La derrota aplastante del chavismo en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre de 2015 le añadió a la grave crisis que padecía el país el explosivo ingrediente de un inminente y fatal desenlace. Neutralizar ese peligro pasó a ser entonces, para el régimen y para el gobierno de Cuba, la única y agónica opción. El consecuencia, Nicolás Maduro decidió modificar sustancialmente la estrategia diseñada por Hugo Chávez de aplicarle al país un orden político dictatorial, aunque disimulado a punta de celebrar elecciones a cada rato, amañadas, pero elecciones al fin y al cabo, en el marco de las cuales se le reservaban a la oposición algunos espacios con la finalidad de que no abandonaran el juego del todo.

La nueva correlación de fuerzas que surgió de aquella trascendental votación fue el origen de una contradicción entre Miraflores y la nueva Asamblea Nacional, incompatible con el proyecto político del chavismo. De esta realidad surgió la necesidad de colocar al TSJ en la vanguardia de la lucha por suprimir hasta la simple existencia de la Asamblea Nacional. Las infames sentencias 155 y 156 de la Sala Constitucional del TSJ fueron el último capítulo de ese proceso de acoso y derribo del Poder Legislativo.

Por su parte, el CNE, después de sembrar de obstáculos insalvables el camino del referéndum revocatorio del mandato presidencial de Maduro, sencillamente lo canceló. Acto seguido, pasó por alto su propio cronograma electoral y tampoco convocó las elecciones regionales previstas para el último trimestre de 2016.

Estas dos acciones rompieron definitivamente el hilo constitucional y la indignación popular estalló en las calles de toda Venezuela. El riesgo de un cambio político pacífico fue sustituido bruscamente por el espectro de la rebelión civil y la confrontación política se hizo cruenta batalla campal. Un escenario que, según el Ministerio Público, hasta el día de hoy, arroja el muy lamentable saldo de 35 ciudadanos muertos y 717 heridos.

En medio de esta tormenta, desde Miami, Leopoldo Castillo publicó un tweet la noche del miércoles, día precisamente en el que las arremetidas del aparato represivo del régimen contra la sociedad civil exhibió una ferocidad inaudita, informando que Leopoldo López, que nadie sabía dónde estaba, había sido trasladado de urgencia al Hospital Militar. Añadía Castillo que López había ingresado a ese centro de salud sin signos vitales. Es decir, muerto.

Se ignora por qué Castillo dio esta noticia. De ser cierta, esa muerte bien podía haber provocado un espontáneo alzamiento popular. Un Caracazo terminante. Condenado a 14 años de prisión en un juicio que no cumplió con las más elementales normas del debido proceso, perseguido y humillado a diario él y su familia en la cárcel de Ramo Verde, a López permanecía oficialmente incomunicado e invisible desde hacía varias semanas antes, un entresijo propicio para que esta información que estremeciera a Venezuela y a la comunidad internacional democrática.

Quizá por eso, dos horas después el gobierno Maduro divulgó un video en el que aparece un Leopoldo López musculoso diciendo que en efecto era ese día, 3 de mayo, y que estaba en perfectas condiciones físicas. Sin embargo, sigue desaparecido y su esposa, Lilian Tintori, ha declarado que el video es falso. De este modo, la crueldad que significa no saber siquiera si López está vivo o muerto, hace que la crispación aumente y oscurezca aún más lo que queda de Venezuela como nación.

Cabe, pues, hacerse algunas preguntas imprescindibles. ¿Fue cierta la noticia que dio Castillo? ¿De dónde la sacó? ¿Es falso el video distribuido por el régimen? En definitiva, ¿dónde está Leopoldo López? Y si está vivo, ¿por qué Maduro no lo presenta en vivo y en directo? En definitiva, ¿qué se oculta tras este vergonzoso incidente? Por ahora, viernes al mediodía, lo único cierto es que López, más que un preso político es en verdad un secuestrado político. Y que su desaparición en realidad constituye un tenebroso secuestro dentro del secuestro. Un hecho que le muestra al mundo, descarnadamente, la naturaleza exacta de un régimen que no tiene escrúpulos ni se pone límites a la hora de intentar perpetuarse en el poder, caiga quien caiga, hasta el fin de los siglos.


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