Cómo pudimos dejar que nuestras horas se

     perdieran, ocupándonos estúpidamente

de conseguir un lugar en la opinión de los otros.

     Ni un

segundo para nosotros, para ver, en medio de tantos

     y tan prolongados veranos,

la sombra de un pájaro sobre las espigas –pequeño

     trirreme

en un mar dorado; –quizá con él habríamos

     navegado

en pos de trofeos tácitos, de conquistas más

     gloriosas. No navegamos.

De tanto en tanto me parece ser un cadáver que me

     mira a mí

existir; que sigue con sus ojos

     vacíos

mis movimientos, mis gestos; –como entonces, una

     noche de invierno,

allá abajo, afuera de las murallas, con una luz de luna

     gélida, indescriptible,

bajo la que todo parecía marmóreo, hecho de cal y de

     luna.

Observaba alrededor con la apatía del inmortal que ya

no teme a la muerte ni le importa su inmortalidad. Sí,

     como un

bello cadáver que se pasea por la blancura nocturna,

     mirando

los adornos de yeso de las casas, las verjas de los

     jardines,

las sombras de los mástiles a la orilla del mar. Y en

     eso, una flecha

silbó junto a mi oído, y se clavó sobre el muro

     vibrando

como la cuerda única de un instrumento

     desconocido, como un nervio

en el cuerpo del vacío, sonando con un gozo

     inexplicable.

Así nos detenía algo ahí de vez en cuando –y uno no

     sabía qué pasaba–

un destello de la aurora en la espada,

     el reflejo

diminuto de una nube apacible sobre

     un casco

o aquella costumbre de Patroclo de palparse con dos

     dedos

el lóbulo de la oreja, en silencio, perdido en un

     ensueño

solitario, amoroso. Un día Aquiles tomó su mano,

     miró

sus dedos como un adivino, luego miró su oreja.

     “El otoño se acerca –dijo–;

tendremos que reagrupar las fuerzas”. Y ese

     “reagrupar” se relacionaba

de forma curiosa con el bello gesto

     de Patroclo.

Y entonces Patroclo salió de la tienda, se llegó hasta

     los caballos de su amigo,

Balio y Janto, se colocó entre ambos, pasó los

     brazos

alrededor de sus esbeltos cuellos y, así los tres, rostro

     con rostro,

permanecieron inmóviles mirando la puesta de sol.

     Esta representación

la había visto, creo, en el bajorrelieve de algún

     frontón, y de pronto entendí

que se pueda sacrificar a un ser humano por un poco

     de viento favorable.

Poco a poco todo se quedó desnudo, se calmó, se

     volvió vidrio,

los muros, las puertas, tus cabellos, tus manos–

una exquisita transparencia cristalina –ni el aliento

     de la muerte la oscurece; detrás del cristal

se distingue la nada indivisible –algo por fin

     entero–

aquella primera integridad, invulnerable, como la

     inexistencia.


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