A partir de los juicios del nacionalsocialismo quedó claro que un oficial nazi que llevara el control de cuántos judíos ingresaran a un vagón camino a Auschwitz era tan culpable y responsable de esas muertes como el que les disparase o llevara a la cámara de gas, pues era necesario –dada la índole del crimen– que se les juzgase como masa. Sin embargo, reiteradamente los aludidos han negado la responsabilidad, tal vez por miedo a reconocer lo que han hecho, en cuyo caso tendrían conciencia de que hicieron el mal y temen a la culpa, la vergüenza y el castigo. Cuando los asesinos se ven enfrentados por alguien con preguntas sobre las matanzas y las razones que los llevaron a ellas, estos responden a los señalamientos con silencio y ataques verbales. Tal vez sea que no crean haber hecho el mal y por ende no entiendan por qué se les acusa. El cine ha tratado con asuntos de esta índole desde que fue posible documentar un genocidio. El totalitarismo, como el cine, pertenece al siglo veinte. Están unidos: los totalitarismos se valen del cine para incrementar su poder y este es inevitablemente un arte de masas, por más que las computadoras personales y tabletas y el acceso a la Internet hayan logrado que se regresase a la experiencia individual de la imagen en movimiento como durante el auge del quinetoscopio de Edison. El documental vendrá de la mano entonces a dejar testimonio irrefutable de los horrores que el hombre le hace al hombre en el siglo de los genocidios.

En El acto de matar (2013) el director británico Joshua Oppenheimer muestra los testimonios de  las matanzas perpetradas por el Estado indonesio entre 1965 y 1966: se calculan de quinientos mil a un millón de ciudadanos, a manos de matones agrupados como policía del régimen, cuyas ganas de parecerse a los gángsters y personajes de acción de sus películas favoritas eran satisfechas cuando recibían la orden de asesinar. Escribe Antonio Muñoz Molina sobre esto en una nota de El País: “En una provincia indonesia, hacia la mitad de los sesenta, delincuentes de barrio que en circunstancias normales no habrían llegado a más que a dar miedo a algunos tenderos se convierten de la noche a la mañana en señores de la muerte, y aprovechan para poner en práctica lo que han visto en viejas películas mal proyectadas y mal dobladas en cines al aire libre, igual que los rambos de otra generación futura verían las suyas en copias piratas de VHS”. Estas personas, quienes cuentan cómo degollaban enemigos y luego bailaban el chachachá sobre el charco de sangre (no es metáfora), continúan gobernando hoy.

Tanto El acto de matar como La mirada del silencio (2015), secuela sobre las matanzas y las víctimas enfrentando a los victimarios, son películas muy difíciles de ver. En aquella el espectador busca alguien con quien crear empatía y solo da con los matones alrededor de quienes se lleva a cabo la película. “La pesadilla es tan poderosa que dura más que la película”, escribe Muñoz Molina.

Las ideologías hacen que matar sea razón de Estado. La que poseyó a los indonesios acabó con los comunistas, y los comunistas, habiendo alcanzado el poder, habrían hecho lo mismo con ellos. Las guerras civiles son tan cruentas, dice Arturo Pérez Reverte, porque todos se conocen: hermanos se matan por ideologías hermanas. En El acto de matar estamos ante hombres que cuentan cómo inventaban nuevas maneras más eficaces de degollar a los “enemigos” y sonreír mientras comentan a continuación que se querían vestir como los personajes de sus películas favoritas, y que pondrían música muy alta que los entusiasmase más y ahogase los gritos de las víctimas. Los hay quienes se divierten haciendo el mal.

https://www.youtube.com/watch?v=F_2WgsY6Cis


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