La naturaleza de un libro como “Pensar la transición” remite de inmediato a la exclamación de Karl Jasper: “¡Yo no soy yo solo!”. Y esta correspondencia procede porque son muchas las personas y organizaciones que están involucradas y que merecen ser recordadas y reconocidas. En primer lugar, encontramos a Nelson Rivera quien concibió la idea de entrevistar a catorce personas, vinculadas a las distintas disciplinas culturales, que debían atender nueve preguntas cargadas de un inteligente sentido de desafío. Además de Nelson Rivera y de los autores (Ana Teresa Torres, Claudia Curiel Léidenz, Diego Arroyo Gil, Edda Armas, Harry Almela, Igor Barreto, José Vicente Carrasquero, Karl Krispin, Luis Moreno Villamediana, Miguel Ángel Campos, Oscar Lucien, Pablo Antillano, Rafael Arráiz Lucca y Víctor Guédez), se impone mencionar a Tomás Straka y a Rafael Quiñones quienes, respectivamente, redactaron un prólogo y un epílogo. El primero enmarcó adecuadamente los contenidos del libro en un contexto delimitado por cuatro coordenadas básicas, como son la esperanza y el temor, por una parte, y el compromiso y la incertidumbre que prevalecen en las diferentes respuestas ofrecidas por los autores. Esta especie de rayado de la cancha, se completa al final del libro con el análisis que, a manera de epílogo, escribe Rafael Quiñones, y en el cual realiza una aproximación comparativa de las entrevistas y llega a la conclusión de que son más las coincidencias que las diferencias. Todo este esfuerzo lo ampara bajo un epígrafe que rememora la célebre sentencia de Antonio Gramsci: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Desde luego, de inmediato debe subrayarse con especial gratitud a los editores que, encabezados por Marcelino Bisbal y Ricardo Ramírez, aseguraron la incorporación del libro a la “Colección VISIÓN VENEZUELA” de UCAB Ediciones. En este orden, debe igualmente destacarse el financiamiento de la publicación a cargo de la Fundación Konrad Adenauer. Sin duda, es menester estimar a quienes nos acompañan en esta presentación del libro, y que forman parte de los lectores reales y potenciales de esta publicación. Este público es el que, en última instancia, asegura el sostenimiento de este esfuerzo, porque un libro sin lectores se convierte en un ataúd.

Luego de atender estos requisitos protocolares queremos aprovechar la oportunidad para intentar una aproximación sobre el tema de la transición. Para asegurar la brevedad y descartar cualquier divagación intentaremos reseñar tres condiciones para la transición, así como tres actitudes y tres propósitos.

Las tres condiciones se sintetizan en los siguientes puntos: lo primero que se requiere es un sector democrático fortalecido y con esclarecida consciencia  de  dirección. Esta idea se asimila fácilmente si comprendemos que el régimen se apoya en una musculatura que proviene de tener el poder político que se asocia a  las instituciones públicas, también tiene el poder militar de las armas, igualmente posee el poder comunicacional de las cadenas, así mismo dispone del poder económico de las divisas, todo lo cual se complementa con el poder de la calle que se inscribe en una minoritaria pero beligerante y altisonante militancia. A todos estos poderes añade el poder que procede de la falta de escrúpulos. Ciertamente, aquí se valida el concepto kafkiano de “las ventajas de la desvergüenza”. En un sentido metafórico, podríamos sostener que este régimen dictatorial es como un inmenso océano, mientras que el sector democrático de oposición es equivalente a la robustez del Titanic que se está hundiendo debido a su agrietamiento y a la potencia de las fuerzas marinas. Cada vez nos queda menos tiempo y solo encontramos una boya que sirve de salvavidas postrera. Esta boya es la MUD. La alternativa es dilemática y eliminatoria: le das golpes y maltratas a la boya o aceptas que es el último recurso al cual debes recurrir porque es el asidero final y el agua no tiene agarradero. Una segunda condición para la transición la comprendemos al aceptar que nuestra actual realidad es comparable con  un campo de exterminio: sabemos que los sectores extremistas no construyen cámaras de gases porque no hay condiciones que se los permitan, aunque esa intención no está lejana de sus radicalismos perversos. Igualmente, sabemos que, tal como lo planteaba Samuel Huntington, en “El choque de las civilizaciones”, el odio entre los pueblos o dentro de los pueblos, difícilmente se erradica totalmente, salvo con el genocidio. Y, frente a realidades de esta naturaleza, lo más digno es adoptar conductas semejantes a las que asumió el psiquiatra austríaco, Víctor Frankl, quien al ser recluido en Auschwitz, se comprometió con tres objetivos: sobrevivir, ayudar y aprender. Pues bien, afortunadamente logró concretarlos. Algo semejante nos corresponde a todos los que nos encontramos en este territorio de crueldad, injusticia e impunidad en lo político y degradación, pobreza y descomposición en lo social. Debemos luchar para sobrevivir y para no caer en las redes de la muerte y de la cárcel, también estamos obligados a ayudar a quienes tienen menos que nosotros. De cada uno siempre depende la satisfacción de las necesidades de otros. No estamos obligados a ayudar ni a resolver el problema de todo el mundo, pero sí estamos obligados a ayudar y resolver la necesidad de aquel a quien nadie mejor que nosotros está en condiciones de hacerlo. Igualmente, tenemos que afianzar el aprendizaje derivado de esta lamentable experiencia e intentar transferirlo en beneficio de las próximas generaciones. La última de las condiciones anunciada para la transición se refiere al diálogo inspirado preferiblemente en la acepción de la asunción recíproca de roles propuesta por Habermas y que se puede resumir en ocho preguntas clave: 1) ¿Qué quiero? 2) ¿Qué quiere el otro? 3) ¿Qué quiero del otro? 4) ¿Qué quiere el otro de mí? 5) ¿Cómo puedo ponerme en los zapatos del otro? 6) ¿Cómo puedo lograr que el otro se ponga en mis zapatos? 7) ¿Cómo hacer para trabajar juntos? 8) ¿Cómo crecer juntos?

Las tres condiciones descritas deben estar acompañadas de tres actitudes. La primera actitud es evitar las cuatro “D” negativas: la desesperación, la desesperanza, la disonancia cognitiva y la desconfianza. La desesperación solo produce improvisación y equivocación, al igual que retrocesos y pérdidas. Si aceptamos que el tiempo se venga de todo lo que viene sin su consentimiento, tendríamos que admitir también que no se puede llegar sin recorrer la distancia necesaria. También es dañina la desesperanza porque ella se equipara con una espera y toda espera es una profecía que se cumple a sí misma. Desesperanza y desunión constituyen las debilidades más traumáticas ante una disyuntiva como la que vivimos. Por su parte, la tercera “D” a evitar es la disonancia cognitiva que consiste en adoptar una conducta contraria a la que proclamamos, es decir, ser alguien diferente al que se cree ser. Esto se hace efectivo cuando le reclamamos a otros que hagan lo que no somos capaces de hacer o en proclamar lo contrario a lo que se hace. La última “D” es la desconfianza que, como sabemos, es producto de una baja credibilidad en los demás sin tener las pruebas suficientes para justificarla. No podemos perder de vista que cuando se ve al otro como parte de ellos, el corazón se cierra; mientras que cuando el otro se ve como parte de nosotros, el corazón se abre. Estas cuatro “D” deben complementarse con una segunda actitud que se inscribe en movernos inteligentemente en los espacios que engendra el cruce de dos coordenadas. La primera va desde el pesimismo propio de la inteligencia hasta el optimismo propio de la voluntad. Este equilibrio se impone por las tensiones que aparecen cuando se confronta el pesimismo, que se comprueba al analizar racionalmente la realidad, con el optimismo de aceptar un compromiso para afrontar los desafíos asociados a los riesgos previstos. Pues bien, la idea es cruzar este eje horizontal con otro eje vertical, que recorra desde el trabajar por lo mejor hasta el prepararse para lo peor. Dos opciones opuestas pero factibles y no excluyentes de nuestras percepciones. La idea esencial es asumir una actitud centrada en nuestro círculo de influencia para extenderlo y promoverlo, de tal manera, que invada el cuadrante que conjugue el trabajar por lo mejor con el optimismo propio de la voluntad. La tercera y última actitud, se concreta en lo que podríamos denominar la metáfora de las olas. Ella nos recuerda la conveniencia de replicar los movimientos de las olas que, como sabemos, avanzan con la esperanza de una progresiva ampliación de su cobertura, pero que, igualmente, asumen con madurez la humildad propia del replegarse para retomar el impulso. En medio de la humildad y la esperanza se encuentra el esfuerzo renovado que permite intentar de nuevo el impulso para avanzar.

Como lo hemos dicho, las tres condiciones iniciales y las tres actitudes mencionadas se proyectan hacia la consecución  de tres propósitos. El primer propósito se desagrega en cuatro “R”, como son: la reconciliación, la reinstitucionalización, la recuperación económica y la redimensión cultural. A vuelo de pájaro cabe decir que la reconciliación es un compromiso insoslayable, so pena de no hacer sostenible ningún empeño. El país es de todos, en él cabemos todos y todos tenemos que ser parte del desafío. Lo contrario de la reconciliación es el resentimiento y sabemos que este actúa como un ácido que, gota a gota, corrompe al recipiente que lo contiene. La idea no es acabar con los distintos para que todos seamos iguales, más bien lo que debe aspirarse es a fomentar un país en donde se acepte que el otro no es malo porque es diferente, sino que nos hacemos malos los que no aceptamos el derecho de los otros a ser diferentes. Desde luego, que el propósito de la transición debe alcanzar también la idea de la recuperación económica que permita incorporarnos a un sendero que atienda las realidades agudas de menesterosidad y precariedad que prevalecen. En este orden, se asoma con fuerza la tercera “R” de la reinstitucionalización, porque sin instituciones sanas y democráticas se hace imposible asegurar alguna conquista. Así aparece la cuarta “R” que reclama una reorientación cultural que permita fomentar los valores cívicos, productivos y éticos que incentiven la presencia de ciudadanos con una vocación de trabajo y con una disposición de hacer más humano al ser humano. El segundo propósito se inscribe en la idea de pretender una intervención quirúrgica que no debe ser necesariamente invasiva y que, a cualquier costo, debe evitar la expectativa de una autopsia. La idea no es pensar en borrar a los que no están con nosotros, pues eso significaría hacer lo mismo que hemos criticado. El empeño que se hace es a partir de las diferencias y para tolerar las diferencias. Esto es lo verdaderamente democrático. El último propósito se focaliza en el compromiso insoslayable de aspirar a un unificador que esté bien lejos de la idea de un vengador. Cabe, en este sentido, recordar, con palabras de Francis Bacon, que: “Vengándose, uno se iguala a su adversario, perdonándolo, se muestra superior a él”. Bajo la orientación de este espíritu debe prevalecer la justicia sobre la retaliación.

El tiempo ahora solo permite una brevedad y, en este sentido, procede concluir con la reflexión que hacía Albert Camus cuando recibió el Premio Nobel de Literatura, y que tiene una particular vigencia en el ámbito de nuestra realidad venezolana. Decía el novelista y filósofo que: “Cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizá mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”.


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