La muerte verde

Nunca escribiré este cuento de terror. Eran las once de la noche. Había cambiado de acera para evitar una taberna cuando los tres hombres me rodearon. Gritaban y me abrazaban. Yo no estaba seguro de conocerlos, pero ellos a mí sí. ¡Edgar, Edgar Allan Poe!, repetían. Nos movíamos en grupo y doblamos en una esquina. Demasiado tarde me di cuenta de que nos internábamos en un callejón. Una mano sofocó mi grito. Me arrastraron y me lanzaron contra la pared. El golpe me dejó aturdido. Sentí que me registraban hasta encontrar el sobre con los 1.500 dólares, el dinero que me habían confiado los suscriptores para fundar una revista. Entonces una garra humana aferró mis mandíbulas mientras otra mano blandía una botella. El líquido inundó mi boca y fue como si un río de brea bajase por mi garganta. El brillo de la absenta pura, de un verde como no se conoce otro, refulgía en la oscuridad. Me estaban matando con mi bebida favorita. Es el crimen perfecto, pensé.

La espera

Se llamaba Gin pero en el barrio todos le decían la “Esfinge”. Era una perra mestiza, lanosa, de color crema. A media mañana salía del edificio tras los pasos de su dueño con el andar cansino de quien sabe que le espera una larga jornada. Ya de madrugada, era Gin la que abría la marcha de vuelta a casa. Si el hombre se detenía, si tropezaba y caía, la perra lo esperaba. Entre el paseo de la mañana y el de la madrugada, lo único que hacía Gin durante horas, en invierno como en verano, era permanecer sentada en una acera, inmóvil, mirando fijamente la puerta de un bar.

Letanía

Hacia el final del abrazo siempre me susurraba al oído con su acento gutural y sus erres eternas las palabras más dulces: Ma fôret noire, mon éclair au chocolat, ma figue au vin, mon petit gâteau fondant… Pero al cabo de unos pocos meses mi amante pastelero desarrolló una horrible alergia al cacao nacional y tuvo que regresar a su país.

El innominable

Fue un episodio tan trágico que todos convinieron en que no debía quedar memoria de él. Los cronistas recibieron la orden de destruir todo lo escrito y no mencionarlo nunca más. Lo que sabemos nos ha llegado de boca en boca atravesando los siglos. Se dice que hubo un rey que perdió el sueño. De noche vagaba por el castillo presa de una desazón que lo corroía mientras escuchaba los ronquidos de caballeros y criados. El grito resonó en todo el castillo, si el rey no puede dormir, sus siervos tampoco. Los amanuenses fueron despertados y tuvieron que hacer cientos de copias del edicto que los mensajeros llevaron hasta la última aldea del reino. El soberano pronto descubrió que su orden no era obedecida. Los peores castigos, las amenazas de ejecutar a cualquiera que fuese sorprendido durmiendo no bastaron. Entonces el rey ordenó que resonaran sin descanso trompetas y clarines, pero al cabo de unas horas los músicos caían sin aliento. Las campanas, exclamó el rey, que todas las campanas del reino tañan día y noche. Luego movilizó a la artillería con la orden de que los cañones se relevasen disparando salvas. En todas las regiones habitadas del reino el estruendo se mezclaba con el llanto y los gritos de los niños asustados. Los pájaros volaban sin poder posarse hasta que caían muertos como pedruscos de granizo. La reina convocó a galenos, curanderos y hechiceras. No hubo pócima que el rey no probase, pero ninguna venció su desvelo. Las gentes huían, abandonaban el reino e invadían las tierras vecinas en busca de silencio. No se sabe qué mano empuñó la daga. Se dice que pudo ser la reina al ver enloquecer y morir al más pequeño de sus hijos. 

Cinefilia

Era un cine de barrio que cambiaba la programación todas las semanas. El acomodador conocía a la pareja desde hacía treinta años por lo menos. Habían envejecido juntos. Por eso, cuando el hombre murió, no se extrañó de que su viuda siguiera acudiendo a la sala durante algún tiempo, el necesario para, puñado a puñado, esparcir las cenizas del difunto aprovechando la oscuridad. Luego nunca más supo de ella.

Breve de última hora

Era un suceso de los que vendían periódicos. El cajista compuso el titular y luego el cuerpo de la noticia, que hablaba de una pareja hallada muerta en el cuarto de una pensión. Estaban abrazados bajo las sábanas. Él le había pegado un tiro a la mujer antes de partirse el corazón. Habían dejado una carta destinada al marido de la joven, hermano a su vez del infortunado suicida. El cajista reconoció las iniciales a medida que encajaba los tipos de plomo.

Miss Bette Davis

Trabajaba en una tintorería cuando un ayudante de dirección de la Warner me descubrió. Pasé de estar bañada en sudor entre ropa sucia a vestir las mejores galas: un viernes era una dama del Sur y el lunes siguiente me convertía en la reina de Inglaterra. Solían darme el guion para que leyese unas líneas y en las largas horas que pasaba en el decorado, a solas con el equipo de luces, me lo aprendía de memoria. Fueron más de quince años de trabajo hasta que los estudios se hundieron al tiempo que sus estrellas envejecían. Me despidieron un día antes de que echaran a Miss Davis. No soy capaz de ver sus películas en televisión sin pasar el resto de la noche llorando. Sé lo que se escribe, que era insoportable y grosera, pero conmigo siempre fue amable. Incluso cuando Miss Davis estaba completamente arruinada y sin trabajo, nunca dejó de mandarme un obsequio en Navidad con una tarjeta: “A mi amiga, la mejor doble de luces”.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!