El destino de los libros está siempre conducido por fuerzas subterráneas o por ánimos que no podemos entender. Lo que leemos en la superficie es solo tímida respuesta y evidencia parcial de aquello que no vemos en primera lectura o que nos exige una exploración más acuciosa o demorada. Pesa tanto en los libros lo que subyace en las profundidades de la escritura (materia de amable o inclemente psicología) que no se aprende a leer sin inmiscuirse o entrometerse (tal sea el caso) en el sistema sanguíneo de los textos, casi siempre más un asunto de evaluación compleja que de simples reportes formales.Algunas de las señales más claras que Vívido sur. Historia, crónica, leyenda (Fundación Julio C. Salas, 2015; prólogo de Milagros Socorro), de Julieta Salas de Carbonell, nos está enviando son las que se entrecruzan en una escritora que comienza su trayecto a los setenta años y que arrastra en su hacer, solo en apariencia tardío, el empuje de una voluntad de escritura que ya hoy es espacio de pasiones y entregas por rememorar los pretéritos perfectos y por contar las biografías personales y familiares asociadas a los decursos de un país brillante que irremisiblemente camina hacia su desgaste.Algunos de los signos más claros que Vívido sur nos está mostrando son los que se enaltecen por los orígenes preclaros de hombres que existieron para entendernos en la fascinación y en el asombro frente a paraísos que aún no estaban perdidos: la selva, el río, la geografía, los animales, los alimentos y las proezas de estudio. Quiere este texto ser homenaje de gestas reales y desconocidas para la historia de un país de gestas construidas y cansonamente sabidas (el hado funesto de nuestra política actuando para su turbio beneficio). Hombres y acciones de ciencia, tanto como hazañas de romántica solución, aparecen en las trabajadas páginas de este libro como intento por vindicar el aporte mayúsculo que tuvieron (se les reconozca o no) en la conquista del sur; ese país ignoto cargado de misterios y maravilloserías, noblemente periférico y ajeno para su bien de cualquier circuito de centralidad.Un haber previo luce como origen de esta escritura que, se quiera o no, viene acompañada (protegida) por astros tutelares que pocas veces se invocan, pero que están allí en latente actuación. La autora, nieta de Julio César Salas (el pensador fuerte de Civilización y Barbarie), prima segunda de Mariano Picón-Salas (el intérprete angustiado por la comprensión de Venezuela) y esposa de Luis Manuel Carbonell (el científico expedicionario en el descubrimiento de las fuentes del río Orinoco), exhibe un desarrollo familiar constelado de luminarias intelectuales que le conducen en sus rutas de vida y reflexión.Oigamos por un rato a la autora (relato sin realismo mágico en torno a nuestras realidades mágicas sobre ?El palacio Barbarito?): ?Al llegar a San Fernando ?rememoraba mi padre, quien varias veces hizo el recorrido?, sudorosos y muy cansados después de varias horas de navegación por el Orinoco y el Apure, de repente, por un giro de la imaginación uno creía haber arribado a Venecia y que el cañito por donde se adentraba la goleta era un canal de esa bella ciudad adriática. El motivo de tal ensoñación era un sólido edificio de dos pisos, con un bello balcón renacentista en su fachada que relumbraba al sol como si fuese del más puro mármol de Carrara?.?No era la morada de un Doge veneciano que se hubiese extraviado en el trópico, sino la mansión de unos modernos hombres de empresa italianos que habían llegado desde Ascoli Piceno, en la provincia de Asti: los hermanos Félix, Francesco y Pepino Barbarito Decanio. Atrás habían dejado casa, viñedos, ganado y comercio; al entrar en Venezuela en 1892, traían muchas ganas de trabajar y un inmenso deseo de realizar la aventura de América?.?Asentados en San Fernando, Pepino se dedicó a vender y reparar calderos, pailas y a amolar cuchillos y machetes por las calles del somnoliento pueblo, mientras que Félix y Francesco se dedicaron al comercio viajero por los llanos de Apure, Guárico y Barinas?.?En la biografía de Saverio Barbarito, hijo de Félix, se dice que llevaban ?sus mercancías en bueyes, burros y carretas en verano y en canoas, bongos y curiaras en invierno?1. Era la época del trueque, así que «a cambio de las telas y enseres domésticos que llevaban por pueblos y caseríos, por hatos y fundos, recibían quesos, pieles y frutos diversos que luego comerciaban en San Fernando? también recibían a cambio de sus mercancías, plumas de garza»?.?Desde 1884 había comenzado en Apure la cacería de garzas blancas, corocoros y pequeñas garcitas negras, cuyas plumas eran codiciadas en París por los más afamados sombrereros. Los Barbarito aprovecharon este comercio plumífero y la exportación de cueros secos de ganado y pieles de caimán, cuyas ganancias les permitieron abrir en 1896 sus propios negocios?.?Para 1912 los hermanos Barbarito eran unos prósperos comerciantes, dueños de muchos hatos de ganado y de extensas plantaciones de algodón que, aunados al comercio de las plumas de garza, las pieles de caimán, el café del piedemonte andino y la sarrapia y el caucho de las selvas del Orinoco, les permitían llevar una vida no exenta de lujos. Entonces, recordando las bellas mansiones de los nobles italianos, con materiales y mano de obra traídas de Europa, decidieron construir sobre las riberas del Apure un palacio digno del más emperifollado noble del Renacimiento?.?Según Alejandro Urbano Acosta, la municipalidad les concedió una manzana entera de terreno, entre «el cañito» al norte y el parque Independencia al sur y allí, sobre pilotes de madera clavados en el suelo fangoso, se levantó una «casa de alto», maciza construcción de hormigón, la primera en San Fernando que «incorporaba una serie de elementos arquitectónicos clásicos como arcos, volutas, rosetones»?.?En la planta baja, rodeada por un corredor de arcadas en tres de sus cuatro fachadas, estaba la casa de comercio, la más y mejor surtida de artículos de importación, y el segundo piso, ya llamado «Palacio Barbarito», era la residencia familiar, a la que se accedía por una escalera de caracol de hierro también importada y cuyo uso en Venezuela se puso de moda en esos años. Arañas del más fino cristal pendían de los altos techos artesonados cubiertos de frescos traídos especialmente de Europa que igualmente adornaban las paredes?.?Contigua a esta mansión había una construcción más modesta que en su planta baja servía de depósito para las mercancías que llegaban en época de invierno en los vapores de chapaleta que atracaban en un malecón construido a lo largo de la fachada. En esos mismos vapores de chapaleta salían directo hacia Europa los sacos con plumas de garza, cueros de caimán y las grandes pacas de algodón?. Hay que felicitar a Julieta Salas de Carbonell por la escritura de este nuevo libro, saludar entusiasmado su aparición y esperar con ansia los títulos futuros de esta reciente escritora que ya luce con visos de permanencia.


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