La expresión komtach utilizada en Camboya durante la Revolución significa “reducir a cenizas”. El aniquilamiento era lo menos que podía alcanzarse cuando del enemigo se tratase. Lo explica con un discurso fino y una voz suave y profesoral el genocida Kaing Guek Eav, alias Duch, en el documental Duch, el maestro de las fraguas del infierno (2011, Rithy Panh). Igualmente austero que el anterior S21: La máquina roja de matar, esta suerte de secuela sobre el genocidio camboyano está centrada en el primero de los jemeres rojos que pagó juicio y condena por asesinato en masa, el director del S21, lugar donde torturaron y mataron a la mayor parte de los funcionarios de su régimen, además de civiles comunes. La cifra de muertos supera los doce mil.

Duch es un hombre delgadísimo de dientes manchados, mirada vidriosa, y una inteligencia tan vasta como su cinismo. Da gusto escuchar su tono de voz, su cadencia, sus pausas. Elocuente y nunca dubitativo, Duch cita pasajes en francés y deja ver su amplia cultura a lo largo de casi dos horas de cinta, durante las cuales la cámara de Panh apenas se aparta de planos medios y primeros del personaje. El propio Panh ha comentado la seducción que ejerce este personaje. “Quería pintarme”, comentó.

Panh combina las imágenes de su sujeto con imágenes de las muertes, de gestos pequeños y breves que explican mejor lo que se está diciendo, de fragmentos de su documental anterior. Estos últimos se los hace ver a Duch quien la mayoría de las veces reacciona con una sonrisa apenas perceptible, mínima, pues se trata de secuencias en las cuales los torturadores y guardias que trabajaron bajo su mando hablan sobre las maneras de trabajar del personaje. Duch explica que es un marxista-leninista, que quiso apoyar la Revolución, y no soporta el trabajo mal hecho. Desprecia la incompetencia y las excusas. Dice que nunca mató a nadie, que él era un gran maestro, impartía la ideología y los métodos de tortura del Partido. “¿Qué pasa, camarada? ¿Ya no da la talla?” es lo que recuerda Duch le dijo una vez un superior cuando algo bajo su mando no salió como se esperaba. Y no pudo soportarlo.

“¿Cómo pude ir en contra de mi propio pueblo y matarlo?” dice con voz delicadísima hacia el final de la película. La lucidez de este hombre lo revela racional y profundamente humanista, no un monstruo como se insiste en llamarle. Tampoco es incoherente su discurso: están muy claramente expuestos sus lineamientos éticos. Él lo sabe. Panh también. Por eso no se aleja de él a un plano más abierto sino al inicio y al final de la cinta, en un par de planos casi americanos en los cuales vemos a Duch en su celda ejercitándose, como si alejarse significase que se aparta la mirada, y al hacerlo, surja la posibilidad de que este se convierta en amenaza real, de que su zarpazo alcance nuestro cuello.

Duch continúa comentando la ideología como algo criminal; sin embargo, dice que la crueldad y la maldad no forman parte de ella. En contraste, uno de los torturadores que aparece en el documental anterior de Panh, explica cómo se le daba de comer cucharadas de mierda a los prisioneros para que hablasen. “A veces no nos gusta decir la verdad por vergüenza, decimos media verdad y media mentira”, susurra Duch el cínico, el encantador. Panh ha puesto al espectador frente a frente con el Mal, lúcido, seductor, y profundamente humano en este documental que, dejando de lado las imágenes de los miles de muertos, podría verse como una clase académica, o como una conversación necesaria y cercana con la maldad: aquella que se insiste en desestimar como fuerza principal de totalitarismos como el camboyano.

https://www.youtube.com/watch?v=D5q-RDv4dYw


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