Su estructura y cuerpo medio, su carácter amigable y su naturaleza “fácil”, lo hacen perfecto para nuestro caribeño clima. Injustamente maltratado y despreciado, el vino rosado fue muy popular en nuestro país, tal vez porque hace años bebíamos vino y comíamos con más desparpajo y menos pose. El célebre rosé D’Anjou, el popularísimo Brillante traído de La Rioja española, el Mateus Rosé o el Lancer’s, ambos portugueses, y por supuesto, el champagne rosé, tuvieron en los años 60, 70 y 80 un buen mercado en Venezuela. ¿Que el vino rosado es el resultado de los sobrantes de blancos y tintos de las bodegas, que se hace con la peor uva de las fincas, que se le añade azúcar para darle ese dulzor que caracteriza a algunos? ¡Falso de toda falsedad! Claro que existen vinos rosados mediocres y mal hechos ¿acaso no los hay también blancos y tintos? Más bien difícil de lograr, un buen rosado es aquel que logra un correcto balance de acidez, fruta, alcohol –rara vez mayor a los 12 grados– y azúcar residual. Sin pretensiones y sencillo, debería estar a medio camino entre un blanco correcto y un tinto ligero, siempre, claro está, dependiendo de la calidad de la uva con que se le trabaje. Con más fuerza en boca que un blanco, la idea es que conserve la acidez de este pero con algo más de cuerpo dados los taninos extraídos durante las breves horas de maceración, momento crucial en que se obtiene color y aromas a la piel de la uva. Fresco y crujiente al paladar, en nariz debe buscar la fruta roja madura siempre hacia registros de cereza, fresa o moras. Versátil, fácil y amigable, su bajo grado alcohólico llama a disfrutarlo bien frío y sabrá entregarse como aperitivo o para acompañar quesos, ensaladas de fruta, arroces y platos igualmente frescos. No está demás recordar que el rosado es un vino frágil, diseñado para su consumo inmediato y del que siempre se debe buscar la última cosecha, hoy por hoy, 2016 o 2017. Un rosado fresco y bien dispuesto, no puede ser mejor regalo al paladar…¡Salud!


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