La historiografía ha contabilizado con pudor los fracasos patrióticos de los procesos hispanoamericanos de independencia. La literatura se ha encargado de dejarla en evidencia desplazando el prócer omnisciente por el sujeto histórico marginal. En La ruidosa marcha de los mudos, el colombiano Juan Álvarez presenta este desplazamiento como una forma de capturar la confianza en otras posibilidades del presente que entrega el pasado. Aunque el autor se basa en archivos encontrados sobre el que será su personaje principal, además de una novela histórica, leemos una obra que teoriza sobre la condición testimonial de todo escritor frente a su propia experiencia y el carácter aparentemente inofensivo que representa su oficio en momentos políticamente coyunturales. El personaje principal, el mudo José María Caballero, ofrece su voz escrita como el pasaje por donde deambulará la memoria de aquello que fue, o quiso ser, Colombia a principios del siglo XIX.

Si la novela histórica concede espacios a las políticas de identidad, en el caso de La ruidosa marcha de los mudos lo hace desde el principio de rebeldía, no solo por la cercanía a los que no tienen voz, sino por el mismo derecho a la subjetividad que estos merecen desde su propio lenguaje. La técnica de Juan Álvarez logra que el mudo José María Caballero se ocupe de su primera persona (afectiva, política, privada, pública):

“Véase, Caballero. Si mejora la ortografía y pone esta razón aquí, y le mete enjundia a esto allí, véase bien, caray, que no está usted solo charlándome, sino trazándose el alma con tanta contempladera de los anchos del reino. Por ejemplo esta belleza, y le señaló una línea de ese cuaderno del habla que nadie nunca antes le había hurgado:

Miles de horas arrullar cacumen con versos canturreados. Cientos de cálculos en el horizonte al frente. Una que varias señoritas del camino. La negra Tadea, en Tocaima. La mestiza Clara por la Plata. Una única maldita soledad siempre: este camino de herradura y suspiros” (p. 52).

El cuaderno de José María Caballero es su vida porque en la medida que es experiencia, también es lenguaje. El autor intenta, en el sentido de Beatriz Sarlo en Tiempo y pasado, que la memoria no colonice el pasado para organizarlo con base en las emociones y las concepciones del presente, para ello, la obra naturaliza palabras, frases y giros lingüísticos de un narrador recuperado de la época independista colombiana.

La legitimidad del testimonio viene dada como procedimiento narrativo, quiere decir que no se trata de la experiencia personal del autor porque en la novela las certezas de la interpretación son más posibles cuando su fuente es otra: la experiencia del escritor José María Caballero. Juan Álvarez narra las condiciones en que los manuscritos o cuadernos del habla del mudo José María Caballero significan algo. Ser testigo, ser víctima o victimario desde una experiencia comunicativa particular que involucra al cuaderno como mediación, de este modo, se convierte en sujeto de la comunidad donde participa.

Por otro lado, la eventualidad de un prócer como Antonio Nariño en la obra distancia las explicaciones sobre una finalidad heroica propia de la inmediatez de la información, en su lugar, la novela proyecta el misterio producto de la maceración de una historia inédita, la de Caballero, que ahora sobrevive en la literatura y eso es suficiente.

Es posible que el personaje principal de La ruidosa marcha de los mudos comparta la voz del daimon que según Sócrates en los diálogos platónicos es una:

“(…) manifestación divina o de cierto genio, que me sobreviene muchas veces. Incluso se habla de ella en la acusación de Meletos, aunque sea en tono despectivo. Es una voz que me acompaña desde la infancia y se hace sentir para desaconsejarme algunas acciones, pero jamás para impulsarme a emprender otras. Esta es la causa que me ha impedido intervenir en la política, cosa que me ha desaconsejado, creo yo, muy razonablemente” (Platón, 1997, Apología, 31d).

Sin embargo, en José María Caballero su condición de oprimido y no de filósofo divorciado de la letra logra que la voz del daimon despliegue en la aridez de los recursos del poder, el florecimiento de una vena política en la que finalmente coincidirá con Sócrates al afirmar con desconfianza que: “Los mismos nuestros son los peores y nadie es la patria” (p. 212). Porque mudarse la voz desde la escritura y como conciencia crítica no fue sino un ejercicio de resistencia compartido con el arte, es decir, el resultado de una historicidad que deviene su propia autonomía.

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La ruidosa marcha de los mudos

Juan Álvarez

Seix Barral

Biblioteca Breve

Bogotá, 2015


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