Para FS.

«Soy de la casta

de los que sienten el tiempo

como una crecida de río

que arde en la piel

y en la vida».

Fedosy Santaella

«Sin listas de cosas pendientes. El día providencial por sí mismo. La hora. No hay después. Todas las instancias de gracia y belleza tal que se sostienen en el corazón tienen una procedencia común en el dolor. Su nacimiento en pena y cenizas.

Así mismo, susurró al muchacho durmiente. Te tengo».

Cormac McCarthy

ardor.

Tatuarse es extender la propia geografía, es ceder la línea del cuerpo, sobrepasar una frontera. De este lado de la piel, el supuesto territorio interior. Aunque la psique se extienda a todo lo que hay, proporcione forma y sentido al mundo, delimite y expanda a la vez el universo, la piel me comprime, ofrece, a través de la forma, identidad a mi cuerpo. Primer bautizo. La dermis, frontera, es superficie para el ritual, el pasaje, la declaración. Para el segundo bautizo. Quizá aunque me supiera de la casta de los que se tatúan, siempre pensé sentirme cómoda en los confines de mi existencia física y por eso nunca los tenté.

deriva.

En la novela La carretera (Cormac McCarthy, 2006) un padre –el hombre– y su hijo –el niño– en un mundo post meteorito post guerra nuclear post calentamiento global, mundo chamuscado, mundo helado, sobreviven gracias al recorrido/extensión de la geografía progresivamente desplegada ante ellos.

Uno en su origen, en virtud de su parentela y de su destino incierto, el hombre y el niño recorren un continente vacío de esperanza, poblado de otros seres humanos lánguidos y violentos, sanguinarios, zombies dispuestos incluso a alimentarse de la carne de sus semejantes, con tal de sobrevivir y llegar ¿dónde?

Al norte la nieve es gris, tanta ceniza. Al sur, el océano no es como esperan, no hay cielo azul; el agua: gris también. Los ojos del globo se han cargado de vestigio.

Llevan un carrito de supermercado con el botín arruinado de una recolección lograda a fuerza de riesgo. Cada vez que añaden algo a su haber, están a punto de perder la [lo que les queda, que es tanto de] [promesa] vida.

recolección.

Salgo a la calle, remedando sin saberlo el gesto atávico. No buscar nada preconcebido o prefigurado, eso aconseja Zambrano. Voy con los globos oculares bien abiertos, sin voluntad. He salido a la calle. Cámara en mano. Espero se manifieste un algo fuera de lugar. Un personaje un objeto una luz.

Un mapa a la medida del vacío.

La respuesta adecuada es aquella ajustada a la cantidad de vacío que formuló la pregunta en primer lugar.

He salido a la calle. Buscando una imagen que me salve, apertrecharme de los insumos necesarios para seguir. Cada lugar en el que me he detenido para fotografiar, ha sido bautizado. Ya nunca más será el mismo, es mi extensión. No solo poseo ahora la foto, poseo la locación. Te conozco, te he ocupado y te tengo. Más aún: te he expandido. Ahora existes más allá de ti misma, le digo a la ciudad. Yo soy tu tatuaje. Yo te expando.

archivo.

Inventario:

Una llave pequeña, probablemente de buzón de correo, abandonada sobre la silla plástica de uno de los asientos posteriores del autobús 104 en dirección uptown.

Una bolsa de papel color café, parcialmente sumergida en un charco de agua sucia, reflejo oscuro de las nubes allá arriba, entre el asfalto de la calle 79 y la acera. Cerca del carrito callejero de café y doughnuts.

Dos servilletas blancas, dobladas, seguramente usadas, yacen junto a la bolsa. El charco no es tan profundo para hacerlas flotar.

Un hombre de contextura gruesa, muy alto, vestido de negro, cruza la avenida sosteniendo en su mano derecha un par de zapatos también negros, supongo de cuero, que se mecen hacia adelante y hacia atrás siguiendo el ritmo impuesto por los pasos sólidos de su dueño, que se pierde tras la puerta del zapatero.

Un cepillo de barrer de animal print en blanco y negro –no es de zebra– recostado de un kiosko de periódicos.

Una camisa gris, mancha color pardo cerca del cuello, perfectamente doblada, posando en un banquito de la parada de autobús.

La pluma blanquigrís de algún ave sobre la superficie agrietada de la acera de cemento. La textura de la grieta. [¿Cuán profunda será la herida?].

Eso es todo.

mapa.

Permea mi emotividad la pérdida, el vector ciego en La carretera [“Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo”]. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica, el padre –garante, vigilante, feroz bondad–, y el hijo –brillante en una tierra perdición sin sol– saben que solo seguir con el plan trazado en un mapa rasgado en partes, podrá –quizás– alargar su existencia.

El hombre y el niño no tienen más duración que en el propio cuerpo toda vez que no hay mundo exterior sino entre cenizas sangrientas, en el miedo. Al mismo tiempo, es esta Tierra acabada la única posible, la única capaz de proyectarse hacia adelante, con el poder de manifestar un cielo azul. Por lo pronto, se les ofrece para negárseles, se extiende ante sus ojos para colapsar sobre ellos, única utopía. Un mundo sin mundo, Tierra que no es ya la propia tierra, paisaje imposible, cuya memoria solo ya duele.

Utopía cárcel.

La única salvación es la bondad, la marca que los diferencia y los libera. Un tatuaje invisible. Ambos personajes se cobijan en esta certeza: ser de los buenos, portar el fuego como símbolo de vida, claridad y bondad. El niño, profeta piadoso, confía. Ante la muerte inminente del padre y su negativa de acabar con la vida del hijo para no dejarlo solo –viaje promesa que quedará incumplida– este último diálogo tiene lugar:

Quiero estar contigo.

No puede ser.

Por favor.

No. Tienes que llevar el fuego.

No sé cómo hacerlo.

Sí que lo sabes.

¿Es de verdad? ¿El fuego?

Sí.

¿Dónde está? Yo no sé dónde está el fuego.

Sí que lo sabes. Está en tu interior. Siempre ha estado allí. Yo lo veo.

Llévame contigo. Por favor.

vestigio.

Hablo con FS sobre los Tatuajes criminales rusos. Hablamos sobre Foucault. Me pregunta si Foucault me cae bien. Sigo una recomendación.

“Mi cuerpo es lo contrario de una utopía, es lo que nunca está bajo otro cielo, es el lugar absoluto, el pequeño fragmento de espacio con el cual, en sentido estricto, yo me corporizo” (1).

Me digo que no hay más que el contenedor llamado cuerpo para esta existencia sin límites.

No es lo vivido ni el futuro, sino el camino –justamente el camino desplegado hacia adelante que solo puedo recorrer llevando conmigo el pasado– lo que me tatuaría. No una declaración, para eso están las palabras en este presente incompleto, sino la manifestación de una otra yo misma: la mujer posible venida de atrás que me conforma.

Tampoco me haría un tatuaje en colores.

Un tatuaje debe ser, pienso: vestigio hacia adelante.

Pienso también que en La carretera, el hombre y el niño explayan en espacio, lo bautizan –aunque en retroactivo. Inauguran el paisaje venido del final. Son ellos el tatuaje del territorio quebrado, del territorio quemado.

Si me hiciera un tatuaje me lo haría acá, también comento a FS. Es importante elegir algún espacio en apariencia irrelevante, recorrido pero inútil, digo. Un lugar que ha estado esperando por ser nombrado. Me propongo extender mi [bio] [geo] grafía. Llevar en mi piel el fuego y la promesa de bondad en honor al hijo promesa atávica.

fuego.

Llevo invisible pero desde ya un tatuaje. Cuatro palabras alojadas en la memoria del futuro. La belleza inaguantable punzando. Rebelión sobre los confines de mi cuerpo, salvoconducto. Si el cuerpo es apenas maya, apenas ilusión, insuficiencia mentirosa, queda llevar el fuego, avivarlo, la vela se derrite pero queda la llama que es una y la misma cada vez. El fuego pasado de cuerpo a cuerpo. Un otro fuego, por siempre transfigurado por siempre encarnado.

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Notas

(1) El cuerpo utópico. Michel Foucault.


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