Una de las sensaciones que arroja la lectura de las historias publicadas en La vida de nos es que Venezuela comienza a reconocerse, también, como una sociedad de víctimas. Desde vuestra experiencia: ¿se ha incorporado la condición de víctima a la visión o al imaginario de Venezuela?

―La sensación más general en Venezuela es que hemos estado presos de un régimen que ha empleado muchas formas de matar; física, moral y espiritualmente. Nuestras historias muestran eso –a una sociedad rehén y castigada–, pero también muestran a personas que, aún cuando pueden considerarse literalmente víctimas, dejan entrever una condición diferente: la de personas que resisten, persisten y sortean dificultades. Es común que nuestros personajes, curiosamente, no se vean a sí mismos como víctimas, sino como personas enfrentadas a condiciones terriblemente adversas frente a las que ellos no se pueden permitir renunciar. Y los lectores captan eso. Hasta el punto de que encuentran ejemplos de fortaleza en esas historias. Esto quiere decir que la victimización es solo una de las lecturas posibles, tanto de los personajes cuyas vidas narramos como de los lectores. Desde este punto de vista, podríamos decir que, más que historias de víctimas, contamos historias de resiliencia, de fortaleza, de valor.

Solo un ejemplo: una lectora nuestra comentó en Twitter: “Que se detuvieran a describir a Judith movió mi corazón. Esta historia me rompió y me hizo fuerte. Me dio fe y al mismo tiempo mucha rabia”. Se refería a Judith Bront, una madre que perdió a su hijo en el Hospital J.M. de los Ríos y que después de su pérdida se convirtió en activista por los derechos humanos. Otra lectora comentó sobre la historia de Andrea González, una joven que estuvo presa por dos años y medio por un crimen político que no cometió: “Le borraron dos años de su vida, presa en El Helicoide, pero jamás le arrebataron su determinación de seguir siendo grande y mejor persona que sus captores”.

Por comentarios como estos, podemos ver que se ha producido un cambio en la sensibilidad del venezolano, que valora, citando a Milagros Socorro, la aventura individual no en su sentido intimista sino en su impacto sobre el otro. No nos cansamos de decir que quisiéramos ser vistos, más que como un medio de comunicación, como un sitio de reconocimiento entre venezolanos. Y que cuando todo esto que vivimos sea un amargo recuerdo, La vida de nos sirva de museo digital y vivo, donde se pueda apreciar el espíritu de una Nación que resistió a este prolongado intento de aniquilación, que por fortuna hoy parece estar en sus horas menguadas. Y no solo por estas historias de víctimas, porque nosotros publicamos también historias felices y esperanzadoras, de gente que está haciendo cosas significativas pese a las circunstancias.

Otra cuestión fundamental es la advertida por el padre Alejandro Moreno: la nuestra es una sociedad que guarda una necesidad postergada de contar su historia. Según esto, hay un deseo extendido y latente de cada quien, de narrar su caso, de compartir su relato. ¿Cuál ha sido la experiencia de La vida de nos al respecto?

―Pues podríamos decir que hemos comprobado que el padre Moreno tiene razón. En todas las personas cuyas vidas hemos contado observamos el deseo de compartir su experiencia, como una forma de denuncia pero, en el fondo, también como una forma de compartir su relato en un intento de comunión con el otro, con el deseo de ser escuchado. Si no fuera así, La vida de nos, tal como fue concebida, no existiría, porque la materia de nuestro trabajo es esa: los recuerdos de las personas y su voluntad de confiárnoslos. Aunque lo escriba un periodista o un escritor, nuestras historias son testimonios de personas que nos han confiado su narrativa de lo vivido, así que en ese sentido todo lo que hacemos puede leerse como literatura testimonial. De ese modo combatimos la historia única, que es la mayor fantasía de los regímenes totalitarios.

Hay una idea, que está en Milan Kundera, Norman Manea, Danilo Kis y en muchos otros narradores de lo totalitario: que la víctima pierde su capacidad de escuchar y de analizar el mundo que lo rodea. Un personaje de Alexsander Tisma dice: “siempre camino con la cabeza gacha, solo veo mis zapatos rotos”. ¿Podría comentar esta perspectiva?

―Es posible. Ante la desdicha y las duras pruebas a las que nos somete la vida, puede ocurrir que se produzca esa sensación de que el mundo se ha detenido. Pero compartir tu historia es lo opuesto al ensimismamiento. Lo hagas de manera escrita u oral –que es lo que ocurre cuando das tu testimonio para que otro lo escriba–, estás estableciendo un vínculo con el lector. De manera silente le dices que eso que le ocurrió te puede ocurrir a ti, que al final todos somos humanos y por tanto vulnerables. Pero, valga la reiteración: la condición de víctimas es solo una de las lecturas posibles. La otra es la de quien se ha sobrepuesto para poder contarlo. Y en el caso de las historias de injusticia o de dolor, contar es una forma de socializar el infortunio, como dice el psiquiatra y neurólogo francés Boris Cyrulnik.

En la última década, varios pensadores han elaborado una crítica del testimonio: su tendencia a lo unilateral, a lo irrebatible. En algunos casos, incluso, el testimonio adquiere un tono de superioridad moral. ¿Se propone La vida de nos provocar alguna reflexión de la víctima sobre su propio testimonio?

―Esa crítica debe tener sus fundamentos. Puede ser unilateral e irrebatible en el sentido de que es su historia, son sus recuerdos, y no hay que perder de vista que todo ejercicio de memoria es una versión de la realidad, una mirada parcial. Ahora, ¿superioridad moral? Si fuera así, los testimonios no despertaran compasión y empatía, producirían rechazo. Los testimonios son piezas en las que el que cuenta ofrece su visión, honesta y desnuda, del mundo a partir de su propia experiencia. Y tienen un enorme poder sobre las personas que los leen: desarrollan su capacidad de escuchar al otro. ¿Era Scott Fitzgerald quien decía que la parte más hermosa de la literatura era descubrir que tus deseos son deseos universales, que no estás solo, que perteneces?

En cuanto a lo de provocar alguna reflexión de la víctima sobre su propio testimonio, no es que sea un propósito, es que ocurre inevitablemente. La operación de comunicarle a otro lo que has vivido supone poner orden en los recuerdos, ponderar su impacto en la propia sensibilidad, darle sentido a las experiencias. Hay preguntas del entrevistador que apuntan a desentrañar eso de manera natural, porque, al fin y al cabo, se trata de personas conociéndose, comprendiéndose, escuchándose.

En el periodismo que promueve La vida de nos hay, deliberado o no, una revisión profunda de la consideración de la fuente. Aquí las fuentes no tienen carácter oficial. Hablan las personas. ¿Qué requisito ha de cumplir un vocero de La vida de nos?

―Ese es justamente uno de los fundamentos de nuestra propuesta: que los ciudadanos sean la voz. Contar el país desde su gente corriente. Ya suficiente peso tienen las voces oficiales en el periodismo más informativo. En cuanto a los requisitos –si es que se puede llamar de ese modo a las experiencias que llaman nuestra atención–, no hay otro que el que se trate de vivencias personales que trasciendan la esfera de lo íntimo y puedan decirle algo a otros de lo que vivimos como sociedad; experiencias que pongan de relieve la condición humana cuando se enfrenta a encrucijadas. Porque al fin y al cabo lo que buscamos es despertar emociones. Lo decía Fernando Savater en una entrevista reciente, a propósito de la trágica muerte de Julen, el niño español: “No es lo mismo que te digan que hay miles de niños de dos años que se mueren por una razón o por otra, que ver un caso concreto, que te lo estén contando. Eso hace que la parte compasiva que tenemos los seres humanos se despierte”.

Ahora, yendo más allá en el tema de las fuentes, vale aclarar lo siguiente: en varias de las historias de La vida de nos suele haber más de una fuente, pero están tan centradas en un personaje, que pareciera que todo lo que narramos nos lo ha dicho él. En algunas es así, pero en otras no: se han revisado expedientes, se ha hablado con abogados, con familiares del protagonista, se ha mirado la cobertura informativa en torno al tema, se han revisado informes o estudios e, incluso, se han contrastado versiones. El asunto es que hacemos todo lo posible por borrar esos rastros de la carpintería de la investigación para que el lector no encuentre tropiezos para sumergirse en la historia. Esa ocultación de las fuentes es deliberada. Pensamos que no se cree algo porque sea verdad sino porque es creíble. El periodismo informativo funda su credibilidad en las fuentes, por lo tanto está obligado a identificarlas y a citarlas textualmente. En nuestro caso, apostamos por un tratamiento más literario.

¿Hay un antes y un después, a partir del momento en que alguien escribe o cuenta su historia? ¿Alivia, redimensiona, libera, abre alguna puerta?

―Seguro que sí. Cyrulnik habla de ello en casi todos sus libros. En La maravilla del dolor, por ejemplo, habla de esa sutil transformación que se produce cuando cuentas tu historia. “Todas las penas son soportables si las transformamos en relato”, dice. ¿Por qué? Porque al contar volvemos a sentirnos como los demás. Además, el solo hecho de contar aquello por lo que hemos pasado –tratándose de experiencias traumáticas o dolorosas– es un acto de resistencia y que conlleva una asimilación de lo vivido que no puede sino ser beneficiosa. No podemos saber si esto ocurre con todas las personas que nos han confiado su testimonio, pero sí sabemos, por ejemplo, que algunas de las mujeres que participaron en nuestro proyecto Disparos al corazón (un microsite en el que compartimos testimonios escritos por siete víctimas de ejecuciones extrajudiciales) han continuado escribiendo. Que escribir ellas mismas su historia les sirvió. Hablamos de mujeres que perdieron hijos, hermanos, esposos, sobrinos, en manos de agentes de seguridad del Estado. La ONG Cofavic, que nos apoyó en ese proyecto, sostiene que cada víctima, al denunciar, se convierte en un actor social, fundamental para recuperar la memoria histórica y superar la impunidad, lo que quiere decir que el ser reconocidas como víctimas forma parte del proceso de restitución de justicia, sin contar el beneficio terapéutico de poder reconstruir lo vivido.

¿Se ha planteado La vida de nos hacer periodismo sobre los victimarios? ¿Que los que dan las órdenes, disparan, torturan o reprimen, den su testimonio?

―La verdad es que no. Nunca lo hemos considerado. En ese sentido no somos neutrales ni queremos serlo. Reivindicamos las miradas parciales sobre la realidad, lo cual no quiere decir que nuestras historias sean ejercicios de opinión. El periodismo informativo, en la medida que tiene acceso a las fuentes oficiales (que en nuestro país es lo mismo que decir los victimarios, y cuyo acceso es seriamente restringido), recoge esas voces o trata de hacerlo. A nosotros nos interesan más los ciudadanos en cuyas vidas no suele profundizarse, aunque hay que decir que el periodismo informativo lo está haciendo bastante más que hace unos años. Acabamos de publicar, por ejemplo, una historia fotográfica de Jickson, uno de los adolescentes detenidos arbitrariamente el 23 de enero. Lo liberaron seis días después y entonces fuimos a su casa, entramos en ella, y contamos con fotografías cómo viven él y su familia, en una zona popular de Puerto Ordaz llamada Villa Bahía. Nos parece mucho más valioso acercarnos a su realidad para entender por qué decidió cacerolear en contra de Nicolás Maduro, e ir preso por ello, a sus 14 años, que contar la historia de las guardias mujeres que le dieron cocotazos y planazos en los pies. Al contar su historia sacamos a Jickson de la fría estadística de 137 adolescentes detenidos entre el 21 y el 31 de enero de 2019, de acuerdo al Foro Penal. Pusimos de relieve su condición humana y le mostramos al país que Jickson podía ser el hijo de cualquiera de nosotros.


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