Mi relación con los poetas suele comenzar gracias a un casual encuentro con alguno de sus poemas. A veces no paso de una sola línea. Tantos años transcurrieron sin ir más allá de “me gustas cuando callas porque estás como ausente”, sin saber de esa boca que aún espera recibir un beso. En otros casos el poema es tan breve que resulta imposible levantar la mirada y no llegar hasta el final:

“Pon tu frente sobre mi frente y tu mano

en mi mano.

Y hazme los juramentos que romperás

mañana.

Y lloremos hasta que amanezca,

mi pequeña fogosa”.

Apenas me emociono con lo que vislumbro, se despierta una curiosidad que no le da tiempo al deleite de asentarse y necesito conocer la vida, en este caso de Verlaine, como si su biografía fuera más importante y reveladora que sus escritos.

Quizás esta mala costumbre se deba a una falta de sensibilidad o a una grave e irreparable falla en mi formación. A pocas cosas le temo más que a la poesía. Alguna herida o escozor debe haber dejado el provenir de una familia que la despreciaba. En una vasta población de tíos y primos, nunca escuché recitar o evocar un poema. La única excepción es mi padre afeitándose con una maquina eléctrica mientras repite a viva voz todas las mañanas frente al espejo:

“Bajel pirata que llaman

por su bravura el temido

en todo el mar conocido

del uno al otro confín”.

Al llegar a los retoques finales en el mentón y las comisuras, se dificultaba su entonación y declamaba a Espronceda con los labios entumecidos de los borrachos:

“Y si caigo, ¿qué es la vida?

Por perdida ya la di,

cuando el yugo del esclavo,

como un bravo, sacudí”.

El arte no era bien visto en los encuentros domingueros y consanguíneos. Si acaso se rozaba el tema, los adultos usaban un acento de capataz llanero con cadencia desdeñosa, adornada con alguna vulgaridad desmedida que alejara cualquier dejo de mariconería.

En la larga y pantagruélica mesa de la abuela escuché a un invitado, a quien se tenía por enterado y futurista, asegurar que Picasso era un fraude y ya faltaba muy poco para que la humanidad entera descubriera su engaño. En ese entonces me gustaba la pintura (la expresión más accesible a los niños, capaces de hacer insólitos garabatos antes de escribir o tocar un instrumento), y me dio una aprensión cercana a la paranoia imaginar un mundo donde Picasso sería considerado un soberano farsante. Casi podía ver los titulares en letras imponentes: “Todo era mentira”.

Comenzando la adolescencia, me adentré en biografías aferrado a la mano de Stefan Zweig, un territorio viril, sensato, alejado de la locura y los barrancos. Leí desde Fouché, el genio tenebroso, hasta María Antonieta y su rimbombante viaje a la guillotina. No sabía entonces que Zweig también había escrito una biografía sobre Verlaine.

Cuando me asomé hace unas cuantas décadas a las estrofas sobre fogosos juramentos que solo duran una noche de amor, acudí a un amigo que algo conocía sobre el poeta y me contó de su tormentosa relación con un adolescente llamado Rimbaud. Acabo de leer finalmente la versión del propio Zweig, quien al iniciar el capítulo titulado “El episodio Rimbaud”, nos advierte que el comienzo es simple, el clímax grandioso, tan salvaje y remontando tales alturas, que al final ya no puede ser una tragedia sino una tragicomedia.

El caso es que llegué a la muerte de Rimbaud habiendo leído de sus poemas solo algunos de los títulos. Debo decir a mi favor que no es poca cosa saber que puede existir Una temporada en el infierno. Es fascinante la historia de cómo Rimbaud culmina el basamento de un legado inmensurable antes de cumplir los veinte años, y abandona para siempre la literatura pasando a ser un traficante de armas en Etiopía (algún historiador añade esclavos al lote), hasta perder una pierna y poco más tarde la vida. Este quizás sea el ejemplo más crudo de mi irrefrenable manía de ir al final de la vida de los poetas sin pasar por su obra, o apenas parpadeando, como quien se asusta con un espanto en vez de adentrarse en un prodigio.

Supongo que algo ha ido cambiando sin darme cuenta, porque hace unos días tuve la suerte de tomar la ruta contraria. Comencé enterándome de la muerte de un poeta, luego averigüé sobre su vida y finalmente entré de cabeza en su obra, ideal por su brevedad para una inmersión, por fin, exhaustiva.

Rubén Ackerman era unos cuatro años menor que yo (no sé si con su muerte la diferencia se acorte o se alargue). Nunca lo conocí, pero tengo la sensación de haberlo visto muchas veces, como si solo hubiera hecho falta girar unos grados para darnos la mano y ser amigos para siempre.

Ojalá puedan ver la foto que le tomó Vasco Szinetar. Está al lado de un árbol del que solo vemos el tronco, nada de ramas o raíces, sembrado entre una acera y un muro que lo definen como una especie urbana y solitaria. Curiosamente, o fríamente estudiado por Vasco, el árbol y el poeta tienen el mismo grueso y casi la misma inclinación. Ackerman (a partir de ahora usaré solo el apellido para que parezca un cuento de Borges) tiene los brazos cruzados pero sus manos abiertas, un estado intermedio de defensa. La mirada es atenta, aparentemente plácida, pues también asoma una inflexión de desdén. Los ojos lucen tan entrecerrados como los labios. El entorno de sus cabellos, nada escasos, exhala la blancura de cuando la luz quema el negativo. Pareciera no tomarse en serio que la foto podría ser trascendental, y creo que lo es; no creo que nadie haya plasmado mejor su posición ante el mundo, salvo el mismo Ackerman con sus poemas.

Me quedo largo rato observando su apariencia, su edad, su aura, como si estuviera afinando un instrumento antes de escucharlo. Es el cierre de su vida lo que me ha atraído y me irá llevando lentamente al principio y las consecuencias. Espero que este tránsito no se alargue, que no se apodere de mí y convierta en un intento de novela el cuento que quiero compartir, aliviando la culpa por no haber dado ese giro y extendido la mano para felicitarlo, o para agradecerle que me haya hecho más frágil y, por lo tanto, un mejor hombre.

Ackerman estudió sicología y sociología. No recuerdo en qué orden y creo que en ambas estaba de paso. En el resumen de su vida plasmado en una esquela apresurada anotan “profesión publicista”, como si publicista fuera poca cosa y necesitara una aclaratoria. Quisiera creer, para darle fuerza y tono a este cuento, que su vida era errática, despreocupada, con algunos excesos y sin los éxitos económicos que todo lo justifican. O quizás esa era la apariencia, la fachada de una búsqueda profunda, tenaz, desesperada. Y en este punto debemos saltar, sin miedo de hundirnos más de la cuenta, al tema iniciático del hogar, de la madre, un trance ineludible en toda vida que puede ser desgarrador en el caso de los poetas. No en balde Baudelaire lo llevó a los límites del espanto. Apenas comienza Las flores del mal, suelta una andanada contra la misericordia y el amor maternal, que titula para hacerla aún más sacrílega: “Bendición”.

“Cuando, por un decreto de las potencias supremas,

El Poeta aparece en este mundo hastiado,

Su madre espantada y llena de blasfemias

Crispa sus puños hacia Dios, que de ella se apiada:

―¡Ah! ¡no haber parido todo un nudo de víboras,

Antes que amamantar esta irrisión!

¡Maldita sea la noche de placeres efímeros

En que mi vientre concibió mi expiación!

Puesto que tú me has escogido entre todas las mujeres

Para ser el asco de mi triste marido,

Y como yo no puedo arrojar a las llamas,

Como una esquela de amor, este monstruo esmirriado,

¡Yo haré rebotar tu odio que me agobia

Sobre el instrumento maldito de tus perversidades,

Y he de retorcer tan bien este árbol miserable,

Que no podrán retoñar sus brotes apestados!”.

En resumen, si es que en esos versos puede haber lugar para tal cosa, el nacimiento de un poeta es una maldición que habrá de marcar su vida en un continuo afán por demostrarle a la madre, a la maternidad, al vientre, al mundo donde fue concebido, que ha venido a traer alegría y sabiduría. Si el objetivo de la vida, como dice Georg Simmel, es generar más vida, nadie puede discutirle al poeta su lugar frontal en la marcha de los exploradores que buscan nuevos territorios donde generarla. Y a veces tienen algo de suerte, como propone también Baudelaire, para hallar un remanso y permitirse suspirar:

“Sin embargo, bajo la tutela invisible de un Ángel,

El Niño desheredado se embriaga de sol,

Y en todo cuanto bebe y en todo cuanto come,

Encuentra la ambrosía y el néctar bermejo.

Él juega con el viento, conversa con la nube,

Y se embriaga cantando el camino de la cruz;

Y el Espíritu que le sigue en su peregrinaje

Llora al verle alegre cual pájaro de los bosques.

Todos aquellos que él quiere lo observan con temor,

O bien, enardeciéndose con su tranquilidad,

Buscan al que sabrá arrancarle una queja,

Y hacen sobre Él el ensayo de su ferocidad”.

Hasta donde sé y quiero saber, Ackerman no andaba exhibiendo este designio, aunque lo sufriera o lo gozara. Por un largo tiempo daba la impresión de gustarle más la obra de los poetas que escribir poesía. Voy a acelerar episodios que ignoro para llegar al placer que sentía asistiendo a los talleres de poesía de Armando Rojas Guardia, Cecilia Ortiz, Gabriela Kizer, Edda Armas, hasta el día en que Edda le hace una propuesta que cambiará su ubicación en el templo. De apacible espectador va a pasar a ser un pájaro en el bosque. El espíritu que lo ha venido siguiendo en su peregrinaje lo va a alcanzar y aferrarse a su canto.

―Ackerman, tú eres un poeta. Vamos a hacer un libro con tus poemas.

―¿Y como cuánto costaría?

―Nosotros nos encargamos. Tenemos una editorial con el apoyo de Cruz-Diez.

―¿Y cuánto puedo aspirar a ganar?

―¡Por favor! Estamos hablando de libros de poesía.

¿Parece frívolo introducir este extracto de diálogo? No lo creo. Si en verdad fue publicista, por vocación o descarte, el pragmático asunto de los costos y las ganancias sería parte de su profesión. Pero no es el caso. Edda se rió mucho recordando este breve intercambio con el autor novato. Era parte de su joda, para usar el término exacto de una disciplina en la que Ackerman fue también un profesional.

El libro es una belleza por lo imperceptible. En una paca de correo se confundiría con cartas y folletos banales, hasta que fijas la vista en la portada y descubres un aporreado manuscrito que estuvo a punto de perderse. Lo sentí ingrávido, el compañero ideal para ese tránsito hacia el sueño donde un libro ostentoso resulta un estorbo al reposar inerte en nuestro pecho. Es poco más grueso que una sábana de algodón o una pijama veraniega. Me refiero al objeto, no al sujeto que nos habla aunque paseemos la vista con prisa o cansancio, o, en mi caso, con aprensión y desconcierto. Se titula Los ausentes. Este nombre significa tantas cosas que parece incluirnos. La ausencia puede ser la forma más dramática de estar presente. En el caso de Ackerman, sería también una pista, una premonición.

El efecto de su publicación fue inmediato. Tanto quienes dirigen los talleres de poesía, como sus amigos de tragos, de colegio y universidad, y alguna de sus primeras novias, y varios de sus primos hermanos, y olvidados compañeros de sus diversos trabajos, celebran la noticia como una remota sospecha de la que ahora están seguros y orgullosos.

En estos tiempos de giros y revolcaderos, cuando la clase alta caraqueña sueña con ser sefardita para obtener un pasaporte español, podemos hablar con efusión de la comunidad judía, que también acude emocionada a la fiesta del nacimiento de su nuevo poeta. Yo encuentro a los judíos fascinantes –una forma liviana de racismo–, apremiados, incluso constreñidos, a ser muy ricos o geniales, o ambas cosas. Ackerman ha accedido a la segunda opción, más milenaria y con más resonancia al vincularlo con los doce profetas menores. Habrá recitales, entrevistas, abrazos al ritmo de “yo siempre lo supe”. Quizás alguien comience a observarlo con temor, algunos con ferocidad o enardecidos ante su aureola, pero ahora son gajes del oficio y ya no los flancos débiles de un pichón viejo e inseguro.

El siguiente paso será enviar el libro a un certamen hispanoamericano de poesía, el Festival de la Lira en Cuenca, Ecuador. Es un trámite que se hace con más disciplina que esperanza. Los editores cumplen su tarea inscribiendo el libro delgado y pequeño de un poeta primerizo y desconocido en el concurso de poesía más importante de Hispanoamérica.

Los ausentes llega en segundo lugar. El primer lugar suele ser para la versión fuerte e indiscutible, incluso previsible. El jurado no quiere complicaciones, y además, le dará lustre al concurso el peso de las grandes editoriales, como el Fondo de Cultura Económica, y de un poeta ya conocido y garantizado. El segundo es el del riesgo, de la sorpresa, un testimonio de diversidad y un adorno anecdótico a favor de las minorías, con el agradecimiento incondicional de los que nada esperan.

Cuando Ackerman recibe una llamada con la noticia se le exige prudencia. Nada de declaraciones a la prensa criolla. Hay que esperar al acto solemne en Cuenca, cuando se darán los nombres de los triunfadores como si acabaran de sacarlos de un biombo.

Mantener en secreto una buena nueva puede ser tan grato como disimular una sonrisa o el placer de una cosquilla, sobre todo cuando sus efectos y constatación comienzan a ser evidentes. Al poeta le han enviado un pasaje de avión ida y vuelta, más tres días de estadía en un buen hotel, desayuno, almuerzo y cena incluidas, una inmensa recompensa por algo que le apasiona hacer y no puede evitar. Es como que te paguen por comer y beber lo que te gusta, y Ackerman, hasta donde sé, fue siempre un gran comelón y bebedor.

Llega a Cuenca un miércoles en la tarde con la actitud prudente que le han impuesto, y resulta que lo reciben de manera espléndida, con los efluvios de esa exagerada solemnidad andina. La ciudad es muy bella, refundada sobre las ruinas de un asentamiento incaico y cruzada por cuatro ríos. Al estar a 2.550 metros sobre el nivel del mar, debe producir en quienes llegan un efecto de jet lag similar al de un vertiginoso ascensor. He oído que está de moda entre los ingleses jubilados. Alguien descubrió y propagó que tenía los aires más sanos del mundo y los turistas, apenas llegar, tienden a respirar profundamente, olfateando el prodigio y buscando oxígeno para compensar los efectos de la altura. Ackerman estaría de acuerdo en que algo especial flota en el aire; añádase el enrarecimiento que da la fama. La noche de su llegada, o el jueves muy temprano, le envía un mensaje a su mentora:

“Edda, esta ciudad es maravillosa. Aquí podría quedarme a vivir para siempre”.

Ese mismo jueves, entre el caer de la tarde y los inicios de la noche, será el acto oficial. Ackerman ya tiene nuevos amigos y al sentarse en la mesa para almorzar, bien servido y mejor rodeado, debe preparar su espalda para abandonar el papel de atento espectador y ser el centro de atracción, el elemento novedoso, un epicéntrico outsider. Ya no calla ni está como ausente, o, si lo hace, tiene la magnética energía que propone Neruda. Debe haberla pasado muy bien. Está entre colegas, entre socios de sus misterios, entre compinches y cómplices. La poesía tiene ese aire conspiratorio, el hermetismo de un lenguaje secreto y antiquísimo que siempre se está acabando de inventar.

Termina el distendido almuerzo y los brindis de los últimos fondos en las botellas. Ackerman se siente muy cansado, una sensación clásica del segundo día de viaje entre los que abusaron del primero. En el restaurante del hotel hay un pequeño apartado con un cómodo sofá para estos casos. Allá se van Ackerman y Armando Rojas Guardia a conversar con la amistosa confianza que permite a las palabras distanciarse en una breve siesta antes del espectáculo.

Y aquí debo contenerme. Podría hablar sobre Armando durante varios días. Lo conozco desde que éramos niños en Villa Loyola y le tengo un aprecio que no sé si es de abuelo o de nieto. En esta narración, que ya se precipita hacia su final, voy a resistir las ganas de extenderme hasta desvariar. Me limito a asegurar que Armando conoce varios cielos y varios infiernos, y no hay mayor sabiduría que conocer de primera mano alternativas para ambas instancias. No está errado el slogan: “En la variedad está el gusto”. Lo cierto, lo infalible, es que no existe un mejor compañero para el siguiente trámite y trance, la muerte de Ackerman por un infarto que los expertos juzgarán masivo y prefiero calificar de culminante y poético.

La noticia correrá con más prisa entre los organizadores del acto que entre los médicos y enfermeros encargados de tratar lo que ha dejado de ser una emergencia. Las preguntas sobre si se suspende la ceremonia nunca llegarán a ser tomadas realmente en serio. No se trata del primer premio y faltan apenas un trío de horas. Ya están aguardando tras un telón a punto de abrirse cuerpos de bailes folklóricos con la energía de un tumulto. ¿Cómo detener la afinación de tantos violines y metales, las bandejas de bocaditos y dulces típicos, los premios con la lira de Orfeo vaciada en imitación de estaño, las orquídeas en cerámica como consolación para los últimos lugares? El presidente del jurado ya no puede detener por más tiempo su discurso inaugural: “Si hubieran más iniciativas de la banca, como la del banco del Austro, para apoyar el Festival de la Lira, quizás tendríamos todavía esperanza”.

La ganadora del primer lugar, Minerva Margarita Villareal, ganadora de decenas de certámenes, como el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes por su libro Las maneras del agua (no puedo dejar de señalar las coincidencias acuáticas), estando sana, salva y ya maquillada en su habitación del hotel, contacta a Edda Armas, quien se encuentra en Venezuela, lejana a la crisis de ceremonia y protocolo. Le cuenta que acaba de recibir la llamada urgente de una secretaria del banco del Austro preguntándole dónde debe depositarle el premio. La secretaria está afanosa, estresada, como si estuviera enfrentando una letal epidemia. Ha tratado de contactar al segundo premio y le han dicho que acaba de fallecer, y ya no sabe qué hará con sus 5.000 dólares.

Un problema de transacción ha sido la vía más expedita para esparcir una noticia tan triste, una demostración fehaciente, tal como lo desarrollará el presidente del jurado con más delicadeza y elegancia al insistir en lo importante que es “la esperanza” (es decir, el dinero para los poetas). No es que el oficio los haga más codiciosos o más necesitados, es simplemente que la relación con lo metálico siempre les resulta tan insólita, inesperada; “tragicómica”, como diría el ponderado Stefan Zweig.

Los periodistas se irán encargando de ordenar los hechos que durante la ceremonia resultaron difíciles de entender. Los surfistas de la historia suelen ser tan insensibles, tan disparatados, a veces burlescos, como decir del autor de Los ausentes que “su ausencia fue notable en la premiación”; o señalar sin pudor que “el extinto poeta nació en Caracas en 1954”. ¿Acaso no han aprendido que “extinto” es el calificativo más temido para un escritor?

La saga de Cuenca se extenderá al resto de la semana: “Los restos del poeta venezolano Rubén Ackerman, quien falleció en Cuenca, llegaron a Quito la noche del viernes 10 de noviembre del 2017. El Banco del Austro, entidad que apoya a este certamen internacional, realizó con personal especializado todos los trámites legales para el traslado. Su repatriación ahora depende de las gestiones del Ministerio de Relaciones Exteriores y Movilidad Humana del Ecuador”.

Hasta aquí llega el tramo de crónica que me atrevo a trascribir. No sé cuánto cuesta repatriar a un poeta muerto ni qué ocurrió con los 5.000 dólares.

Me ha dejado ensimismado la noticia que intentó ser más compasiva: “La ganadora del premio Lira de Oro, notable exponente del neo-misticismo, dijo en su discurso que en medio de la tristeza lo que le consuela es que Ackerman murió haciendo poesía, con gente de literatura”.

Ciertamente puede ser un consuelo, pero no podemos limitarnos a su estancia en Cuenca, las 24 horas casi exactas en su ciudad favorita.

Aristóteles se pregunta si la felicidad se adquiere por la práctica de la virtud y el largo aprendizaje de una lucha constante, o si es más bien el efecto de algún favor divino, o acaso el resultado del azar. También se pregunta si podemos afirmar que un hombre es dichoso mientras tenga vida, o debemos esperar a ver el fin, pues solo después de su muerte, cuando ya está fuera del alcance de todos los males y de todos los infortunios, sabremos si realmente conoció la felicidad.

De estas reflexiones no me interesan las respuestas sino las preguntas, esa complejidad que merece toda nuestra atención y ocupa buena parte de nuestras pesadillas.

Gracias a Fernando Adam, quien me prestó un libro de sesenta páginas hace una semana, hoy me atrevo, quizás un poco tarde y lloviendo sobre mojado, a invitarlos a compartir una delicada y descarnada visión de cómo se conjuga la felicidad plena con la felicidad de los instantes, la presencia y la ausencia, la vida y la muerte de Rubén Ackerman.

Ars poética

Lo mejor es detener el tiempo

cuando los dados

están en el aire

a punto

de caer

y permanecer con la emoción para siempre

pero Dios o el azar

colocan el destino sobre la mesa

Lo mejor

es quedar suspendido

Pero el reloj nos traiciona

y pronto nos visita el cobrador de la luz

o la suegra viene a darnos un consejo muy atinado

Lo mejor es el espacio

entre la inspiración y la expiración

cuando los pensamientos se ausentan

y somos livianos

calientes

inocentes

Lo mejor es cuando Dios duda de todo y de sí mismo

en el intervalo entre la fe y el ateísmo

cuando la verdad se pliega o se despliega

y nos desmoronamos levantándonos

Lo mejor es quedar suspendidos

abrazados

sin regresar

al polvo y a la tierra.

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Los ausentes

Rubén Ackerman

Dcir Ediciones

Caracas, 2016


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