Después de la Era Gomecista, en Venezuela se publicaron en años consecutivos La carretera (1937) de Nelson Himiob, Puros hombres (1938) de Antonio Arráiz y Fiebre (1939) de Miguel Otero Silva. En las siguientes páginas glosaré sobre estas novelas que testimonian lo vivido durante aquellos años bajo este punitivo régimen.

Si existe una temática persistente en nuestra narrativa, es la constante de los autores venezolanos por representar la realidad social en sus ficciones. Desde Peonía hasta las novelas de Gallegos, pasando por los escritores de la vanguardia histórica hasta llegar, incluso, a los narradores de estas primeras décadas del siglo XXI.

Desde luego, el espacio narrativo representado afecta las psicologías de los personajes. En estas páginas esbozaré cómo los protagonistas de estas novelas, al estar en el encierro, alejados de sus territorios conocidos, experimentan una transformación en su manera de ser y pensar.

«El novelista vive en un auténtico laboratorio de observación histórica y sociológica» escribe René Girard en Mentira romántica y verdad novelesca (1985, 107). Y apunta en su libro: «Al revelar el deseo de sus héroes, el novelista, como siempre, revela la sensibilidad de su época o de la época que le seguirá» (p. 256). Para Girard, la novela es un cosmos en el que se reflejan el denominador común de la sensibilidad de los seres humanos de determinado momento, desde luego, todo esto es constatable cuando dicha novela es considerada un objeto de estimable valor literario.

Harry Levin en El realismo francés (1974), suerte de Biblia sobre esta estética, apunta las características predominantes del realismo, perfectamente aplicables a las esferas narrativas de nuestro país en el período estudiado. Tenemos, pues, que el realismo social persigue retratar la vida, el mundo real, con precisión pictórica, sin metáforas que embellezcan lo que «realmente» se detalla. Resalta, entonces, que la sencillez, la claridad en el estilo del autor, es fundamental para lograr su principal objetivo, sin recurrir a estéticas o metáforas estridentes que contaminen la realidad tal cual es. El escritor se convierte en un observador acérrimo, en un cronista de las acciones de la vida cotidiana, de lo que ocurre en la plaza, las costumbres del pueblo, su lenguaje coloquial, el mercado, el hogar, la escuela, el cuartel, el puerto, en el campo (Levin, 1974: 37-98) y en la cárcel.

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