La Generación española del 98, la de Baroja, Azorín, Maeztu, Unamuno, Ganivet, los Machado, entre otros insignes escritores, se propuso diferenciar a la España irreal que insinuaba el discurso oficial, de aquella miserable y extenuada, tan evidente como los mendigos y las casonas en ruinas de una nación para entonces desarticulada –como dijera en su momento Ortega y Gasset–, cautiva de separatismos, regionalismos, caciquismos y asonadas recurrentes que acentuaban innecesarias confrontaciones. Una España debilitada en la pérdida irremisible de lo que fue su imperio, cuyo último baluarte eran sus colonias del Caribe y las Filipinas, hecho desencadenante de una crisis moral y política de singulares efectos en el ánimo de la gente de todas las tendencias y estratos sociales. Los del 98 se preocuparon entonces por la identidad nacional y promovieron el debate sobre el “ser de España”, una experiencia que se advirtió continuada en las siguientes generaciones. Castilla y lo castellano, la revalorización del paisaje geográfico y humano, la fuerza de los mitos literarios, del lenguaje y sus tradiciones recogidas en el Romancero y demás obras admirables de la épica caballeresca, son temas predilectos que se encauzan en corrientes regeneracionistas, desde un mismo juicio pesimista de la realidad circundante, aunque expresado de manera muy subjetiva, bajo formas diversas en esa creación estética, literaria y artística que les identifica.

En la Venezuela de mediados del pasado siglo, Mario Briceño Iragorry alertaba en su esclarecedor Mensaje sin destino, sobre las primeras manifestaciones de la “crisis de pueblo” que aún nos agobia, una preocupación que observaba como consecuencia de nuestra falta de conciencia histórica –la historia como sentido de continuidad y de permanencia creadora–. A nuestra quiebra cultural se añadía una preocupante ausencia de responsabilidad en los funcionarios, “muchos de ellos avocados, por falta de examen de sus propios recursos, al ejercicio de funciones en las cuales no les era posible dar rendimiento alguno”. Y es a través de sus ensayos que Don Mario desdobla el “mal de patria” que le aqueja, motivación inexorable de una cruzada llamada a promover los genuinos valores de la venezolanidad, sus costumbres y tradiciones vernáculas, la República en su esencia institucional y democrática, el mérito de lo propiamente civil que debe observarse en trayectorias ejemplares de los “hombres del pensamiento” y de la acción creadora, aquellos que “tejieron su empeño por servir” al Estado con honor y desprendimiento, sin restar mérito alguno a quienes brillaron con luz propia en nuestros fastos militares, todo ello como soporte de una nación fortalecida en el conocimiento y valoración de su propia cultura, en el orgullo de su pasado histórico. Concluye Don Mario que “asimilar la historia es constituirnos en canales anchos y firmes para que toda la fuerza antigua, más la nuestra, puedan tornarse fácilmente en futuro”.

Más allá de la distancia y separación geográfica, del tiempo histórico que corresponde a los hechos, al pensamiento y la pluma que los recoge, no hay duda de que la literatura –aquí nos referimos específicamente a la narrativa y al ensayo, para ser consistentes con los párrafos anotados en líneas anteriores– expresa el sentimiento que proviene de esa zona vital inherente a toda sociedad humana en continua evolución. Naturalmente y como dice Cortázar, hay quienes aparecen agrupados en la literatura primordialmente por sus valores estéticos, poéticos, también por sus resonancias espirituales, aquellos a veces ausentes o aparentemente insensibles a una historia dramática que incluso podría estarse desarrollando en su mismo entorno, una historia que apenas pudiera captarse desde un punto de vista de lejanía, con marcado distanciamiento anímico. Ello no desmerece su arte ni el hecho de no tomar posición política necesariamente los convierte en indolentes de su propia realidad nacional o internacional. A fin de cuentas, crear conciencia ciudadana podría no ser su verdadera motivación intelectual.

La literatura en tiempos del castrismo y del gomecismo (1899-1935) transitó las corrientes del modernismo y posmodernismo, las vanguardias históricas y el regionalismo llevado a su máxima expresión en la obra egregia de Rómulo Gallegos. Si bien la búsqueda de un relato fijado entre los límites de lo propiamente venezolano fue una constante, es preciso igualmente anotar su contenido crítico sobre la realidad sociopolítica imperante. Doña Bárbara en su narrativa regionalista se aproxima a un cierto folklorismo expresado en la magistral descripción del entorno geográfico, conjugado con tipos humanos y costumbres características de nuestros llanos centro-occidentales. Insistimos en su espíritu crítico de la realidad venezolana de su tiempo, mérito indiscutible del maestro Gallegos.

La Venezuela de nuestros días transita los campos del oscurantismo y la negación de su propia historia; es el influjo que pretende imponer una facción gobernante imbuida en su propósito refundacional de la República. Para ellos, la historia comienza en ellos, en los hechos que motivan una nueva efeméride, con prescindencia de todo antecedente legítimo. Ese nuevo paradigma igualitario que, como abalorio de pretendida sociedad antihistórica, ambiciona empujarnos e igualarnos a todos “hacia abajo”, aspira igualmente a desconocer lo que somos –si es que realmente lo sabemos–, de dónde venimos y adónde podemos ir apoyados en nuestros recursos y posibilidades. Y es aquí precisamente donde la narrativa contemporánea puede contribuir poderosamente a crear conciencia de lo que somos y de lo que hemos sido como sociedad histórica, algo que ineficazmente procura negar esa verdad oficial falsa en su esencia, insostenible en el tiempo.


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