Borroso

Casi no veía ya, la vista se le había ido empañando desde hacía como una hora hasta llegar a este punto sin retorno. Ignoraba la causa, y estaba asustado. Muy asustado. Todo se veía borroso, movido pero fijo, terriblemente fijo como en una película muy vieja, o defectuosa. Aunque no tenía precisamente una visión 20-20 toda la vida había visto bien, bastante bien, sin necesidad de usar lentes. Y ahora, de repente, esto. ¿Y si avanza y ya no veo más? Homero y Borges supieron convivir con su ceguera pero yo no podría. Leo y escribo con mis ojos, gracias a ellos, no sabría trabajar de otra forma, no quisiera verme obligado a otra vez aprender. Entonces, tratando de zafarse del absurdo, parpadeó dos, tres veces, y volvió a ver bien. Pero ahora todo era visión externa, la forma clarísima de las cosas. Sus perfectos detalles. Solo él –su cuerpo, su mente misma– no existía ya.

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Desencuentro

Yo entraba y él salía del edificio, aunque no nos vimos de cerca. Sin embargo, de inmediato lo reconocí, no había cambiado tanto como imaginaba, un poco más delgado y viejo tal vez, pero igual de guapo. Lo seguí afuera, lo vi irse caminando por la acera de enfrente, alejándose de mi vida como si no me conociera. Pensé seguirlo, alcanzarlo, abrazarlo después de tanto tiempo. Di unos pasos para cruzar la calle, pero me frené. ¡Qué caso tenía! Lo más probable era que me rechazara, como yo hice con él la última vez, humillándolo, rompiéndole el corazón de hombre enamorado. Vi cómo llegaba a la esquina, torcía por la intersección, se me perdía de vista. Para siempre. Nunca más lo volví a ver ni a saber nada de él. Ha pasado mucho tiempo. Ignoro si aún vive. Si sabe que me morí. De tristeza. ¡Yo que decía que eso no era posible!

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El otro frío

Llegó un momento en que ya no quiso permanecer por más tiempo de pie en el balcón contemplando el vacío avasallante del horizonte y se metió a la casa cerrando tras de sí la puerta. Hacía demasiado frío allá afuera, y además nada había que ver. Pero él sabe muy bien que lo que más le congela el alma es ese otro frío atroz, la huida sin retorno de ella, esa que desde días atrás le nubla la razón, le avanza milimétricamente por la sangre empezando a paralizarlo. Y entonces, en un instante, sabe también que ya no quiere luchar más. Dejándose caer en la vieja poltrona oscura de la sala, cuando cierra los ojos siente atravesar los cristales de las ventanas ese blanco blanco blanquísimo de la nieve externa, la extrema nieve hostil que, tomándose su tiempo, primero repta y ya después se precipita sin piedad como un imparable torrente sobre la frágil estructura de su ser silenciándolo para siempre.

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El ronroneo

No le gustaba ese ronroneo impertinente del animal ahí cerca, trepado en la repisa junto a sus libros, su insistente indolencia, esa pasividad agresivamente incisiva. No le gustaba. Y sin embargo no entendía por qué se sentía obtusamente fascinada, absorta, incapaz de meterse en su trabajo de una buena vez y terminar de cotejar semejanzas y diferencias en las citas de ambos textos asignados cumpliendo con la maldita tarea.

Por un rato pudo al fin concentrarse, avanzar un poco, no más de diez minutos, pero la presencia del felino volvió a distraerla, esta vez porque había subido de tono, su enigmática cadencia. Ahora se tornaba denso, sincopado, como un mantra. Y la miraba, no dejaba de mirarla como si quisiera entrar en su cabeza, en su alma misma, literalmente engatusándosela. Comprendió que se trataba de un macho cuando lo vio cambiar de posición, ladearse incómodo, erguido. Se estremeció toda.

Un rato después, sin pensarlo dos veces dio un ágil salto y desbaratando el precario equilibrio de tres libros estuvo junto a él, lamiéndolo, ronroneándole su deseo.

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Lección

Tras armar en retrospectiva, pieza a pieza, con la paciencia fría de un monje trapense, el complejo rompecabezas de su larga vida, el próspero empresario logró finalmente comprenderla en su conjunto, se arrepintió de buena parte de la frivolidad de lo vivido, y puso manos a la obra. Fue desarmando luego como mejor pudo lo experimentado, pero eso tampoco lo hizo feliz, porque comprendió que en realidad no se puede desandar impunemente lo andado. Por lo que vivió entonces sin pausa memorable, a la mayor velocidad posible, un ensamble impecable –sociales, eróticas, religiosas, filantrópicas, de viajes– de profundas vivencias sin fin. Esto, sin darse cuenta, condujo finalmente a su muerte súbita. Y es que la tensión in crescendo, como si en ello se le fuera la vida, no importa con qué fines o pretextos, no es nunca buena consejera, y a menudo el corazón más recio o más noble, como en este caso, lo resiente.

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Sin piedad

Le dijo que su amor se mantenía leal y apasionado a pesar de todo; le dijo que de ninguna manera iba a permitir que ella lo dejara; le dijo que jamás había amado a nadie así y que ya nada ni nadie, ni siquiera su marido, podría separarlos, nada, salvo la muerte. Ella lloraba, porque sabía que él hablaba en serio, que era inútil insistir, que nunca entendería sus razones, esas que además conocía muy bien. Así es que muy a su pesar le dio la espalda dejándolo por primera vez con la palabra en la boca, y se fue caminando lentamente, como si de pronto la vida le pesara un mundo, hasta un poco más adelante donde había estacionado su carro. Entonces, poco antes de subirse, oyó la detonación. Espantada se dio vuelta, y como en la peor de sus pesadillas vio por un instante el horror de la cabeza reventada, y en seguida cómo ese cuerpo adorado por sus manos, tantas veces esculpido por el fervor de sus labios, iba cayendo de lado como un guiñapo. En ese momento quiso despertar, desesperadamente quiso poder abrazar el cuerpo íntegro y sano y fuerte de su amante, pero la realidad la golpeó una vez más sin piedad.


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