Elecciones en Colombia, México, Brasil, “comicios” y una crisis humanitaria en Venezuela, el segundo año de la administración del Presidente estadounidense Donald J. Trump y la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) entre Canadá, México y Estados Unidos; ha sido un año de movimientos y de potenciales cambios radicales en el hemisferio occidental.

Mientras algunos han descrito los resultados electorales como una señal de que la “marea  rosa” de fines de los 90 y principios de la década de 2000 desaparece lentamente, en realidad están ocurriendo cambios más profundos. Las elecciones en México y Brasil llevaron a la Presidencia a candidatos que se presentaron ante el electorado como los outsider. A pesar de que llevan décadas en la política, Andrés Manuel López Obrador en México y Jair Bolsonaro en Brasil aprovecharon una ola de descontento popular ante la corrupción,  prometiendo cambios abruptos para asegurar su victoria en las urnas. 

Sus estilos personalistas, sin embargo, presagian una consolidación del poder bajo su autoridad, mientras que sus propuestas para abordar temas complejos, como la seguridad y la corrupción, son imprecisas y carecen de una hoja de ruta que indique cómo se van a enfrentar estas dificultades. Pero más problemática es la tendencia que ambos comparten de hablar sobre un cambio constitucional y su intolerancia ante las críticas y ante la oposición, la que presenciamos durante sus campañas y sus anteriores cargos públicos.

Además de los cambios electorales, sin duda el evento que ha marcado el año es el éxodo venezolano. Según Naciones Unidas, más de 3 millones de personas han huido del desastre humanitario del país causado por las fallidas políticas económicas del Presidente Nicolás Maduro. Más de un millón de esos venezolanos se han refugiado en Colombia y cerca de medio millón en Perú. Brasil, Chile, Argentina, Ecuador y Trinidad y Tobago también han recibido a las víctimas del colapso económico y se espera que muchos más soliciten refugio en países aledaños, con cada vez menos probabilidades de retornar a Venezuela, incluso con una salida pacífica del actual régimen, lo que plantea el enorme desafío de integrar a los refugiados venezolanos en todos los ámbitos sociales como un ciudadano más, al tiempo que se enfrenta la amenaza de una eventual reacción nacionalista en los países receptores.

El factor más importante que determinará tanto el futuro de la política latinoamericana como las relaciones interamericanas, será el populismo que emergió en 2018 y que probablemente continuará el año próximo. A medida que se acerca una nueva ronda de elecciones en 2019, una reacción similar en aquellos países que comenzarán su proceso electoral es muy factible.

En El Salvador el candidato outsider Nayib Bukele, quien se presenta repudiando al sistema político (¿suena familiar?) es el favorito para las elecciones presidenciales de febrero. En Argentina, el Presidente Mauricio Macri enfrenta una batalla cuesta arriba por su reelección en octubre debido a la crisis económica, pero con una oposición complicada por un escándalo de corrupción que involucra a su principal líder, la exmandataria Cristina Fernández.

Por otro lado, las elecciones en Uruguay, en donde el Frente Amplio ha ocupado el poder durante 15 años consecutivos, podrían llevar a una alternancia política tranquila. No es el caso de los comicios en Bolivia, que se realizarán el mismo mes y que representan un desafío distinto. En ese país, el Presidente Evo Morales se ha rehusado a aceptar los resultados de un referéndum popular que rechazó su propuesta de buscar un cuarto mandato consecutivo. El Tribunal Electoral —bajo presión de Morales— ignoró los resultados y el Presidente competirá una vez más. Pero con la opinión pública en su contra, solamente a través de elecciones libres y justas, el mandatario y el país podrían encontrar una salida pacífica y democrática después de 13 años de gobierno de su Movimiento al Socialismo (MAS).

Así como el 2018 fue aparentemente el retorno de la derecha latinoamericana, puede que 2019 sea el año de una reacción populista alimentada por la frustración y la rabia ciudadana, con efectos inciertos y probablemente desestabilizadores, tanto en las democracias de la región y en los gobiernos electos. Mucho dependerá de cuánto los funcionarios públicos y la justicia respondan a las demandas populares y a los resultados de los comicios.

Afortunadamente, la región aún vive —a excepción de Cuba, Venezuela y Nicaragua— en  democracia y, con todas sus fallas, eso es una buena noticia. Como podemos atestiguar en Ecuador, las elecciones pueden generar un cambio democrático para corregir el rumbo hacia la defensa de las instituciones liberales, como se ha visto con la administración del Presidente Lenín Moreno. Otro ejemplo es Colombia, en donde a pesar de las rivalidades personales y partidistas, garantizar mayor seguridad y continuar el camino hacia la paz es una prioridad, tanto para la administración actual como para los gobiernos sucesivos. Al final, abordar los desafíos de la democracia solo puede lograrse a través de la alternancia pacífica, que a la vez garantiza la supervivencia de la propia democracia.


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