Para A. V. M.

Sí, los inmigrantes (indocumentados o no), los afroamericanos, las mujeres, los musulmanes, cualquiera con dos dedos de frente, o un corazón en el pecho, y un largo etcétera. Uno sabe demasiado bien (es venezolano) que es peligroso dejar que un idiota –y encima bocón– se siente en esa silla. Vamos, sabe que corren tiempos difíciles y ese tonito de uno, supuestamente incendiario, casi no viene a cuento cuando se está incendiando el parque. Dicho esto, se terminaron las disculpas. Tal vez sea suficiente para los fanáticos de las genuflexiones y la corrección política: esto-no-es-un-artículo-de-opinión.

Es que no vengo de un país, sino de un muladar. Y los inmigrantes (indocumentados o no), los afroamericanos, las mujeres y los musulmanes que hablan con uno; los grandes politólogos que hablan con uno, que lo azuzan; los luchadores sociales, tan impresionados porque se gobierne desde Twitter… ni se lo imaginan. ¡Con cuánta ligera (casi emocionada) conmoción le hablan a uno de fascismo! ¡Qué logorrea elocuente de jerigonza comunistoide! Y uno se calla porque no es una competición. Y después de la marcha, por el medio de la calle y estruendosa, acompaña a los amigos, tan sensibles, a un bar. Y pide un ginger ale porque aún no aprende. Y en la alta madrugada los ve volver a casa dando tumbos (no en Uber, «que son unos fachos», sino en Lyft) sin sentir, como es debido, que corren otro riesgo que despertar sobre su propio vómito.

Entonces uno revisa el teléfono celular (sí, aquí se puede de noche y de día). “Ya hoy van cuatro”, piensa, “ya van cuatro correos electrónicos donde New York University se disculpa por haber dejado que un idiota se sentara en esa silla”. Y le ofrecen a uno terapia, asesoramiento legal, apoyo moral y hasta fiestas con comida gratis para que no se deprima. Y uno se deprime pensando en sus otros amigos (los de allá), a los que nadie les pide disculpas. Suena incluso ridículo porque qué importan las formalidades, pero importan. Y recuerda ese otro correo electrónico que borró, como espantando una ceniza, de un estudiante que explicaba avergonzado que no podía ir a la clase porque no le alcanzaba el dinero para el pasaje. Y recuerda que su mamá lleva más de un año comprando, con salario de maestra, toda suerte de galletas y tentempiés para llevar al colegio en el que trabaja y dárselas a los niños que se marean.

Pero no hay que ser tan duro. Caracas está muy lejos de Nueva York, es natural que todos estos puertorriqueños, que todos estos argentinos, mexicanos, colombianos, peruanos, españoles o chilenos no se acuerden de Caracas, que ni se la imaginen: asediada y miserable. Es natural que aquí, en una marcha “en contra de la situación” en Venezuela, solo haya venezolanos (cuatro o cinco, además, que luego son vilipendiados por otros venezolanos, en las redes sociales, que “piensan” que deberían devolverse al país o cerrar la boca). Es natural que te pregunten (uno va a convertirse en maestro zen) si igual antes las cosas no estaban peor. Es que corren tiempos difíciles, hay demasiada información y el corazón no aguanta tanto. Uno debe dejar que los demás escojan sus batallas.

Pero uno no puede evitarlo, aunque guarde silencio por respeto, por respeto al derecho inalienable a la queja. Supongo que es inaudito que encontraran unos milloncitos de dólares debajo del colchón de la hija de los Kirchner – María Gabriela Chávez le daría unos milloncitos de dólares a un ciego para que no la mire. Supongo que en España habría que discutir la división de los poderes – ay, Tibisay, bajándose para el PSUV sus pantaleticas Victoria’s Secret; ay, Maikel José, el ex presidiario; ay, la onomástica monstruosa del chavismo. Claro que es insólito que aquí unos cuantos idiotas sueñen con un muro (sueñen con un muro que ya existe). Y es insólito que otros se estén enterando de que ya existe el muro y de que Obama (el gran deportador) tal vez no era tan bueno. Y es insólito que alguien crea que algo decente puede salir de que la viuda del sur y sus amigos gobiernen para siempre. Claro que ningún país es Suecia, sino Suecia. Y líbrame, Señor, de que un sueco me pregunte si antes las cosas no estaban peor. Líbrame, Señor, de un sueco antisistema.

Vivo en una ciudad que no me cabe en los ojos. No sé dónde poner toda la belleza que he visto para no olvidarla nunca. Una exposición de retratos en el Whitney Museum me dejó ciego. Vivo en una ciudad que es todas las ciudades, que no bosteza, ni se agota, ni se avergüenza. Vivo en una ciudad donde un día sí y otro también hay una manifestación en contra de algo. Donald Trump, por ejemplo. Vivo en una ciudad que lleva siglos dándole batalla al odio, una ciudad que no le teme a nada. Seguramente hay muchas personas sufriendo ahora mismo, que deben tomar el camino más largo para llegar al trabajo, por evitar las redadas, que tienen miedo de la policía. Dios sabe que uno sabe lo que se siente. Tomar el camino más largo, digo, tener miedo de la policía. Es a esas personas a las que me gustaría decirles: “vivo en una ciudad que no le teme a nada”; pero también: “vengo de un muladar”.

Y qué jodida es la pobreza con frío, qué jodido es ver a un hombre, a una mujer, durmiendo a la intemperie… pero hasta en eso Manhattan da lecciones. Ahí están, no tienen dónde vivir y viven en la calle, eso es todo. Te miran a los ojos y hasta conversan contigo si les hablas, por algún extraño motivo no te quieren asesinar. Lamento no estar más indignado, pero es que vengo de un muladar. Uno debe de estar perdiéndose de algo, casi veinte años de dictadura militar y extrema pobreza le nublan a uno la visión. Llegué a esta ciudad con tres heridas y con qué arte ha zurcido cada una: la de la muerte con vida, la del amor con amor (amor del bueno), la de la vida con más, mucha más, vida. Jodido es lidiar con la culpa de haberse “salvado”.

Acordemos que uno está equivocado (vamos, casi siempre lo está, a fin de cuentas) y los voceros del Apocalipsis tienen razón: todo se ha perdido. Vivo en una ciudad que no me cabe en los ojos pero que (todavía) no me pertenece. Tal vez ese sea el problema. Me han dado el permiso y el privilegio de estar aquí algunos años, si después de eso me corren ojalá tenga adonde regresar. Si antes de eso enloquecen y me corren ojalá tenga adonde regresar. Que cada quien escoja sus batallas. La mía es contra Diosdado Cabello, un milico asesino que cree que mi país le pertenece; contra Nicolás Maduro, la servidumbre tarada de los milicos que creen que mi país les pertenece. Ojalá que el nuevo muro (más alto, más malo, más republicano) llegada la hora me deje salir.


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