En su discurso de aceptación del Nobel de 1982, el novelista colombiano Gabriel García Márquez condenó la insistencia de los occidentales en medirse »con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos”. Es lo que, en cierto sentido, está haciendo la izquierda progresista occidental cuando, presa de una narrativa obsoleta sobre las revoluciones latinoamericanas, no se da cuenta de la devastación que traen aparejada.

Esta incapacidad explica por qué, hasta hace bastante poco, la insurgencia más atroz (y duradera) de la historia latinoamericana, la de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, tuvo defensores en el Parlamento Europeo. Ahora, la historia se repite, y muchos izquierdistas occidentales se oponen a cualquier intento de presión internacional sobre la desastrosa gestión de Nicolás Maduro.

Hablamos de un desastre cuya escala no se puede desestimar. La grave escasez de alimentos y medicinas se ha vuelto norma, y el Fondo Monetario Internacional calcula que este año la inflación llegará a 10.000.000%. El resultado es una población desesperada, de la que 10% ya huyó del país. Y, de los que quedan,  90% vive por debajo de la línea de pobreza.

Una fantasía revolucionaria se vino abajo, y solo dejó tras de sí la tiranía de unos potentados corruptos (en la práctica, una mafia) que compraron la lealtad del ejército con enormes bonificaciones en efectivo y lucrativos negocios de contrabando de petróleo y tráfico de drogas. A los que se oponen a la mafia se los reprime, a menudo brutalmente. En términos de cantidad de presos políticos, la Venezuela de Maduro se ha unido a las filas de China, Cuba y Turquía.

Podría esperarse que el gobierno del presidente estadounidense Donald Trump minimizara las prácticas represivas de Maduro. Pero Trump también se apresuró a reconocer al opositor Juan Guaidó, como jefe de Estado interino, cuando Guaidó, con amplio apoyo de los venezolanos, invocó una cláusula de la Constitución para cuestionar la legitimidad de Maduro.

De Petro a Lula

Prácticamente, todos los vecinos democráticos de Venezuela (y políticos socialistas de esos países) denunciaron la trágica parodia de revolución de Maduro. Gustavo Petro, ex guerrillero y el más emblemático de los políticos de extrema izquierda colombianos, catalogó a Maduro de “dictador”. El Partido Socialista de Brasil denunció su régimen como “loco” y como “un Estado totalitario”, mientras que el ex presidente de izquierda brasileño Luiz Inácio Lula da Silva tomó distancia del apoyo que dio a Maduro su Partido de los Trabajadores. Hasta la agrupación venezolana Marea Socialista denunció las “tendencias totalitarias” de Maduro.

Pero los políticos de izquierda en Occidente se resisten a adoptar una postura similar. Las ascendentes estrellas socialistas estadounidenses se oponen firmemente a la idea. La congresista Ilhan Omar alertó de un “golpe con apoyo de Estados Unidos” con el objetivo de designar un gobierno “en nombre de intereses corporativos multinacionales”, y definió –con ignorancia– a la oposición como de “ultraderecha” (Guaidó pertenece a un partido socialdemócrata). 

Su par Alexandria Ocasio-Cortez coincidió diciendo que la crisis a gran escala con violación de los derechos humanos es un “conflicto polarizado interno”, y sostuvo que Estados Unidos no debería reconocer a Guaidó como jefe de Estado.

Consultado sobre Venezuela, el senador Bernie Sanders trajo a colación la oscura historia de las intervenciones estadounidenses en América Latina. En el Reino Unido, el líder del Partido Laborista, Jeremy Corbyn, que homenajeó en 2013 al mentor de Maduro, Hugo Chávez, por sus “inmensos aportes a Venezuela y al mundo”, también se opone a la “interferencia exterior en Venezuela”.

Todos estos líderes arriba citados suscriben una cosmovisión de tiempos de la Guerra Fría, en la que las revoluciones nacionales se alzan casi siempre contra un único enemigo: el imperialismo occidental. Al no reconocer los matices de la crisis actual, terminan en la práctica promoviendo los intereses de diversas dictaduras, como Irán, Nicaragua, Siria y Turquía, además de los de las verdaderas potencias colonialistas que operan en Venezuela: China, Cuba y Rusia.

Rusia está aplicando en Venezuela el mismo manual que usó en Siria, donde no intervino para salvar a un pueblo oprimido, sino para sostener al tirano del que ese pueblo trataba de liberarse, Bashar al-Assad. Tanto el presidente ruso, Vladimir Putin, como su par chino, Xi Jinping, quieren asegurarse la devolución de los enormes préstamos que otorgaron al régimen chavista de Venezuela. Y el petróleo gratuito venezolano ha sido esencial para la supervivencia económica de Cuba.

Estos vínculos implican que el régimen de Maduro plantea un riesgo auténtico para la seguridad nacional de Estados Unidos. Aunque, probablemente, Trump reconoció a Guaidó para congraciarse con los votantes hispanos, lo cierto es que no se puede descartar que la creciente cooperación militar entre Rusia y Venezuela dé lugar a una repetición moderna de la crisis de los misiles cubanos.

Un principio clave

Pero hay en juego una cuestión más fundamental. Las dictaduras del mundo apoyan a Maduro porque quieren debilitar el principio adoptado unánimemente por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas en 2005 según el cual la comunidad internacional tiene la responsabilidad de proteger a las poblaciones de las atrocidades que sean cometidas por sus propios gobiernos por encima de cualquier otra consideración. Apoyando a Maduro, buscan inmunidad para ellas mismas. 

Defender el espíritu del principio de responsabilidad de proteger, que debería ser algo muy valorado por la izquierda, fue un motivo fundamental de la decisión de muchas otras democracias (incluidas Alemania, Australia, Canadá, España, Francia y el Reino Unido) al momento de reconocer a Guaidó.

En vez de aferrarse a sus viejos dogmas políticos, los representantes de la izquierda deberían prestar atención a las palabras de Toshiko Sakurai, una exiliada venezolana, que espetó a la izquierda española: “Me dan asco (…) Tanto ustedes como yo creemos en la provisión universal de educación pública y atención médica financiada con impuestos y en una red de protección social y (…) redistribución de la riqueza. Pero apoyar políticas socialistas no me impide denunciar la monstruosidad brutal que se le está infligiendo a mi país”.

La crisis económica de 2008 impulsó el ascenso de una nueva clase política que revivió el llamado socialdemócrata a una sociedad más justa. Estas figuras tienen razón al rechazar cualquier posibilidad de una intervención militar extranjera potencialmente desastrosa en Venezuela. Pero, por el bien de su propia credibilidad política, y por los principios de derechos humanos y democracia, deben abandonar sus supuestos bienintencionados pero totalmente obsoletos en materia de política exterior.

En cambio, la izquierda debe apoyar una mayor presión internacional sobre el régimen de Maduro, lo que incluye sancionar y aislar a sus principales dirigentes. Y no estaría de más ningún intento por tratar de reforzar las capacidades y margen de maniobra de la oprimida oposición democrática venezolana.

La no intervención occidental mató la democracia española en los años treinta; más cerca en el tiempo, dio sustento a la horrorosa tiranía de Assad en Siria. Que Venezuela no sea la próxima.


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