Liz tiene solo cuatro años de edad, pero ya ha afrontado experiencias que tal vez muchos adultos no tendrán que encarar durante su vida. La pequeña, de nacionalidad hondureña, se convirtió en abril pasado en una de las primeras niñas en ser separada de su familia debido a la política de tolerancia cero contra la inmigración ilegal puesta en marcha por el gobierno de Estados Unidos a principios de ese mes. La medida ordenaba encarcelar a quienes entraran a ese país sin permisos en regla y daba a los niños y adolescentes que estuvieran en ese caso el estatus de “menores no acompañados”, por lo que debían ser puestos bajo custodia estatal lejos de sus padres.

Después de haber pasado 2 meses en un albergue al que la enviaron en Michigan, luego de que la apartaron de su padre en la frontera con México, Liz se convirtió en uno de los 56 niños que esta semana pudo reunirse finalmente con sus familiares, informó la agencia Efe. Aún quedan más de 2.300 niños en esa situación, cerca de 100 de ellos menores de 5 años de edad, y, aunque el presidente Donald Trump firmó un decreto que ordenaba poner fin a la separación familiar de los inmigrantes, difícilmente la opinión pública olvidará las imágenes que se difundieron de los pequeños llorando en momentos en que policías ejecutaban operativos de captura de sus padres.

El gobierno de Trump está obligado a cumplir con la orden del juez federal Dana Sabraw, de San Diego, California, quien dictaminó que antes del 26 de julio debe concretarse la reunificación de las familias de todos los niños y adolescentes afectados por las políticas migratorias.

Sabraw emitió la sentencia a petición de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles, ONG que presentó una demanda a nombre de una mujer congoleña, solicitante de asilo, que fue separada de su hija de siete años de edad.

Para ordenar la urgente reunificación de las familias migrantes separadas, el juez argumentó, entre otras razones, que la decisión gubernamental “se implementó sin ningún sistema o procedimiento efectivo para rastrear a los niños después de separarlos de sus padres, permitir la comunicación entre los padres y sus hijos después de la separación, y, una vez cumplida la sentencia, reunir a padres y niños”. Se trata de una cadena de errores detrás de la cual pende la amenaza de que se haya ocasionado un daño irreparable a los pequeños que fueron sometidos a una situación traumática continuada, que produce lo que especialistas resumen en un término: estrés tóxico.

Sufrimiento que deja huella. Solo un día después de que se diera a conocer la sentencia de Sabraw, comenzó en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, en Nueva York, un seminario sobre la cobertura de los problemas de la infancia temprana, con la presencia de 28 periodistas de más de 15 países. El tema del encuentro, “Trauma, resiliencia y cerebro en desarrollo”, fue una coincidencia, admitió Bruce Shapiro, director ejecutivo del Centro Dart de Periodismo y Trauma, organizador de la actividad, pero resultó más que pertinente en medio de la crisis migratoria estadounidense.

El término estrés tóxico para explicar las consecuencias que los eventos traumáticos puedan tener en el desarrollo de los niños y en su salud, no solo durante la infancia sino en toda la vida, ha ido ganando cuerpo entre médicos, neurocientíficos y otros especialistas relacionados con el crecimiento.

La pediatra estadounidense de origen jamaiquino Nadine Burke Harris, una de las principales expertas en el área, autora del libro The deepest well, en el que describe sus hallazgos sobre el problema, señaló que ya “no se trata de discutir si el trauma afecta la salud a largo plazo sino determinar cómo la está afectando”.

Burke hizo sus primeras observaciones sobre el estrés tóxico en los pacientes que veía en su consulta en el Centro de Salud Infantil Bayview, en San Francisco, California, donde comenzó a relacionar los síntomas de trastornos de déficit de atención con eventos traumáticos que podrían haber sufrido o estar sufriendo los niños. Luego encontró vinculaciones entre casos de abuso sexual infantil y cuadros como asma y obesidad.

La curiosidad de investigadora y el deseo de encontrar una solución para sus pacientes la llevó a sumergirse en los datos obtenidos por la neurociencia para tratar de encontrar el sustento de esa idea. Partió de la hipótesis de que las situaciones traumáticas disparan una serie de respuestas químicas y biológicas que en condiciones naturales el organismo es capaz de regular y que incluso pueden ser necesarias para reaccionar frente al peligro, pero que también pueden dejar secuelas perjudiciales en los infantes desprotegidos.

“El estrés tóxico puede ocurrir cuando un niño experimenta una fuerte, frecuente y prolongada adversidad, como abuso físico o emocional, negligencia, adicción de los padres o cuidadores o si estos padecen enfermedad mental. También cuando los pequeños sufren de exposición a la violencia o la acumulación de privaciones debido a las dificultades económicas familiares”, explica. 

La separación de los niños migrantes para colocarlos en instituciones reúne las condiciones para ser incluida entre esos disparadores de estrés tóxico en la infancia, pero también otras situaciones como maltrato, falta de estimulación, abuso sexual o crisis familiares, incluido el divorcio.

Las consecuencias del trauma pueden ser devastadoras en los más pequeños, no solo a corto sino también a largo plazo. “La prolongada activación de los sistemas de respuesta al estrés puede obstaculizar el desarrollo de la arquitectura cerebral y de otros sistemas orgánicos e incrementar el riesgo de enfermedades crónicas y de discapacidad cognitiva, aun en los años adultos”, advierte. “Las altas dosis de adversidad afectan no solo la estructura y función del cerebro sino también el sistema inmune y hormonal, e incluso la forma en que el ADN es leído y transcrito”.

La neurociencia del infortunio. En la última década se ha acumulado información científica que permite entender cada vez más cómo el trauma infantil incide en el desarrollo. Charles Nelson, investigador de la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard, se encargó de poner en blanco y negro algunas de las principales evidencias. “Hay que comenzar por señalar que consideramos adversidad como una violación del ambiente en el que debería esperarse que creciera un niño, y esto puede ocurrir por varias causas; una de ellas es que el cerebro se vea privado de la estimulación que se supone que un bebé debería tener”.

En los años ochenta la iniciativa del gobierno venezolano de crear un Ministerio para el Desarrollo de la Inteligencia, una de cuyas principales campañas fue la estimulación temprana, causó más de una parodia, pero la evidencia descrita por Nelson parece darle un nuevo brillo a esas ideas, pues señala que es importante que los bebés sean expuestos a patrones visuales complejos, sonidos, palabras y juegos. Esto podría parecer algo natural en cualquier hogar, pero puede fácilmente pasarse por alto en ambientes de extrema pobreza, asegura el experto.

Las adversidades que conspiran contra el desarrollo de los niños pueden ser psicosociales, e incluyen los traumas derivados de catástrofes o problemas familiares; o biológicas, como las vinculadas con la desnutrición, las epidemias o la contaminación ambiental. Una de las investigaciones que permitió entender cómo el cerebro podía verse afectado por un entorno perjudicial fue el Estudio de Neuroimagen de la Adversidad Temprana de Bangladesh, que retrató la conectividad cerebral en niños menores de tres años de edad y comparó las imágenes tomadas de los pequeños que presentaban retardo del crecimiento y desarrollo, condición asociada a menudo con la malnutrición y la pobreza, con aquellos que no lo tenían.

Los investigadores encontraron que los niños afectados presentaban más conexiones cerebrales que otros. Aunque esto podría verse no necesariamente como algo negativo, Nelson puntualiza que se trata de casos “en los que el cableado cerebral está alterado” y, por  tanto, puede tener consecuencias en los procesos de aprendizaje. El impacto de lo que esto puede significar en el ámbito global se advierte cuando se revisan las cifras de Unicef que indican que hay 152 millones de niños en todo el mundo con retardo en el crecimiento, advirtió la experta de la Fundación Bernard van Leer, Joan Lombardi.

Otro estudio de alto impacto expuesto por Nelson fue un seguimiento a largo plazo de un grupo de niños abandonados que crecieron en orfanatos en Rumania, conocido como Proyecto de Intervención Temprana de Bucarest. Lo que investigadores encontraron, luego de evaluarlos durante 12 años, fue que haber crecido en una institución elevó sus riesgos de presentar deficiencias intelectuales, sociales y emocionales, entre ellas enfermedades psiquiátricas.

Pero la exposición a la adversidad temprana también incrementa el peligro de padecer otros problemas, de acuerdo con los estudios consultados por Burke. Un niño que haya crecido en estas condiciones “es dos veces más propenso a desarrollar enfermedades del corazón y cáncer, y tiene tres veces más riesgo de sufrir una enfermedad pulmonar obstructiva que una persona que no haya estado expuesta a estas situaciones”.

Las zonas seguras. Un panorama que luce tan catastrófico puede conducir al pesimismo, pero para los investigadores esa no es una opción. De hecho, Burke puntualiza en su libro que el conocimiento de lo que ocurre en estos casos es un camino para encontrar respuestas, en forma de tratamiento o de prevención.

“La sola idea de que los eventos traumáticos en la infancia pueden afectar la salud de la gente por el resto de sus vidas es escalofriante; pero si los mecanismos que controlan el estrés son los que están en juego, eso abre una enorme ruta para el cambio”, señala. “Significa que si encaramos esos problemas muy temprano en el desarrollo de los niños, podremos tener un impacto significativo en sus vidas posteriores”.

En esa perspectiva, el papel de los adultos que puedan ofrecer cuidado y protección a los niños en situaciones traumáticas adquiere relevancia. “La influencia de los padres o cuidadores como una pared que permite minimizar el impacto de la adversidad no debe ser bajo ningún caso subestimada”, señaló Burke, en referencia a la crisis migratoria de la frontera estadounidense.

Dana Charles McCoy, de la Escuela de Educación de la Universidad de Harvard, se refirió a la intervención temprana como una llave para tratar de evitar las graves consecuencias de la adversidad infantil y las desigualdades que estas causan a largo plazo, sobre todo en las comunidades más pobres. Sobran ejemplos, señala, de quienes han superado con éxito situaciones difíciles y traumáticas. “Hay que tener en cuenta que la adversidad forma parte de nuestro entorno y que incluso puede ser una ventaja cuando las condiciones correctas ocurren”.

Señala que hay estrategias que pueden ayudar a educadores y a quienes cuidan a los niños a enseñar cómo superar el trauma. “Pero estas herramientas deben aprenderse. Para ello podemos incluir en nuestros programas escolares habilidades específicas como la identificación de emociones y las estrategias para responder a los conflictos”.

La construcción de una conciencia sobre la necesidad de prevenir y tratar el trauma infantil, parece ganar cada vez más batallas, basada en argumentos médicos. El caso de las familias separadas en la frontera estadounidense está sirviendo como hito y como excusa para dar a conocer la información científica que sustenta la prevención de la adversidad en edades tempranas en el único país, por cierto, que no ha ratificación la Convención Internacional de Derechos de los Niños. Cerca de 50 pequeños con menos de 5 años de edad, como Liz, los más expuestos a  eventuales daños producto de la ansiedad por la separación, aún esperan que esa conciencia creciente les ayude reunirse con sus padres.

El invisible retorno de una inversión

La relación entre los sucesos catastróficos y traumáticos y los problemas de aprendizaje o desarrollo en la infancia parece estar clara, pero no ocurre lo mismo con las consecuencias a largo plazo, señala la investigadora Nadine Burke Harris. “Nadie está calculando el costo de las enfermedades crónicas, como diabetes o problemas cardiovasculares, que se derivan de estos problemas. El impacto de la adversidad en la infancia es enorme”, alerta.

Sin embargo, la economista Marta Rubio, especialista en desarrollo infantil del Banco Interamericano de Desarrollo, se propuso precisamente indagar en los datos que permiten iluminar una zona que parece oscura. Su aproximación se basa en algo que resulta obvio, pero que muchos gobiernos olvidan: una deficiente estimulación, salud, nutrición y cuidados en la infancia temprana se traduce años más tarde en una creciente brecha entre los que tienen más y menos recursos. Invertir en esa población, sostiene, se refleja en un mayor rendimiento escolar, reducción de problemas de comportamiento y depresión, disminución del crimen y prevención de enfermedades. “Una de las investigaciones que ha calculado el impacto de la inversión en programas de cuidados preescolares permite sostener que hay un retorno de 12,95 dólares por cada dólar invertido”.

Al estudiar programas de atención infantil en Jamaica, Colombia y Perú, que han implantado iniciativas en varias escalas, concluyó que debe haber un seguimiento cuidadoso para determinar hasta qué punto son eficientes. “Una pobre calidad del cuidado diario puede ser incluso dañina para los niños”, advierte.

Joan Lombardi, de la Fundación Bernard van Leer, se detuvo en comparar algunas de las viejas creencias de la educación temprana con las nuevas perspectivas. “Anteriormente se pensaba que el aprendizaje comenzaba en la escuela, ahora sabemos que comienza desde el nacimiento. Los programas se enfocaban en los padres o en los niños, ahora sabemos que se debe atender a toda la familia. Se oponía la calidad al acceso a los servicios y ahora sabemos que debe haber tanto acceso como calidad”.


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