Yoli Navas pide disculpas cuando se le olvida el significado o la expresión adecuada para referirse a algo en español. Aunque su castellano es fluido y claro, se toma el tiempo para dar con las palabras exactas. Es casi el mismo esfuerzo que hace para intentar recordar la Venezuela que dejó cuando tenía 6 años de edad. Lo que viene a su mente son espacios de la casa de sus abuelos, apenas algunas paredes. No más. Lo que no recuerda se lo pregunta en inglés a su papá, quien también le responde en ese idioma.

Cuando Yoli —hoy con 23 años de edad— salió de Venezuela en el año 2000 rumbo a Estados Unidos, lo hizo con su mamá y su hermana de 3 meses de nacida, Sofía. Un tiempo después llegó el padre. Eran tiempos de constituyente en Caracas; entraba en vigencia la nueva Carta Magna, la de Hugo Chávez. Su papá trabajaba en un canal de televisión privado en el área de unidades móviles de exteriores. Desde el gobierno comenzaron presiones al medio de comunicación. La mamá de Yoli era abogado y estaba involucrada en las protestas de esos años, en una de las 1.120 que sucedieron entre 1999 y 2000 por demandas a derechos económicos, sociales y culturales, según los reportes de Provea. Vivían en Maracay y sentían temor a represalias por su posición política. Y aunque pensaron que solo se irían por un año hasta que la situación mejorara, no fue así. Diecisiete años después aún permanecen en Boca Ratón, en el estado de Florida. 

Los padres de Yoli y Sofía han hecho todo por conseguir un estatus, una residencia permanente legal. Vivir encubiertos por no tener la green card los hizo cuidar hasta los caminos por donde transitaban. La licencia de conducir que obtuvieron al llegar a Estados Unidos, la perdieron en 2004. Vivieron 10 años sin ese importante documento considerado como una identidad. Buscaban calles con menor presencia policial y enseñaron a las niñas qué hacer ante una detención. Yoli y Sofía tienen una hermana de 5 años de edad, la única ciudadana estadounidense de la familia. 

Desde hace cinco años, con el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Niñez (DACA, por sus siglas en inglés) Yoli y Sofía encontraron la seguridad que no tenían. Lograron conseguir, aunque de forma temporal, el lugar que no tenían en Estados Unidos por  ser  indocumentadas. Pero ellas y otros 3.097 venezolanos —según cifras del Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos— corren el riesgo de quedarse sin el beneficio del programa. En total son más de 800.000 jóvenes beneficiados con DACA que de un plumazo pudieran quedar sin trabajo, fuera de la universidad y deportados, bajo la amenaza de quedar bajo la sombra una vez más.

El presidente Donald Trump decidió el 5 de septiembre poner fin a DACA y dar un lapso de 6 meses para que el Congreso resuelva a través de una ley la situación de los llamados “dreamers”: los soñadores que salieron como niños de sus países de origen pero aún no tienen un estatus legal que les permita ser ciudadanos en la nación en la que han crecido. 

Un sueño logrado y otro que duerme

Después del atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 se recrudecieron las posibilidades de legalidad para los inmigrantes en Estados Unidos. Lo que intentaron los padres de Yoli y Sofía, sin éxito, fue solicitar asilo político, un proceso que duró 4 años en dar respuesta, mientras les fue otorgado el permiso de trabajo. Como el asilo no prosperó, un juez de inmigración les concedió el witholding of removal, que es una forma de protección si se determina que el solicitante ha sufrido persecución por raza, pertenencia a un determinado grupo social o por opinión política. Con este mecanismo recibido en 2014, pudieron continuar trabajando y obtener una licencia. Pero no implicó una residencia permanente legal.

Para entonces Yoli y Sofía habían dejado de ser las niñas que en el 2000 pisaron suelo estadounidense por primera vez. Comenzaron a reconocerse en Estados Unidos, a Venezuela la encontraban en avances informativos de televisión y en el rostro de sus abuelos, que en principio las visitaban una vez al año. Esas visitas comenzaron a limitarse a una vez cada dos o tres años por lo costoso de los pasajes. La familia Navas tampoco volvió a Venezuela.

Sofía dio sus primeros pasos en Estados Unidos, mientras que Yoli comenzaba a estudiar en inglés. La suerte, cree Yoli, era quien caminaba junto a ellas al ir a la escuela, al pasar frente a los policías o al ir una fiesta. Cuando pasaban frente a algún funcionario de seguridad mientras su papá conducía, se quedaban inmóviles del susto.

“Mi hermana Sofía y yo fuimos a colegios públicos. En esas escuelas te recibían sin documentación. Pero si había un viaje escolar yo no podía ir por no tener papeles. Al llegar a la universidad entendí que todo sería diferente. Sin permiso de trabajo, ni número de seguro social ni licencia para conducir todo sería aún más difícil para mí”, cuenta Yoli.

Una de las premisas de la campaña presidencial de Barack Obama en 2008 fue atender la situación de los jóvenes que entraron a Estados Unidos siendo niños. Yoli tenía 14 años de edad cuando Obama asomó esa posibilidad.

“Él decía que trabajaría con el Congreso para que pasara una legislación que beneficie a los jóvenes que llegaron en la niñez. En ese primer mandato presidencial (2009-2012) no sucedió dada la conformación del Congreso. Los republicanos no apoyaron y dijeron que esto no podría ser resuelto por vía decreto porque de alguna manera se estaría violando la ley, pues cualquier legislación debe emanar del congreso”, explica Víctor Badell, abogado experto en inmigración en Estados Unidos.

Fue en la reelección que Obama cumplió y vía orden ejecutiva nació el 15 de junio de 2012 el programa DACA. Desde el Jardín de Rosas en la Casa Blanca, Obama dio palabras de alivio para los llamados dreamers: “Son jóvenes que estudian en nuestras escuelas, juegan en nuestros vecindarios, son amigos de nuestros hijos, se comprometen a ser leales a nuestra bandera. Son americanos en su corazón, en sus mentes, en todos los sentidos, excepto en uno: en el papel. Fueron traídos a este país por sus padres —a veces incluso como infantes— y a menudo no tienen idea de que son indocumentados hasta que aplican para un trabajo o una licencia de conducir, o una beca de la universidad”.

Esa era precisamente la descripción de quien era Yoli. En 2012 acabó la secundaria y debía resolver cómo ir a la universidad sin que le cobraran como a un estudiante internacional. La diferencia en el pago serían 15.000 dólares que no tenía su familia.

La oportunidad de Yoli fue DACA. A través de ese programa logró estudiar en la universidad. Ella cumplía con los requisitos para solicitarla: ser menor de 31 años al 15 de junio de 2012, haber llegado a Estados Unidos antes de cumplir 16 años, residir continuamente en ese país desde el 15 de junio de 2007 hasta la fecha, no tener estatus legal al 15 de junio de 2012 y estar presente físicamente en Estados Unidos para esa fecha y al hacer la solicitud de consideración DACA con el Servicio de Ciudadanía e Inmigración,

Otro requisito era estar en la escuela, graduado o poseer un certificado de haber terminado la secundaria y no estar condenado por un delito grave o menor. También debía tener por lo menos 15 años de edad para solicitarla. Yoli calificó y DACA le permitió conseguir un permiso de trabajo y la tan anhelada licencia para conducir. Aunque no contempló una concesión de residencia permanente legal, con este esquema quedaba diferida cualquier acción sobre su estatus migratorio, como la deportación, por un período de dos años y con la posibilidad de renovar el beneficio.

“Con este estatus temporal legal, los jóvenes no tuvieron problema para inscribirse en la universidad. Al tener el permiso de trabajo y el número de seguro social, también pudieron aplicar a créditos o préstamos federales para pagar sus estudios”, dice Badell.

A dos años de la creación de este programa, Obama a través de una nueva orden ejecutiva, intentó ampliar el programa. El Departamento de Seguridad Nacional emitió un memorando ampliando los parámetros: se abarcaría un rango más amplio de edades, de fecha de llegada a Estados Unidos y se alargaría el periodo de la acción diferida a tres años. También creó una nueva política llamada Acción Diferida para Padres de Americanos y Residentes Permanentes Legales (DAPA, por sus siglas en inglés). 26 estados, liderados por Texas, desafiaron las políticas anunciadas ante el Tribunal de Distrito de los Estados Unidos para el Distrito Sur de Texas. Argumentaron violación de la Constitución y de los estatutos federales por lo que el programa no tuvo lugar.

El 29 de junio de este año, Texas, junto con otros estados, envió una carta a las Sesiones de la Procuraduría General afirmando que el memorando original de DACA de 2012 era  ilegal por las mismas razones expuestas en la Corte de Apelaciones de los Estados Unidos para el Quinto Circuito y las opiniones de los tribunales del distrito sobre DAPA y DACA. La carta señalaba que si el Departamento de Seguridad Nacional no anulaba el decreto de DACA antes del 5 de septiembre, los estados buscarían enmendar la demanda de DAPA para incluir una impugnación de DACA.

Ante la presión, Trump tomó la decisión de poner fin al programa de acción diferida para los llegados en la infancia y fijó un plazo de 6 meses para que el Congreso legisle sobre una solución permanente y no temporal para estos jóvenes. Trump hizo campaña con la bandera de resolver el problema migratorio de Estados Unidos y se ganó algunos votos con la amenaza de las deportaciones. Esta acción es parte de lo anunciado. 

En el limbo

“Yo quería estudiar en otro estado y con el DACA ya me sentía segura para hacerlo. Ya no estaba el temor a encontrarme con policías o a desplazarme hacia otro estado. Pude ir a la universidad y trabajar en lo que yo quería, pues a veces en las pasantías piden la licencia. Era algo que no podría hacer sin este programa”, recuerda Yoli.

Su permiso de trabajo llegó una semana antes de su cumpleaños. Sus padres lo guardaron y se lo entregaron el día de la celebración: “Me lo dieron en un sobre pequeño blanco. Recibí el permiso de trabajo. Tiene una letra “c” y un número que significa que eres DACA. Días después también llegó la carta de que me habían aceptado en la Universidad de Massachusetts en Boston”.

Yoli se graduó este año en Ciencias Políticas. En enero se casó. Su esposo hizo la petición en agosto para legalizarla en Estados Unidos. “Nos estamos preparando para la entrevista. Pero sé que si me aprueban, primero tengo que cerrar el caso con DACA para poder seguir con la legalización. Esa entrevista sería en diciembre. Ojalá no haya cambios de la ley en migración. Mientras eso no salga, aún dependo de DACA”, relata.

Pero lo que logró Yoli con este programa es el sueño que pareciera terminar para Sofía. Ella tiene 17 años, pronto terminará la secundaria y deberá ir a la universidad. Pero sin DACA, los temores que en un principio tuvo Yoli, podrían pasar a su hermana. Aunque ambas renovaron DACA en junio y podrán estar tranquilas hasta junio de 2019, periodo en que vence la acción diferida para ellas. La incertidumbre sobre los próximos seis meses los arropa.

“La idea de que no tiene un lugar aquí en Estados Unidos es difícil de entender para ella, ahora más con la suspensión del programa DACA. Por mucho tiempo no sabía lo que estaba pasando. Decirle que no tenía las mismas oportunidades que los demás, que quienes sí son residentes es duro”, cuenta Yoli. Sofía tiene DACA desde hace dos años. Desde siempre la han alertado por si alguna vez era detenida por la policía, en ese momento debía llamar al abogado o a sus familiares. “Le insistimos en que nunca debe firmar nada. Hay muchas personas firmando sus deportaciones sin saberlo”, dice Yoli.

Si en los próximos 6 meses no acuerdan una ley, Sofía en dos años quedará desprotegida. Si quisiera estudiar fuera del estado de Florida no tendría manera de viajar, no va a poder trabajar, ni manejar. A menos que lo haga sin licencia, lamenta su hermana: “A esa edad quieres salir con los amigos pero si llega la policía a una fiesta porque hay mucho ruido o ven que hay alcohol y, aunque ella no esté haciendo nada, está el riesgo de que la detengan. A mí me daba miedo ir a fiestas”.

Regresar a Venezuela no es una opción para ellos, mucho menos en medio de la crisis que atraviesa el país que ha empujado a muchos venezolanos a emigrar. Pero además, las hermanas Navas no tienen cédula ni pasaporte venezolano. El único que tienen está vencido y fue con el que llegaron a Estados Unidos. Por lo menos Yoli habla español, pero Sofía no. Apenas entiende algunas frases y responde en inglés. “Si tiene que regresar a Venezuela, ante una deportación, sería un cambio difícil, especialmente con todo lo que está sucediendo en Venezuela. Ha vivido toda su vida aquí”, dice Yoli.

Distanciarse físicamente de Venezuela les ha hecho sentir y sufrir en diferentes niveles por el complejo panorama político y económico venezolano: “Para mí, por lo menos, es más difícil que para Sofía que no tiene recuerdos del país. Nosotros mandamos cajas de comida y ropa a mis primos. Me siento como si estoy perdiendo algo que nunca tuve. Que no voy a poder encontrar mi país como era antes de venirme. Quizás, cuando legalice mi situación, podré viajar. Pero no será lo mismo de antes. Con Sofía sí es diferente. Para ella es difícil entender lo que sucede en Venezuela. Quizás vea algunas noticias en la televisión y se sienta triste, pero no le afecta tanto como a mí, ni a mí tanto como a mis padres”.

Dentro de sus pocas opciones está sacar el pasaporte italiano y salir de Estados Unidos. La abuela de Yoli tenía esa nacionalidad. “Estar aquí sin papeles sería mejor que estar en Venezuela”, asevera con tristeza.  


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