria de las fuentes vitales agotadas por el veneno de la pusana, la obra de la codicia lo despojó de su patrimonio” (1a parte, cap. III).

Al final de la novela, sin embargo, como parte del viaje psicológico de doña Bárbara, se produce una reconciliación con su rol de madre, tras incluso haberse sentido tentada a cometer un filicidio (capítulos XIV y XV de la 3a parte). De hecho, experimenta el amor materno: “Se quedó contemplando largo rato a la hija feliz, y aquella ansia de formas nuevas que tanto la había atormentado tomó cuerpo en una emoción maternal, desconocida para su corazón” (3a parte, cap. XIV).

Es de gran relevancia subrayar la expresión “bárbara existencia de la indiada”, que guarda claves importantes para correlacionarlas con el nombre de la protagonista de la novela y entender su carácter y caracterización.

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Notas

(1) Sobre Ño Pernalete y los jefes civiles ver Biord (2004 a, b).

(2) Ver las consideraciones sobre la simbología de doña Bárbara en Liscano (1961) y sobre distintos aspectos psicológicos del personaje en Ramos Calles (1979) y Salvatierra (1970 II: 147-195).

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Publicado en Baquiana (Miami, Estados Unidos de América) Nº 109-110 / enero-junio 2019 (versión electrónica: URL: https://baquiana.com/xx-109-110-enero-junio-2019-ensayo-ii/).


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