Sentado el principio de que

el terror podrá hacer hipócritas,

mas no buenos ciudadanos…

Eusebio Antoñanzas

26 de mayo de 1813

En las coyunturas de angustia colectiva, los cuerpos se rigen por el contagio de gestos y actitudes, sonidos e interpretaciones. Los años de 1812, 1813 y 1814 muestran cómo nuestros ancestros padecieron el terror y qué debieron hacer para lograr entablar la República. No fue una empresa fácil. Simón Bolívar escribió el 13 de abril de 1814, dos meses antes de la emigración a Oriente: “Todo ha sido anonadado”. Tal es el paisaje apocalíptico de la guerra: las pasiones vehiculan la violencia llevándose todo a su paso.

Rufino Blanco Fombona apunta algo clave a la luz de esta idea: “La sociedad, con estos cambios bruscos, estas tragedias, y con la introducción violenta de ideales, ideas, sentimientos e intereses nuevos en una Nación de tradición pacífica, rutinaria de administración soñolienta, donde no pasaba nada nunca, quedó conmovida y desquiciada”. ¿Cómo poner orden en un territorio donde la lanza podía más que las leyes? ¿De qué forma encontrar la razón si todos se temían por igual?

La terrórica de Monteverde

El comisionado Pedro de Urquinaona ilustra el trastorno de Venezuela a través del terror. Lo hace partiendo de los desafueros del capitán general Domingo de Monteverde y sus “satélites”. Su enfoque puede ser visceral, pero su testimonio es interesante: uno, como víctima del régimen canario en 1813; y dos, como sujeto que padeció el terror. ¿Sufre más o menos el terror un individuo afecto al Rey que otro que confía en la República? El Comisionado neogranadino tiene la respuesta. Comencemos con lo que él entendió como la terrórica monteverdiana:

“Estos testimonios patentes de los efectos de tan contrarias conductas convencen que la terrórica adoptada por Monteverde ha ahuyentado de Venezuela la reconciliación y tranquilidad, ‘forzando a sus habitantes a preferir la muerte a un perpetuo castigo, y a estas providencias se deben las invasiones que sufrimos, el número de descontentos, aumento de enemigos y la pérdida de Venezuela”.

Monteverde lo deja claro en un informe del 17 de enero de 1813. Las situaciones de Coro, Maracaibo y Guayana, puntos en el mapa afectos al Rey, no merecían el cuidado de sus oficiales. En cambio, “Caracas y demás que componían su Capitanía General no debe por ahora participar del beneficio” de la constitución de Cádiz. Caracas debía ser reducida a las cenizas. Las leyes podrían venir después; todo intermediario o comisionado representaba un estorbo. Así de simple. En un franco diálogo con el Rey en marzo del mismo año, Urquinaona expresa que mientras “…V.M. se afana y desvela en restablecer la paz, en conciliar los ánimos” aparece de nuevo un conquistador medieval para “paralizar los progresos de la prosperidad a sumergir a los pueblos en el abatimiento, en el desorden y en la confusión” .

Allí donde esté el acto despótico –los encarcelamientos, las requisas, las torturas, los asesinatos– están los llamados “satélites del terrorismo”. Son los lugartenientes de Monteverde, pero también los de Bolívar, Briceño y Mariño. Estos multiplican y hacen mover las poleas del rumor, otra forma contagiante del terror. Las delaciones y otras mortificaciones convierten la opinión en la propia muerte. El 9 de febrero de 1813, la Real Audiencia informa al Rey que se “hallaban reos sin causa; otros cuya procedencia se ignoraba; otros que no se sabía quién los mandó prender y no podía dar razón del motivo de su prisión”.

Sobrevivir: voluntad primigenia

Urquinaona se detiene a observar las consecuencias del terror en la estabilidad del hombre de a pie. “El pueblo se dividió en facciones de opresores y oprimidos”, dice. Se infló “la llama de los partidos”, los “excesos” taparon los “egos capciosos de la seguridad pública”. La minuta emocional corrió la voz de la división.

El resentimiento prendió en las alcobas, tabernas, plazas, salones y pulperías. Urquinaona, estudioso de la tradición latina, cita la lección: era “muy fácil prever que semejante conducta, comprobada con hechos y testigos caracterizados, no podía engendrar sino lo que anunció Cicerón: sediciones y discordias”.

Frente a las amenazas inminentes, los sujetos sienten la cercanía de la muerte. Cuando esto sucede, la colectividad regresa al estado salvaje, activando la pulsión de auto conservación: protegerse representa una carrera por conquistar otro segundo más de vida. Se trata de sobrevivir a la agresión, a la crueldad, al hambre, a la enfermedad, al abandono.

La guerra a muerte igualó el dolor y el padecimiento sin distingos sociales, económicos y étnicos. El ejemplo más palpable lo da Martín Tovar Ponte el 27 de junio de 1814, uno de los tantos padres que se despidió de su familia; ese día el caraqueño le confiesa a su esposa en una última carta: “morir es mejor”.

“No temer al otro”

Urquinaona se consigue en su camino lo que Remo Bodei ilustra en tiempos del terror jacobino francés, salvando las distancias del caso: “En los regímenes despóticos los hombres pierden las razones del vivir. Secretamente prefieren o el imperio de los sentidos (que les haga olvidar los males que los afligen y que ellos mismos infligen a otros) o la muerte, a la que siempre están prontos o resignados”.

La voz de Urquinaona percibe a los sujetos completamente separados entre sí: estos viven juntos por la fuerza repulsiva de las pasiones que los aíslan. Pero también alejados de la confianza y la solidaridad recíprocas, degradando a los ciudadanos a súbditos y generando así la más completa, fatalista y vil pasividad política, apenas interrumpida por alguna esporádica, rabiosa y fugaz llamarada de rebelión.

El terror es la otra cara de la confianza y la seguridad. En El espíritu de las leyes, Montesquieu explica que tanto en las monarquías como en las repúblicas, la libertad política de los ciudadanos, hombres y mujeres, descansa sobre “la tranquilidad de espíritu que proviene de la consideración que cada uno tiene de la propia seguridad”. Solo hay un requisito que priva el equilibrio de la polis según el pensador francés; y el comisionado Urquinaona sabía de qué se trataba: que “el gobierno sea tal que el ciudadano no deba temer a otro”.


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