A la diestra de Dios Padre

―Los malos libros se queman perennemente en el infierno.

―¿ Y los buenos, Maestro?

―Los buenos van directo al cielo, y Dios en persona se encarga de leerlos. Verbigracia Cien años de soledad; Macondo. A la diestra de Dios Padre.

―¿ Y a Él le place la lectura, Maestro?

―Le encanta. Por eso los ha condenado a ustedes a escribir sin reposo.

―Maestro, ¿ y los libros que no alcanzan a ser ni buenos ni malos?

―Esos permanecen en el limbo. El Supremo Lector tiene un olfato excepcional y sabe distinguir a una legua de distancia los que ni fu ni fa. Aun cuando se dice que no hay culpas ni castigos eternos, a esos libros los sentencia a no encontrar lectores a perpetuidad.

―Entonces, Maestro?

―Expiar la culpa con el castigo. Ser castigados sin tener culpa. Culpables sin pena. Y ni una cosa ni la otra sino todo lo contrario. Viceversa. De todo hay en la viña del Señor.

Hubo una pausa efectista y los discípulos se mantuvieron expectantes:

―Escriban, señores, escriban. Ya se les juzgará en el momento oportuno. El juego consiste en manchar el espacio en blanco.

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Abrazos de hierro

Los diarios de la mañana reseñaron un choque de trenes. Hierros retorcidos en las vías debido a la colisión espantosa, cuando dos máquinas se encimaron desde direcciones opuestas con una fuerza descomunal.

El viejo ferroviario mascullaba a solas su conocimiento secreto de una pasión desenfrenada entre locomotoras de sexo opuesto, que los técnicos e ingenieros alejaban de manera forzada. Solo de vez en vez se encontraban en algún apartadero, y allí planeaban futuros acercamientos. Farfullaba el viejo que en la consecución de ese amor no obraba el azar o la negligencia humana. Obedecía a un programa meditado. Murmuraba que no más se divisaban los trenes en esas paralelas, sin opción de hacerse a un lado, las máquinas se lanzaban apasionadas una sobre la otra, para estrecharse, y hacer el amor como solo ellas saben hacerlo.

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Magnetismos

Su brújula señalaba el Norte. La mía, Cuba.

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Apartamento en las ramas

La crisis inmobiliaria lo dejó en la ruina. Fabricó la casa encima de un árbol del parque. Más parecía nido que hogar. Por las mañanas, lanzaba su trino al viento, antes de salir volando para el trabajo.

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Amor vertiginoso

―Abrevie, señor– dijo la mujer. Se despojó de la ropa y apostrofó: ―Dispongo de poco tiempo.

Entonces él se vistió con prisa y no le hizo el amor, sino un microrrelato.

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Una pregunta, varias respuestas

Ya no me quedan certidumbres, solo perplejidades. Indago en el Levante y me informan que mil y una noches.

Dubitativo, interrogo a mi amigo Joaquín Sabina, y me facilita la cifra exacta: 19 días y 500 noches.

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La exclusiva

Una a una salen como desdoblándose. Son aldeanas regordetas y chatas. A todas se las tengo prometida. Yo, la disminuida. Sin embargo, mi venganza las anulará. Nada de ocultarme como apestada. Cuando las veo a todas sonrientes y en hilera, una furia avasalladora se apodera de mis manos. Blando un martillo de dimensiones criminales y asesto golpes a diestra y siniestra. En la habitación queda un reguero astillado de aldeanas vacías. Solo yo permanezco incólume para disfrutar mi exclusividad. Aunque soy la más pequeña de las matrioshkas, ya no habrá nadie jamás que me contenga.

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Letra peligrosa

Sócrates (aunque nada escribió) obligado a tragar veneno. Esquilo, el trágico, con la cabeza aplastada por una tortuga voladora. Dante desterrado. Cervantes manco. Pushkin asesinado por un duelista profesional. Nerval pendiendo de una soga. Emilio Salgari abriéndose la barriga como un samurai. Virginia Wolf con los bolsillos llenos de piedra hundiéndose en el río. Celan también ahogado. Stefan Zweig, Maiakovski, Hemingway, disparándose cada uno por su cuenta. Federico fusilado. Pavese y la Pizarnik dormidos con abundancia. Tolkien mordido por una tarántula. Borges, ciego de tanto leer la Enciclopedia Británica. Roland Barthes arrollado por una camioneta. Hijo, te lo imploro. Suelta esas cuartillas. La literatura es muy peligrosa.

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Un día de junio

Menos de 24 horas era el plazo para levantarme a Molly en este Dublín de los mil demonios. El barco zarparía sin apelación al amanecer. El Capitán, un mallorquín herrumbroso y cascarrabias, lo gritó: si se van de correrías, recojo cabos y me largo. Solo ahora, pasada la medianoche, topaba con ella. Según dijo, Leopold, su marido, estuvo todo el día deambulando y llegó a casa a las dos de la madrugada junto a un tal Stephen. Sé que al final Molly va a decir sí yo quiero Sí, como aquella vez en Gibraltar con la rosa colorada en los cabellos al modo de las muchachas andaluzas, donde después me pidió con los ojos que se lo preguntara de nuevo y mi corazón golpeaba arrebatado. Trato de abrazarla, de besarla y sentir otra vez sus senos todo perfume. La llamo Flor de la Montaña, mi Flor de la Montaña. Ella me rechaza, lanzándose a una perorata interminable. Sin hacer pausa en su pensamiento sin poner un punto ni una coma me sugiere que tenga calma que le permita desahogarse nunca ha contado con cincuenta páginas para ella sola y no quiere quedar mal cuando termine con el monólogo interior entonces


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