Todo es política, todo es dinero: absolutos. Así se impone un pensamiento monolítico. Se entra en un lugar donde los extremos son invocados: uno solo de ellos, un solo extremo: no existe el otro. Revive el maniqueísmo y los matices son borrados. Una sola mirada, un solo pensamiento, una sola voz.  Conmigo o contra mí. Más nada. 

Mientras, el poeta debe elegir. O canta usando la voz impuesta o emprende el camino para encontrar y dejar escuchar su verdadera voz así sea disonante, que de eso se trata. 

Pero lograr cantar con su propia voz lo coloca en un margen, en disidencia y en desobediencia. El poeta para ser debe desobedecer las normas impuestas por ese padre totalitario. La evasión, la fuga imaginativa no resolverán el conflicto. Se puede ser un turista de la poesía, pasear por lugares, fotografiarlos, pero no vivirlos. De alguna forma, el turista se evade en otro paisaje y es probable que en el suyo también. Se puede ser un viajero y vivir esa calle desconocida, esos otros que caminan al lado, esos lugares sin brillo y sin menciones en las guías turísticas junto a los más luminosos y recomendados lugares. 

El poeta como un viajero avezado, se mueve entre sombras y luces, entre su voz íntima y la voz colectiva para así ser la voz de su tribu, una expresión que ya es lugar común gastado, perdido su significado original, su fuerza primigenia. Esto es muy obvio y poco inteligente señalarlo pero es relevante subrayarlo en una época donde el yo, más bien su selfie, rige el mundo de las subjetividades. Ante el totalitarismo, el poeta debe ser la voz de las víctimas del poder hegemónico, condición que él mismo comparte: es víctima pero debe apelar a la lucidez para alzar la voz, sobreponerse. Debe ser testigo y dar testimonio del horror. 

Nada fácil encontrar el lugar del testimonio poético. En una época donde Facebook y Twitter son grandes templos evangélicos donde todos deben testificar, pronunciarse, reaccionar, seguir la tendencia, la línea marcada por alguna secreta orden, el poeta atrapado en las coordenadas de una estética y una ética se ve obligado a encontrar un lugar y una perspectiva poética singular, fiel al mandato de la poesía, porque yo todavía creo en lo sagrado que ella encierra y que si hacemos el trabajo interior ella nos muestra el camino. En la otra orilla, el panfleto mira al poeta y un poco más allá, la crónica o el tuit. La poesía prosaica está allí, viendo todo. Así, al poeta le toca una labor cuidadosa casi propiciatoria del milagro para que ese mundo poético que lo habita siga vivo a pesar de la tragedia y de los escombros y para que de él pueda brotar un poema, los poemas. 

Cada quien, conocedor de la naturaleza de su mundo poético, debe profundizar en sus señales y símbolos, escribir sin traicionar ese mundo que se le ha revelado con mayor o menor fortuna,  consciente de que no saldrá a salvo de la situación que enfrenta. 

La huella del totalitarismo permanece por largo tiempo en los hollados. No se supera de la noche a la mañana, la noche es larga y más de lo deseable. Su fuerza hegemónica es usada contra todo y la auténtica poesía no está a salvo de él, pero la historia nos muestra cómo los verdaderos poetas la han resguardado para que siga habitando entre nosotros. Ellos han preservado la masa madre y en sus poemas que registran las vivencias bajo una sociedad y un poder totalitario ha habido lugar para el suceder lírico, poético. No se han dejado asfixiar así sus publicaciones estuvieran prohibidas y sus versos circularan de forma oral. 

Por eso ante nosotros sigue el lugar abierto, un reto, el abismo: la poesía nos ofrece un lugar para habitar y hacer del poema, el cual siempre confiesa algo, un testimonio tanto en lo personal, lo íntimo como en lo colectivo, en diálogo con los otros y en un territorio devastado casi en su totalidad y en todos los sentidos. 


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