La había visto en las aulas durante mis primeros tiempos universitarios, no sé exactamente qué me producía pero me gustaba verla y algunas voces internas me susurraban sobre sus gustos y pareceres, pero nunca le hablé salvo en una oportunidad en que me empeñé en mirarla fijamente cuando salíamos de una clase interminable y ella lo notó, por lo que terminamos mirándonos con fugaz intensidad.

Al cabo de un par de años, en junio de 1992, estaba esperando un vuelo especial de Avensa a Porlamar en la consabida puerta 5B del aeropuerto nacional de Maiquetía: una de esas que lo sumergen a uno en un sótano del terminal que, por los vericuetos de su arquitectura, puede resultar claustrofóbico por la acumulación de gente en poco espacio pero auspicioso por la proximidad de las pistas de carreteo y despegue de los aviones.

Tras la espera, abordamos un Boeing 727 donde pude hacerme de un jugo de naranja, un sándwich de jamón y queso y de una revista que estaba en el “respaldo del asiento frente a usted” cuya lectura me permitió alcanzar la otra orilla casi sin advertirlo y en unos instantes estaba recogiendo mi equipaje en el aeropuerto de Porlamar, ese recinto que tantas veces había recibido nuestras ansias por soleados días de playa, unas ruedas de buen pescado y también por algunas compras que hacían de Margarita un mágico destino que no estaba dentro ni fuera de Venezuela sino en el espacio intermedio de lo nunca suficientemente disfrutado.

En la noche de ese mismo día, fui a un bar donde había un auténtico sarao con una música que prometía y para mi sorpresa ella estaba ahí acercándose distraídamente y esta vez no lo dudé, alargué mi brazo para tomar el de ella a fin de que tuviera noticias de mi presencia y le dije: hola, tú eres Cristina, ¿no?, e insistí ante su cara de estupefacción: ¡estudiamos juntos en la universidad!, tras lo cual asintió aunque diciendo que no me recordaba del todo. Tuvimos tiempo solo para un breve intercambio pero el suficiente para pedirle el número de teléfono del lugar donde se estaría hospedando en la isla.

Al día siguiente, la llamé, conversamos animadamente y me preguntó si no había sido invitado a una fiesta que daban esa noche en una vieja casona de Pampatar, le dije que no y ella replicó diciéndome que podía acompañarla si gustaba. Durante la velada ella estuvo elocuente y yo, en cambio, bastante callado pero sin embargo acordamos ir juntos a la playa en la ya próxima mañana sabatina. Me dijo que pasaría a buscarme temprano con su carro, que así lo prefería porque conocía muy bien la isla a la que iba desde que era una niña, yo no me opuse.

Ese día desayunamos unas arepas en las que se fundían los sabores de lo genuinamente criollo con los matices de un buen embutido que había recalado en tierra caribeña por las bondades del puerto libre, fuimos a El Tirano donde visitamos una solariega casa que exhibía la cruz de Santiago en su fachada y que se develó ante mí como un signo que nos unía a ambos desde antiguo, entramos después a algún lugar de la costa, en cercanías de playa Parguito, donde tomamos uno de los más deliciosos baños de mar de toda mi vida.

Volvimos a la carretera, nos paramos luego en un ventorrillo que decía coco frío que ella había ponderado como muy bueno, bebimos el agua de los cocos y comimos unas cachapas con queso de mano que resultaron un manjar, hablamos de sus caprichos y mis manías, de su tío abuelo PG y su legado a la venezolanidad, de mi particular concepción sobre el magnetismo de esta región del mundo, de nuestras búsquedas y desencuentros, de cómo se puede estar tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.

Repetimos el baño de mar en la tarde, en playa El Agua, ahí nos solazamos con el paisaje marino y disfrutamos de las aguas ardientes del ron de nuestra propia tierra, me contempló como nunca y la admiré como siempre, tuvimos incluso el privilegio de ser atendidos, sin hambre, por un lugareño que nada tiene, tan espléndidamente que al marcharnos lavó nuestros arenosos pies como en aquel inolvidable y generoso pasaje bíblico.

Durante el resto de la jornada no hicieron falta los protocolos y espontáneamente descubrimos que todo había estado en nosotros desde el momento preciso de aquella fugaz mirada; que la misma vida que había impuesto una larga espera, nos ofrecía ahora una más que justa compensación a través de un viaje por galaxias cromáticas llenas del amarillo del sol, del azul de un cielo que se mueve y del rojo de un crepúsculo que, inextinguible, hace de nosotros un solo cuerpo y una sola alma.


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