Hace unos meses fui a ver una exposición en el Musée de la Photographie de París. Le conté a un amigo sobre el trabajo del fotógrafo. Suelo contarle temas triviales, nimios, cotidianos, y sobre todo aquello que se cruza ante mis ojos, marcando mi retina y resonando en la cavidad del esternón. En realidad mi contarle es algo inútil, pero a veces, como ahora, cuando una de las imágenes del fotógrafo ha vuelto a invadir mi recuerdo, puedo rescatar el cuento y darle “uso” en estas líneas. El cuento del mes de junio rezaba así:

Fui a ver una exposición titulada: MEMORIA, fotografías de James Nachtwey (USA, marzo 1948).

No sabía quién era el fotógrafo, pero sí sabía de qué trataba la exposición antes de ir. Son fotos que golpean por su crudeza, la dureza de las imágenes que muestran, y a la vez están tan bien logradas, en su encuadre, en su expresividad, en la manera en que están presentadas. Se trata de un reportero fotográfico quien se ha dedicado a observar los conflictos del mundo y a plasmar lo que ve. Fotografía el dolor, las injusticias, la violencia… Muestra el sufrimiento y la soledad humana.

Fui a ver una exposición difícil para el ojo, dura para la resonancia en el corazón, más aún cuando afuera la ciudad resplandece alegre de sol de verano… pero igual, me acerqué poco antes de que cerrara el museo. Había leído algo que me hizo pensar en ti. Te traduzco la primera página del catálogo: “Yo fui testigo. Testigo de esa gente a la que han quitado todo –sus casas, sus familias, sus brazos y sus piernas, hasta su discernimiento. Y sin embargo, una cosa no les había sido sustraída, la dignidad, este elemento irreductible del ser humano. Estas imágenes lo atestiguan”.

En una pared leí de Wim Wenders:

“¿Quiénes son estos ‘otros’ por los que James Nachtwey ‘va a la guerra’? ¿Son solo los sujetos de sus fotos, los hambrientos, los moribundos, los muertos, los criminales, los enfermos, los heridos, los que sufren, los horrorizados? O, ¿acaso estos ‘otros’ no nos incluyen a nosotros, los espectadores, desde el primer momento en que nos involucramos con alguna de estas imágenes? ¿Cuando él se convierte en testigo, y se cuadra con su labor, acaso no nos llama también al banquillo de los testigos?

Si este es el caso, entonces, James Nachtwey crea una comunidad entre los sujetos de sus fotografías y nosotros, una comunidad de la cual no nos podemos zafar tan fácilmente. Nos convierte en una humanidad, nada menos ni nada más: una humanidad común. La palabra ‘compasión’ toma su significado original en alemán literalmente de ‘compartir sufrimiento’. No tiene connotación de condescendencia, ni de lástima, sino de verdadera empatía, cuando el sufrimiento de otro se convierte en nuestro también. Nachtwey logra ver las cosas de ambos lados de la humanidad, las víctimas y los espectadores, puesto que su trabajo no está solamente dirigido ‘en contra’ de algo, contra la guerra, la violencia arbitraria, la injusticia o inequidad. Está, sobre todo, dedicado, en su intencionalidad, a las personas que él encuentra en guerras y en sufrimiento; y también, dedicado a nosotros.

Entiendo que la palabra que usaré es algo anticuada y difícil de traducir. Este hombre es un Menschenfreund, un amante de la humanidad, y por lo tanto un enemigo de la guerra. Y, cuando él va directo al corazón de una guerra, lo hace a cuenta nuestra, para forzarnos a mirar de cerca, pero también en nombre de las víctimas, como el testigo ocular que desea testificar a su favor, y por ende contradecir la guerra y su propaganda”.

Cada fotografía es un fragmento de la memoria, capturado en el continuo de la vida del fotógrafo. Al compartir esas memorias, nos hace a nosotros testigos también. Para no olvidar. La memoria es el elemento más importante que tenemos para imaginar un futuro sin volver sobre los errores del pasado… si no, estaremos condenados a repetirnos.

Al ver aquellas imágenes, me sentí pequeña, ínfima… ¡tanto sufrimiento en la humanidad! perpetrado por el hombre mismo. Pensé en nuestra “guerra”, las imágenes venezolanas que allí no están, pero bien podrían aparecer en esas paredes, junto a las de San Salvador, Rwanda, Romania, las hambrunas en Somalia, en Sudán, las armas en Iraq, las luchas de Sudáfrica, Afganistán, las imágenes de tuberculosis y sida, de desastres naturales, las lágrimas de los refugiados de Siria… un padre que no encuentra otro camino que cruzar un río, de agua helada producto de la nieve derretida de las montañas, con su pequeña hija sobre los hombros… debido al cierre de la frontera de Macedonia.

No es gran cosa la que hago al sentarme a contarte; no sirve para mucho o para nada. Es un mirar los “toros” desde la barrera sin entrar en el ruedo… y ni siquiera, pues, no voy a los “toros”, ni estoy en mi país.

Tres meses más tarde, ha vuelto a rondarme la imagen de ese padre que, con el cierre de la frontera de Macedonia, cruza un río helado con su pequeña hija en hombros. Un hombre en busca de una mejor vida para su hija. He pensado en la imagen de esa pequeña niña siria en brazos de su padre como en las de tantos niños venezolanos cruzando a pie nuestra frontera con Colombia. También he recordado a un niño bañado en lágrimas al que vi en el aeropuerto de Maiquetía despidiendo quién sabe si a una hermana, una tía, o incluso a su misma madre. El dolor de aquel niño me perforó el alma.

Esa niñez herida ha vuelto a instalarse en mi ánimo, a raíz de una conferencia a la que asistí recientemente. El orador se preguntaba: ¿Hay que rescatar el “alma de niño”? Abordó el tema como un cuestionamiento filosófico, y realizó un paneo de la posición de diversos filósofos al respecto, para luego contra argumentar con sus propias ideas.

Comenzó por exponer, por leer trozos de Nietzsche, en los que este habla de la metamorfosis del espíritu en camello, de camello en león, y del león en niño. La imagen del camello refiere al “deber ser”, heredado, infligido, al camello pesado que se encamina hacia el desierto, su propio desierto… Entonces, el espíritu se rebela, y surge el león, la voluntad, el “yo quiero” en vez del “yo debo”, la acción voluntariosa, feroz, del león por sí mismo… Después Nietzsche llama a la transformación en niño, a la afirmación del juego inocente y del olvido para así entrever la verdad del mundo… Este muy sucinto resumen recoge las ideas citadas de Así habló Zaratustra. Nietzsche abogó por el proceso, el devenir, la danza del movimiento, por no reducir el “sentido” de la existencia a la pesadez de la moral, del “yo debo”.

Sin embargo, el conferencista pasó a refutar a Nietzsche. Para él esa “ligereza del niño que juega” es una ilusión. Sí hay sufrimiento en el mundo; y el mundo, al niño le es hostil. Inclusive, puntualiza, el niño indefenso ya nace condicionado en su genética, en su herencia social… inclusive, ya inhibe su parte a-social y prohibida (su deseo de matar al padre, tener a su madre para sí solo, todo aquello inconsciente que ya existe en él), y aún así, ese niño es capaz de “maravillarse” ante la realidad. El niño pequeño no imagina, la imaginación aparece más adelante, su maravillarse existe en sus tempranos años ante la realidad que lo rodea. Existe en él la capacidad de “encantamiento”, de asombro, de sorpresa, de estupefacción ante la verdad de lo real, ante el espesor de lo real. Es esa cualidad, la capacidad de maravillarse, lo que prevalece: lo que “es” ante sus ojos, no lo que “debe ser”. Hay algo real que lo fascina, deslumbra e impresiona.

Al tocar la posición racionalista de Descartes, según la cual el hombre debería salir de la ilusión de la niñez, crecer, a través de la razón que vence sobre los sentidos… comentó el conferencista sobre una hija que tuvo el pensador y que tristemente muere a los cuatro años. En la correspondencia del filósofo se puede leer todo el dolor de esa “promesa perdida”.

La infancia es la promesa de un comienzo. Simboliza el espíritu del “comenzar”, aún condicionado por herencia genética, social o elementos inconscientes que nos obsesionen. El hombre es el niño de su infancia. Llevamos esa impronta. Sin embargo, “conservar el alma del niño” se refiere a mantener la promesa del comienzo, aún cuando el campo de lo posible se reduce con el avance del tiempo y de la vida. Es conservar esa vitalidad a pesar de todo aquello que nos determina. Al “crecer” en el conocimiento del sí mismo, en el espacio que queda, sentirnos libres para inventar, para comenzar como un niño. Ese es el juego: conservar la capacidad de maravillarnos, la ligereza dentro de un mundo que no es ligero. He ahí la ambigüedad: libertad dentro de nuestros propios condicionamientos, aún en el olvido (inconsciente). Liviandad a pesar de toda la pesadez. El “alma de niño” llama a conservar la capacidad de ir hacia lo desconocido, aventurarse, con audacia, sin medir los riesgos –como un niño–; vencer esa falta de impulso, ímpetu, arrebato que trae consigo el anticipar los riesgos. Mantener la audacia ligada a una lucidez responsable implica tener confianza en sí mismo dentro de una situación existencial, y lanzarse igual, con conocimiento del riesgo, al mantener el “impulso del comienzo”, la libertad, e “ir”, lanzarse, sin preguntarse si uno está listo… Eso significa el aventurarse en lo real con “un alma de niño”. Conservar la audacia de la infancia sin ser infantil. Es una ligereza lúcida, proceder sin “estar listo”, es un jugar dentro de lo serio. Es la verdad de la risa ante la adversidad, ante la seriedad, ante la tragedia del mundo. Hay sabiduría en esa gravedad liviana.

La creatividad está ligada al error, al intento, al encuentro entre la superficie y el espesor. En el “presente” de la niñez, dejamos de lado los arrepentimientos del pasado, y las preocupaciones por el futuro. Hay potencia y gozo en el comienzo.

El niño absolutamente despreocupado no existe; el niño sí se preocupa, pero juega dentro de la severidad que le rodea, de aquello que percibe, quizás entiende, y todo lo que lleva dentro de sí aún sin conocer. Basta ver a los niños en países en guerra. Basta ver a nuestros niños afligidos, desorientados y todavía sonrientes. No es posible desprenderse de las preocupaciones, pero sí recibirlas con “cierta ligereza”, manteniendo la capacidad de maravillarse, de encantamiento, una relación “mágica”, misteriosa, con lo real.

Deseo que todos esos niños marcados con la impronta del desmembramiento, del desgarre, del exilio, puedan conservar, rescatar, esa “alma de niño”, esa promesa del “comienzo”, esa capacidad de establecer una relación “mágica” con lo real y con el misterio del estar vivo. Les deseo a todos tener cerca el abrigo del amor incondicional de al menos un “otro”. Lo fabulo con “alma de niño”, al estilo Roberto Benigni en La vita è bella, un lector de Dante y algo payaso a la vez, un ser humano digno y bondadoso que con mucha seriedad los cobije, los haga reír, al reírse con lucidez del sentimiento trágico del mundo y de sí mismo.

Helena Arellano Mayz

4 x 2018

15h30


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