A Armando Scannone

¿Vino para la hallaca? La tarea pareciera fácil, pero encontrar alguno que enaltezca debidamente nuestro secular pastel navideño, respetando su esencia colorida y compleja, sin hostigarlo ni avasallarlo, a veces puede ser complicado, sobre todo si ponemos en la mesa alguna botella de alto vuelo.

En sí misma la hallaca es una explosión de sabores, un compendio de matices rico y complejo. Bien hecha es untuosa, conjuga todos los sabores, combina a su vez la compleja textura y aroma del maíz de la masa, con la intensidad de carnes como el cerdo y la gallina que luego de lograda la alquimia del misterioso guiso debe resultar en una totalidad potente, equilibrada y armoniosa. Por eso el hallazgo del vino ideal para este plato no es fácil. Este debería ser tan complejo como ella, pero ligero y amable, de textura sedosa, nada astringente y de aromas delicados. Tal vez el tanino recio y duro de vinos muy estructurados sea su más peligroso enemigo.

Un vino capaz de copular con la hallaca debe respetarla, no hostigarla, debe más bien seducirla, dejar que ésta lo busque y se le entregue sin sobresaltos ni obligaciones. Debe hacerla sentir cómoda para enaltecerla y extraerle el máximo de su sensualidad organoléptica. En principio, busquemos tintos jóvenes y ligeros elaborados con vidueños de estructura media, como el Merlot, el Pinot Noir o el Tempranillo, sin crianza en roble, pletóricos en fruta, jugosos y delicados, como aquel Viña Altagracia que alguna vez produjo Pomar cuando Patrick Rabion estaba al frente de la bodega. Pienso también en un precoz Novello italiano o en vinos elaborados en crus crus de Beaujolais, patria del fresco gamay, como Brouilly, Morgon, Fleurie o Moulin-á-Vent, de mayor complejidad pero con una tipicidad aromática delicada y esencialmente frutal, que luego de tres o cuatro años en botella saben darse elegantes y sutiles.

Un buen rosado, debería regar sin sobresaltos nuestra siempre rebelde hallaca, eterna y única reina de la mesa venezolana. ¡Salud!


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