El Juan que yo conocí era un ser de una inmensa ternura, cuya mirada lo decía todo. Su sonrisa en los labios, que apenas se entreabrían… Estos recuerdos se han quedado en mí.

Él tenía grandes deseos de viajar, conocer su país, oír historias. En la época en que fue agente de ventas tuvo la oportunidad de recorrer gran parte de México y se volvió un experto en el manejo de su automóvil. Disfrutaba conversando, y eran interminables las pláticas que sostenía con sus compradores o la gente de los pequeños pueblos. Me hablaba alegremente de sus grandes ventas, y siempre iba acompañado de su cámara Rolleiflex. En cuanto a sus viajes al extranjero, que fueron numerosos, siempre regresaba cargado de regalos.

Había algo en él que nunca pude entender, aún a estas fechas, a 17 años de su ausencia: nunca tocamos el tema de sus padres, sobre todo el de su madre. Tal vez en su amor triste él sufría en silencio. Muchas veces le llegué a preguntar: ¿qué te pasa, Juan? Dime… Mas nunca tuve una respuesta; solo su mirada que se perdía en el espacio. Llevaba a cuestas una inmensa tristeza. Decían que posiblemente la había heredado justamente de su madre, María. Hay tantas incógnitas en la vida de Juan que indagar en ella es entrar en un mundo de suposiciones y zonas inseguras, que refuerzan lo que él mismo escribió: “Nadie ha recorrido el corazón de un hombre”.

Afrontar la tarea de escribir sobre la vida de Juan Rulfo requiere del empeño de una persona con una actitud escrupulosa y sincera, que deje a un lado anecdotarios o mitos sin sustento. Juan no vivió con la actitud de que su persona pasara a la posteridad. Lo que deseaba es que su obra lo hiciera.

Clara Aparicia de Rulfo

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En 1955 publiqué un breve ensayo sobre Pedro Páramo, de Juan Rulfo, en la revista francesa L’Esprit des Lettres. No iba yo mal acompañado, pues en el mismo número (6, noviembre-diciembre 1955) escribían Jules Supervielle y Lanza del Vasto, Paul Eluard y Jean Giono. Señalo este hecho para recordar el esfuerzo que llevamos a cabo algunos escritores de ese momento en defensa de una novela que, medio siglo más tarde, es considerada una de las mayores, en cualquier lengua, de la pasada centuria y, para mí, la mejor novela mexicana de todos los tiempos.

No es que faltaran los elogios a Pedro Páramo en 1955, fecha de su aparición. Pero resulta asombroso, hoy, leer consideraciones acerca de la “desordenada composición”, la falta de unidad, la ausencia de argumento central, las escenas deshilvanadas, el esquematismo. Una “mera sinopsis”, una exposición “irresuelta” y “relatos inconexos que naufragan por falta de unidad”. Todos estos reproches partían de concepciones inánimes de la novela como unidad de personajes, argumento y estilo. La elipsis narrativa de Rulfo desconcertaba a los críticos y lectores de novelas “bien hechas”, es decir, adheridas a la lógica y sin resquicio de misterio. La cercanía de Pedro Páramo a la forma poética enajenaba, también, a críticos y lectores acostumbrados a novelas que lo eran porque, a la manera de Zola, describían detalladamente muebles, calles, carnicerías y burdeles.

Rulfo estaba haciendo y diciendo algo distinto y tan simple como esto: la creación literaria pertenece al mundo plurívoco de la poesía. No se la puede juzgar con el criterio unívoco de la lógica. En la lógica, los hechos tienen un solo sentido. En la poética, tienen muchos sentidos.

Este es el hallazgo que separa a Rulfo de las categorías “realista”, “naturalista”, “costumbrista”, “documental” y otros “fieles reflejos de la realidad” que la preceptiva crítica mexicana de mediados del siglo XX exigía. Incluso, como para hacerle el gran favor, algunos críticos dijeron que Rulfo era un realista, para contraponerlo a la fantasía o “el arte por el arte” practicado por los malos (y reaccionarios) escritores, no solo mexicanos, sino de la urbe y del mundo.

Semejantes excomuniones pontificias no afectaron, desde luego, el aplauso crítico y el entusiasmo de los lectores iniciales de Rulfo en México. Su fama europea se debe en gran medida a la devoción de la gran filóloga y traductora alemana Marianna Frenk, avecindada en México con su marido, el crítico e historiador de arte Paul Westheim, y salvados así del holocausto nazi. La fama norteamericana proviene de la traducción publicada por el lúcido editor Barney Rosset en The Grove Press y culmina, en nuestros días, con los prólogos críticos de Susan Sontag. En España e Hispanoamérica, en fin, hubo un sordo y profundo acontecer, como si el título original de la novela, Los murmullos, hubiese concertado una admiración soterrada que fue ganando legiones de elocuentes admiradores con el tiempo.

El desconcierto saludable que produjo la obra de Rulfo no es ajeno al hecho de que todos los elementos de la novela realista tradicional mexicana están allí, pero elaborados de una manera insólita, poética, renovadora. Yo lo decía de esta manera en mi reseña de 1955: la descripción de la naturaleza en Rulfo nunca se da como fenómeno aparte, jamás es descanso lírico sino más bien un todo completo que desde las primeras páginas penetra la conciencia del lector y de los personajes:

“Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y hojas, como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos”.

Así es la naturaleza en Rulfo porque así la ven o la recuerdan o pueden llegar a verla los seres (vivos y muertos) que pueblan su novela. Enseguida hay que decir que no se trata de una naturaleza apacible. Representa un conflicto, el de un país que se crea y se sueña en la luz pero que vive en un llano de polvo seco, rocas ardientes y tumbas inquietas.

Hay un México de luz en Rulfo: “En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía”.

Hay un México de fuego, sombrío: “Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al Infierno regresan por su cobija”.

Y el resumen de las dos tierras, agria y dulce: “Son ácidas, padre… Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la Providencia, pero todo se da con acidez”.

Por eso, los personajes son prisioneros de dos sueños. “Y todo fue culpa de un maldito sueño. He tenido dos: a uno de ellos lo llamo el ‘bendito’, y a otro el ‘maldito’”.

Las fotografías de Juan Rulfo ahora reunidas parecerían atestiguar, a primera vista, por más que retraten desiertos, pedregales y muros desnudos, una maravillosa transparencia líquida, como si fuesen retratos de agua. Es como si Rulfo se asomase fuera de las tumbas de Comala para descubrir la luminosidad de las sombras.

Pero esta belleza pura de luz e imagen del Rulfo fotógrafo no debe invitarnos a un reposo desatento. Con Rulfo siempre hay que estar alerta y preguntarse: ¿por qué tanta calma, tanta belleza, tanta luz? Habría que preguntarse por las sombras de esa luz, por las inquietudes detrás de esta serenidad.

Rulfo contrapone en dos fotografías dos formalidades disímbolas que son como dos maneras de hacerse presente en el espacio. Una es la foto de la geometría creada por un cruce de rieles de ferrocarril que se desplazan, entreveran y diseñan como las líneas incásicas de Nazca. Estas, creadas por los dioses, no tienen origen conocido para la cultura. Los rieles, en cambio, son líneas de Nazca totalmente utilitarias, producto del diseño humano y de las necesidades del transporte… Otra es la foto de ese símbolo del paisaje mexicano, el maguey, o sea la pita, “planta vivaz”, la llama el Diccionario de la Lengua Española, planta de pencas radicales, con espinas en la punta y formas de pirámide triangular. Es el agave, la planta embriagante del pulque y el tequila. Y es, en inglés, la century plant, la planta del siglo.

Escojo estas dos imágenes modestas porque me hablan de un Rulfo que, en busca de las geometrías del mundo, retrata los extremos de unas formas totalmente artificiales y de otras totalmente naturales, casi como alfa y omega de un mundo material, fabricado o natural, que es apenas el paréntesis de una vida que se hace la pregunta fundamental de Julio Caro Baroja: ¿cómo habitamos el espacio?

Entre los rieles y los magueyes, la humanidad rulfiana transita o se detiene en espacios históricos de los muchos Méxicos. Aparecen aquí los monumentos del pasado indígena pero también los del pasado español. Las ruinas zapotecas y las ruinas barrocas. Lo extraordinario de la fotografía de Rulfo es que esa asociación refleja del “pasado” con la “ruina” desaparece para descubrirse como actualidad estática. Y algo más: como sostén cultural de una humanidad que parece surgir de las tumbas del pasado, como emerge la iglesia de Michoacán entre el mar de lava de un volcán.

En sus fotografías, Juan Rulfo resucita al pueblo entero de Pedro Páramo y El llano en llamas para darle su actualidad más precisa y más preciosa. Cada uno de los hombres, mujeres y niños de las fotografías de Rulfo posee una riqueza inmediatamente reconocible. Se llama la dignidad. No siempre la alegría. Pero la dignidad sí. Yo veo en estas bellísimas figuras humanas un amor que ha decidido no sepultarse –lo contrario de Pedro Páramo– para dar cuenta de la persistencia de la dignidad a través del tiempo.

Las calamidades de la historia no están ausentes. Pero Juan Rulfo nos recuerda que si el espacio es configuración (el no-yo que protege al yo, para citar de nuevo al Baroja de Paisajes y ciudades), el tiempo es transformación. Podemos configurar un espacio, pero ello no nos salva de transformar y ser transformados por el tiempo. México, sus montañas, sus llanos, sus cielos, son el horizonte protector. El tiempo –la historia– es la clepsidra que va goteando las horas de nuestras vidas.

La maravillosa dignidad de las figuras humanas retratadas por Rulfo no es ajena a su estar enraizadas ante el espacio que configura y el tiempo que transforma. Paradoja de México: las ruinas son eternas, la novedad es ruinosa. Las construcciones indígenas y españolas que retrata Rulfo han durado siglos. El rascacielos más reciente está destinado a desaparecer en cincuenta años.

No podemos, por ello, divorciar las figuras rulfianas de un saberse mortal que consiste en reclamar una parcela de inmortalidad. Cada hombre, mujer o niño de esta maravillosa colección de fotos posee la belleza de las formas que se niegan a ser olvidadas. En este punto convergen el arte literario y el arte plástico de Juan Rulfo.

Carlos Fuentes

“Formas que se niegan a ser olvidadas”

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Los personajes de Pedro Páramo –la novela de Juan Rulfo– oyen voces, murmullos, rumores:

“Uno oye, salida de la piedra, el agua clara caer sobre el cántaro. Uno oye. Oye rumores, pies que raspan el cielo, que caminan, que van y vienen”…

Esos personajea también ven:

“Mire usted –me dice el arriero deteniéndose–: ¿ve aquella loma que parece vejiga de puerco? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para ese otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada”.

La mirada –y el gesto– del arriero Abundio Martínez, hijo ilegítimo de Pedro Páramo, aquilata, aprecia, determina. Lo que los ojos abarcan es una extensa comarca, las tierras del cacique, las que pertenecerían a su hijo ilegítimo, Juan Preciado, quien regresa para recobrarlas y encontrarse con su padre. Con sus propios ojos –los verdaderos, los de su cuerpo–, Juan mira lo que le pertenece visto antes a través de los ojos de su madre, Dolores Preciado: “Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver”. Es una mirada construida, compuesta por las voces, las voces del recuerdo, una mirada hacia el pasado, ajena, idealizada, deformante. La visión que Abundio le muestra a Juan es una mirada natural, concreta, geográfica, útil, pero también una mirada panorámica: reproduce el instante, podría ser, en suma, una mirada fotográfica. Porque el gesto de Abundio es el del fotógrafo: un ojo que repara en los lugares, los encuadra, los captura y los estampa en una placa fotográfica. Un recuerdo concreto, reflejado en la mirada, reforzado por las voces.

Un texto repleto de ojos. Los ojos, ya sin cuerpo, animan la escritura, la decoran, son como las reliquias que cubren –del suelo al techo– las paredes cercanas a los altares de las iglesias mexicanas: allí se alinean, trabajados en hoja de lata, pies, manos, corazones, ojos, muchos ojos; se les llama exvotos, también milagros, verifican el poder de las imágenes, su eficacia sobrenatural. Juan Preciado viaja guiado y escudado por los ojos de su madre: le sirven de amuleto. Su recorrido bosqueja, desvirtuado, un mito griego, el de Perseo y la Gorgona. Si va provisto de tres objetos mágicos, el héroe podrá evitar la mirada asesina de la Medusa: unas sandalias aladas le permitirán acortar el camino, un casco oscurecerá enteramente su rostro –como simulacro de la muerte– y un brillante escudo, a manera de espejo –o placa fotográfica–, reflejará el rostro de Medusa y me permitirá decapitarla. Objetos mágicos que pertenecen a tres harpías cuya máxima posesión es un solo diente y un solo ojo para las tres, un ojo singular, siempre vigilante: siempre abierto y siempre atento. Único ojo fortalecido para mirar a la muerte frente a frente, verdadera acción heroica, la hazaña de Perseo, o, en el texto de Rulfo, la de Juan Preciado, escudado en los ojos de su madre y en su retrato, recuerdo y fetiche singular, la única fotografía mencionada en el texto:

“Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande donde bien podía caber el dedo del corazón”.

La fotografía está investida de poder, profundamente inscrita en la esfera religiosa, pero también en el universo de la superstición. El retrato duplica como símbolo la fuerza de los ojos, pero también es su maxima concreción, en tanto mirada que guía y protege, la mirada de unos ojos hermosos, lo más distintivo del rostro de Dolores Preciado cuando joven, antes de que Pedro Páramo la desposara para apoderarse de sus bienes. Un retrato donde se dibuja un recuerdo, el de un rostro cuyos ojos son aún más dulces y suaves: “Tu madre en ese tiempo era una muchacha de ojos humildes. Si algo tenía bonito tu madre eran los ojos. Y sabían convencer”. Ojos persuasivos, sencillos y verdaderos: intensos. El retrato ha detenido el tiempo: un rostro permance en un solo momento de su temporalidad. Para mirar un retrato es necesario colocar los ojos del que mira sobre los ojos del retrato, solo así se aquilata el recuerdo y se fija –como fijan los productos químicos la película que ha de conservar la imagen fotografiada. Asimismo, la foto de una madre es el don más preciado que posee un hijo, y en este caso específico lo es de manera redundante, subraya la precaria identidad de un apellido, el de un hijo legítimo deshabitado del nombre de su padre y circulando por la vida con el nombre de su madre.  El retrato es también un amuleto o una especie de relicario que en el folletín desempeña una función precisa, la anagnórisis. Le devuelve la identidad al niño expósito (“Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre me reconociera”). Una anagnórisis fallida, puesto que, a partir del momento en que Juan entra en el pueblo, la voz empieza a alejarse de la mirada y se concentra en el sonido: los diversos relatos que Juan oye conformarán un retrato de Comala y de su padre, al tiempo que los ojos y la voz de su madre se congelarán para dejar espacio a otros recuerdos, deshilachados y dispersos en el tiempo, relatos que reconstruyen la memoria colectiva de Comala, insisto, ya sin cabida en una sola voz, la de Dolores Preciado, cuyo rasgo distintivo habían sido los ojos, antes dulces, ahora endurecidos, expresión de quien ha sido aniquilado.

La pupila es un cuerpo sin materia, una ventana, dice en un libro sobre iridología Ariel Guzik. Es tan extremadamente receptive que mirada desde fuera se ve negra. De manera paradójica, su oscuridad indica el caudal de luz que penetra en el ojo y nunca retorna. Es como un sol en negativo.

La muerte se relata, se oye, desborda los relatos colectivos, los relatos de las almas en pena que escucha Juan Preciado. Los ojos de su madre ya no miran, él solo escucha, pasivo, lo que otros narran, acostado en su tumba colectiva. En un texto cuyo tema fundamental es la muerte –o las formas que esta asume–, hay numerosos relatos, van constituyendo un apretado núcleo de anécdotas, retratan las diversas formas de morir: las de los suicidas, los asesinados, los emparedados, los acuchillados, los envenenados, los accidentados, los fusilados; muertes, casi todas, activadas por el casique o ejecutadas por él.

Pedro Páramo mira a la muerte de manera radicalmente distinta, la reconoce en imágenes, pareciera que solo él –quizá, también, Susana San Juan– pudiera mirar directamente a la muerte en los ojos; los demás la sufren, luego la oyen, reiterada en los relatos.

“Se levantó despacio y vio la cara de una mujer recostada contra el marco de la puerta, oscurecida todavía por la noche”.

Como si se tratase de una imagen fotográfica, es más, como si un fotógrafo hubiese elegido cuidadosamente los claroscuros, los contrastes de luz y sombra que acentúan las convulsivas agonías del dolor o las asimetrías y deformaciones que el cuerpo asume al manifestarlo, Pedro Páramo fija la imagen de las muertes sucesivas que lo abruman, las únicas muertes no causadas por él.

“Y aquí, aquella mujer, de pie en el umbral, su cuerpo impidiendo la llegada del día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo; y debajo de sus pies regueros de luz: una luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado en lágrimas”.

Personaje inmóvil, recortado por la noche y el resplandor que lo ilumina parcialmente, surgida de la sombra, acribillada por un retazo de luz, la madre de Pedro Páramo llora la muerte de su padre, el abuelo de Pedro. La madre llorará después la muerte de su esposo, don Lucas Páramo, que disparará las muertes en cadena y diseñará la venganza de Pedro Páramo, revivida en imágenes:

“Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen, la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la recordara” (cursivas de la autora).

La escritura no revela las formas de los cuerpos ni los rasgos distintivos de los rostros. Desde sus intersticios, el texto, sin embargo, nos mira, nos devuelve, agigantado, un retrato impreciso de Pedro Páramo, una fotografía tomada fuera de foco, deja apenas adivinar una corpulencia. Acaba de morir Miguel Páramo, tirado por su caballo, Pedro se despierta enfurruñado:

“Allí estaba él, enorme, mirando la maniobra de meter un bulto envuelto en costales viejos, amarrado con sicuas de coyunda como si lo hubieran amortajado”.

O quizá en la novela la forma de la muerte se alarga, simplificada, en un solo rasgo enorme. Susana San Juan recibe la noticia de la muerte de Florencio, su marido:

“¡Qué largo era aquel hombre! ¡Qué alto! Y su voz era dura. Seca como la tierra más seca. Y su figura era borrosa, ¿o se hizo borrosa después?, como si entre ella y él se interpusiera la lluvia”.

Los ojos son el espejo del alma, reflejan los sentimientos, la mirada puede, a veces, calar hondo, entrar en el alma:

“La abuela lo miró con esos aquellos medio grises, medio amarillos, que ella tenía y que parecían adivinar lo que había dentro de uno”.

En los ojos se refleja también el nacimiento del amor, el amor de Pedro Páramo por Susana San Juan, un amor instalado en una transparencia:

De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí mirándome, con tus ojos de aguamarina” (cursivas en el original).

Los ojos de Susana, “como de dulce” cuando era niña, en esa época en que Pedro la convierte para siempre en el objeto de su deseo. Al final de la novela Pedro Páramo cree que se ha apoderado de Susana San Juan, cree tenerla al alcance de su mano, consigue simplemente tenerla al alcance de su mirada:

“Mientras Susana San Juan se revolvía inquieta, de pie, junto a la puerta, Pedro Páramo la miraba y contaba los segundos de aquel nuevo sueño que ya duraba mucho. El aceite de la lámpara chisporroteaba y la llama hacía cada vez más débil su parpadeo. Pronto se apagaría.

Si al menos fuera dolor lo que sintiera ella, y no esos sueños sin sosiego, esos interminables y agotadores sueños, él podría buscarle algún consuelo. Así pensaba Pedro Páramo, fija la vista en Susana San Juan, siguiendo cada uno de sus movimientos. ¿Qué sucedería si ella también se apagara cuando se apagara la llama de aquella débil luz con que él la veía?

Después salió cerrando la puerta sin hacer ruido. Afuera, el limpio aire de la noche despegó de Pedro Páramo la imagen de Susana San Juan”.

Pedro Páramo muere mirando el horizonte, el camino recorrido por el cuerpo de Susana San Juan rumbo al cementerio donde yace enterrada. Es un sentimiento ambiguo el que revela su mirada, el deseo de un cuerpo ausente, un deseo imposible de colmar: la tristeza, la pena, la nostalgia. Ambiguo sentimiento: conjunta el impulso apasionado y el golpe doloroso de la ausencia, su verificación definitiva. ¿Cómo mirar el duelo? ¿Cuál es su imagen? ¿Con qué ojos contemplarla?

Margo Glantz

“Los ojos de Juan Rulfo”

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El texto de Clara Aparicia de Rulfo es la presentación al libro Noticias sobre Juan Rulfo, que aparece para conmemorar el 50 aniversario de El llano en llamas, en 2003 (aunque impreso en 2004). La fotografía que encabeza este dossier (Campanario en la zona mixe, circa 1955) fue tomada por Juan Rulfo y aparece también en el libro Noticias sobre Juan Rulfo. Alberto Vital. México: Editorial RM, 2004.

Los textos “Formas que se niegan a ser olvidadas” de Carlos Fuentes y “Los ojos de Juan Rulfo” de Margo Glantz aparecen en el libro México: Juan Rulfo fotógrafo, junto a textos de Jorge Alberto Lozoya, Eduardo Rivero, Víctor Jiménez y Erika Billeter. México: Lunwerg Editores, 2001.


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