Del programa televisado de Elisa Lerner podría tomarse el nombre en préstamo: la otra generación (*). Es la generación alterada, propuesta, innominada durante mucho tiempo, que surgió sin las posibilidades históricas de la burocracia en 1948, que se metió en el fondo casi hasta perderse, en la época de Guasina y la Cárcel Modelo, que emergió contradictoria y al borde de los treinta años en 1958 y para luego comprometerse y ensuciarse las manos en la era de la violencia. A esa generación pertenecen Adriano González León, Salvador Garmendia, Enrique Izaguirre, José Vicente Abreu, en la narrativa, Rafael Cadenas, Pérez Perdomo, García Mackle, Rafael José Muñoz, parcialmente Sánchez Peláez y Palomares, en poesía, y José Francisco Sucre Figarella, Juan Calzadilla, Guillermo Sucre, la misma Elisa Lerner y unos cuantos más, Aníbal Nazoa y Zapata, y Acosta Bello, y Guédez, cuya cuenta sumaría confusión a este balance de residuos y tendencias. La otra generación quiere decir ausencia de privilegios y nado contra la corriente. Significa soledad.

Situemos la cámara en el momento preciso del nacimiento de esa generación. El Silencio está rodeado de tanques y frente al Congreso, en la Universidad de San Francisco, hay grupos juveniles agitados. En ese entonces González León publica en El Nacional un artículo sobre la Navidad y el aire peculiar de diciembre, Sucre Figarella discute al pie de la estatua de Vargas sobre la teoría de la “deshumanización del arte”, Zambrano y García Mackle abordan los estudios de Derecho, Cadenas inicia sus “poemas iniciales”, Elisa Lerner lee a Joyce, Guillermo Sucre enseña poemas con miedo, preparándose para colaborar en la revista Cantaclaro, y Muñoz y Abreu, del Fermín Toro y el Instituto Pedagógico, organizan núcleos políticos. Tienen entonces dieciséis, dieciocho, veinte años, la edad de la esperanza y de las puertas abiertas, pero he aquí que para estos no hay esperanza y las puertas están cerradas.

Otros de los 28 nacieron en una cárcel, porque toda Venezuela era Rotunda entonces, pero aquel nacimiento estuvo signado por el heroísmo y la ruptura. Estos, que tenían la alternativa de la libertad, escogieron por propia voluntad el camino más largo. Echaron a andar no por la vía real, sino por las sendas del desprecio, contaminados de una espera terrible, agarrados a un orgullo para otros intolerable. Fueron a prisión, en celdas y en lejanas islas, o al destierro, o a la clandestinidad y lo suyo no fue gesto como el del 28, ni dádiva como en 1945, sino un sacrificio que nadie en aquel momento, mucho menos después, tomó en cuenta. Porque Venezuela ya estaba ocupada por los mayores y los nuevos apenas si cumplían con un servicio al que le dieron un fastuoso título de deber.

Los veo ahora, 1950, 1951, con claridad del sol, que es esa claridad que da la historia. Adriano ha publicado algo sobre Mariano Picón Salas, con prosa ya suya, de verbo activo y gerundio piafante, en Gaceta Estudiantil. Sánchez Peláez, que hace de hermano mayor, dice sus cosas mágicas y dolientes (sobre Rosamel del Valle, sobre el tedio de Vallejo, sobre la historia del surrealismo de Nadeau, sobre un révolver en la mesa de noche en una casa de pensión), Calzadilla, en la Modelo, pregunta “¿qué te parece a ti el profesor Crema?”, los Sucre Figarella, uno en cerro cercano a Caracas, otro frente a una estación de radio, tratan de aplicar la tesis de “insurrección civil” de Carnevali, mientras Cadenas, “miembro del Regional” vende álbumes de Pedro Lobos en el interior del país, Elisa se mete a leer a Kafka y Rodolfo, callado, abandona los estudios y se va para Francia, a vivir en el “Polo Norte”, a una cuadra de Batignolles.

Un poco más: de 1952 a 1956. Abreu y Acosta Bello están –¿y quién lo supo entonces, a quién le interesó?– en Guasina, sometidos a trabajos forzados, y maquinando subversiones interiores, lentamente, maniáticamente Abreu (de allí Se llamaba SN), y sensual, a puro apetito, Acosta (y de allí el Canto publicado en el destierro mexicano). Muñoz, por los bares de El Conde, hinchados los ojos hasta la desesperación, organizador y apasionado, repasa un poema antillano de Perse con el presentimiento cumplido de una próxima misión. Manuel Caballero aprende con Wusmer la crónica corta que hará de él un Hemezé temible, y García Mackle, en México, sufre exilio. Y ya para el retorno de los Sucre, 1956, lo poco que ha quedado de Venezuela, refugiado en ese asilo para perder el tiempo que fue la Facultad de Derecho, trata de agruparse. En un apartamento de Las Delicias, con Sánchez Peláez y Quintana Castillo de observadores, surge Sardio entre lecturas de poemas con “Y…” bíblicos, gestos de Zoila Bayley, chistes de Adriano, silencios de Rodolfo. Están además Gonzalo Castellanos, Elisa, Contramaestre, García Morales. Un poco más tarde se les sumará Guillermo Sucre, y en el “Iruña”, en un jardín cercado al que penetraba algo de sol, bautizaban la revista. Ahí mismo, en el pasaje, Salvador hace de dependiente de la librería, poco antes de su encarcelamiento en El Obispo, alto mirador de El Guarataro, donde Cayetano Ramírez exhibe un cuerpo cortado por la gillette.

1958 fue un guiño, una buena mirada. Encontró a esta generación dividida en grupos literarios y políticos, el más intransigente en su pureza: Tabla Redonda, el más activo: Sardio. En diez años apenas si Adriano y Calzadilla, y a última hora Guillermo Sucre, tuvieron la oportunidad de publicar notas en el Papel Literario, modo de “aver mantenencia” más que la expresión de lo que llevaban por dentro. Los otros eran, o unos desterrados en el sentido radical de la palabra, o unos sepultados por el cataclismo. No por casualidad Cadenas años más tarde llamó a su libro de peregrinación de espíritu Cuadernos del destierro, ni Rodolfo escribió aquella carta a Aray desde Nueva York, casi derrotado, exiliado de sí mismo, ni Erwin Erminy buscó la muerte en la aventura después de haber buscado el sentido de la vida en el teatro.

Venía la década, no a abrir las puertas, sino a mostrar una galería de espejos por donde los miembros de esta generación pasaban, multiplicándose, tomando rostros gestuales, dando giros y revueltas con propósitos de gimnasia mortal. La axiología en primer lugar, la teleología después, en la era de la violencia la “otra generación” se prestó al desgaste puro, a una filosofía de consumo, de la acción, y hubo de producirse el distanciamiento entre unos y otros. El prusianismo intelectual de Sucre, disciplinado y riguroso, chocó en Sardio con la tendencia “agit-prop”, violenta y publicitaria de quienes constituirían el Techo de la Ballena. Y los años pasaron, en vasta prolongación del sentido del deber, axiológicamente cargados de heroísmo, vitalmente comprometidos con el riesgo.

En medio de la ola uno de los miembros de la “generación sin nombre” pidió en “Semana de El Venezolano” reflexión inmediata, sin prórrogas, sobre dos puntos, en los que iba la suerte misma de los grupos. Uno de ellos, la necesidad de que la narrativa rompiera con la subordinación y el regazo en el terreno creador, y siguiera el ejemplo que entonces daba la poesía. El otro, la incorporación temática de la violencia. Aquella vez no se entendió aquel par de peticiones, convertidas en materia polémica, pero el boom posterior de la narrativa en Latinoamérica y la prueba, evidente por sí misma, de que Adriano en País portátil le diera entrada a los elementos de la violencia (incluido, nada menos, que un secuestro de avión), está tan cerca y tan a la vista que ahora resultaría ocioso todo debate.

La “otra generación” es el mejor título para estos grupos que consumen la edad del sueño en compromisos y destierros, no salvándose de ellos ni en el momento del cruce, ese Cabo de las Tormentas que se dobla a los treinta años. Esa “otra generación” ha tenido la desventaja (o la ventaja) de cuajar tardíamente, en plena adultez, en el período en que ya el autor empieza a ser material biográfico. ¡Allí están! Cadenas, en la poesía, necesitó rebasar los treinta años. Garmendia, en la narrativa, llegó a esa edad sin haber escrito más que libretos radiofónicos. Zapata, nadie lo conocía. Aníbal Nazoa, a quien está reservado escribir la novela fantástica de Venezuela, el esperpento o el grottesco de la violencia, reventó, en su estilo de humor trascendente, ya traspuesta la treintena. Y ahora Adriano, con su triunfo que parece decir ¡al fin! Allí están. Pertenecen a la otra generación.

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*La otra generación es el nombre que tuvo el programa semanal que, a partir de 1966, conducía la escritora venezolana Elisa Lerner. Era transmitido por la Televisora Nacional (el recordado Canal 5). En el mismo, Lerner entrevistaba a escritores y hacía comentarios de libros.

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Serie Archivo Sanoja Hernández. Curaduría: Camila Pulgar Machado.


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