Más lejana que Tebas, Troya, Nínive

y los fragmentos de sus sueños, 

Caracas, ¿dónde estuvo? 

Perdí mi sombra y el tacto de sus piedras, 

ya no se ve nada de mi infancia.

Eugenio Montejo

Caracas

Suponen, los que hacen la historia de las cosas, que fue en las ciudades griegas donde nació la literatura como expresión del yo individual. Hacinados, amontonados a poca distancia unos de otros, y con la certeza de la libertad para “decir” que les daba ser de raza helena, los poetas, que hasta entonces habían cantado los inmarcesibles actos de los dioses y las altísimas hazañas de los héroes, comenzaron a hablar de sus emociones, que incluían también sentimientos ni tan divinos ni tan altos (el amor y otras bajas pasiones, por ejemplo). Lira en mano, entonces, “el poeta declara su nombradía”, y revela que sus instrumentos, como las cuerdas que pulsa, son tripas, asuntos viscerales: “la humillación y la angustia”, para robarle unas líneas a Jorge Luis Borges.

Como Ts’ui Pên, ese otro personaje del ciego bonaerense, Ben Amí Fihman decidió un día escribir una novela, que, poco a poco, se fue transformando, en su máquina de escribir (¿una pesada Remington de los almacenes de Gradillas?), en un laberinto. En los vericuetos del texto fueron a dar las ciudades que conocía por haberlas recorrido a pie, o con los ojos, línea a línea, en las páginas que leía. Y con ellas, en ese dédalo, se colaron sus personajes, ficticios o reales, algunos hasta reconocibles.

Porque los senderos de El espejo siamés no se bifurcan en un jardín, sino en ciudades “especuladas”: es decir, llevadas al espacio interior, ese en el que pueden ser sometidas al civilizado reflejo del azogue, y no al jamás confiable eco sobre el agua que ofrecen los sitios “naturales”. Y si eso sucede es porque el único escenario “natural” de un cosmopolita como Ben Amí Fihman, que se asombraba de que uno saliera a la calle sin paraguas, es la ciudad. Cualquier ciudad. Incluso Caracas.

Si alguien tiene alguna duda sobre la veracidad de lo dicho, que consulte su historia personal. Durante los años ochenta guió a los venezolanos en la aventura, muy apropiada para “la Gran Venezuela”, de comerse el mundo desde la columna “Los cuadernos de la gula”, en la que, haciendo creer que escribía sobre gastronomía, retrató, en crónicas que muchos aún recuerdan, tanto la ciudad como las costumbres de sus ciudadanos.

Más tarde, abandonado el hábito de gastrónomo (pero no los hábitos del gastrópata, se entiende), decidió fundar la revista Exceso. El nombre de la publicación, sugerido por una frase de María Sol Pérez-Schael mientras recorrían el camino que los llevó a almorzar en el club Izcaragua y al matrimonio (“a marriage of true minds”, diría, crípticamente, uno de los sonetos de Shakespeare), no era más que la declaración de intenciones de sus creadores, porque la idea que acicateaba la revista era justamente la de historiar los excesos de le tout Caracas: los cuentos ocultos, los secretos barridos bajo la alfombra, los “de-eso-no-se-habla”, los “después-en-privado-te-echo-el-chisme” que construyen y urden la psicología recóndita del caraqueño.

En su fuero interno, imaginó Fihman que, como todas las sociedades con buen número de horas de vuelo (¡y en el Concorde, por más señas!), la de Caracas había llegado ya a la edad en la que tener un pasado le sumaba encanto. Creyó que quizá en el carrillón de Catedral había sonado la hora en la que Venezuela dejaría de presentarse como una miss de turgencias “naturales” (aunque fueran producto del bisturí) y se miraría en el sazonado espejo de sus propias picardías ―pasadas y por venir. No en balde el segundo número de la revista (que, como Fihman recuerda siempre, se pasaban de mano en mano en las playas, justo después de los aciagos eventos del 27 de febrero de 1989) incluía una candidísima entrevista en la que María Antonieta Cámpoli, ya no miss, revelaba pelos y señales (entiéndase nombres y apellidos) de algunas de sus peripecias amorosas.

Exceso fue, desde ese entonces, y hasta que Fihman abandonara el castillete de proa en 2007, otra forma de hacer “la crónica” del vivir de la ciudad, distinta a la que había ensayado ya en su conocida columna, pero que de modo secreto la continuaba. En sus páginas, un equipo de periodistas tecleó, con pasión, fuerza, valor e ironía, pero también (y eso es lo más importante) con calidad literaria, la crónica de la festiva sociedad venezolana mientras esta, como la segunda clase del Titanic, se aproximaba, ciega de perinola, al iceberg creado por sus propias ilusiones de grandeza.

Cronista a pesar suyo

Por supuesto que la sociedad caraqueña jamás aceptó la revista como un libro abierto: escozor causó siempre entre los poderosos y los no tanto. Caracas ha sido siempre muy “católica” en sus formas de nombrarse: adora un eufemismo, un epíteto de esos que mandan al lector al diccionario, antes que la palabra cruda y precisa que, como la luz de neón, dejaría al pobre cuerpo del asunto al desnudo, con todas sus arrugas y cicatrices a la vista. Es una cultura (esto es, una forma de culto) que prevalece aún hoy: preferimos los retratos heroicos, alabanciosos, alambicados, o la dulce luz de las velas votivas, a las precisiones del realismo, o, peor aún, a la pluma lancinante del satírico. Si la Venezuela que vio nacer a Exceso era dada a la pacatería y rehuía los espejos, la que vivimos hoy ha heredado su eufemístico celo y lo ha convertido en revolucionario decoro (¿o quizá en decoración?).

Por supuesto, El espejo siamés, obra de Fihman, dado su prontuario escritural y editorial, aunque novela, no podía dejar de ser otra forma de “cronicar”, otra forma de escribir la ciudad que por tanto tiempo habitó y que, aun a despecho suyo, lo habita. Porque no hay duda alguna de que la pieza está escrita en caraqueño, dialecto que se delata, incluso y sobre todo, en el estilo gongorino de sus páginas, en las que tropezarse con un sustantivo sin adjetivo es como encontrarse con un huérfano insolente que nos exige la mínima atención de consultar el mataburros (manierismo literario que, burla burlando, ha querido reflejarse en estas líneas).

Pero la novela es caraqueña también, y más que nada, en la manera en la que el autor la urde y entreteje. Un hombre solo, íngrimo ante la enormidad de los molinos de viento que están por dejar de acosarlo, ante la pérdida de sentido de lo que ha sacrificado y expuesto, recurre a la escritura para revelarse en todo su embrollo. Pero, y ahí está quizá lo notable de El espejo siamés, no le basta, como a cualquier otro mortal de la tierra, con volverse ficción a sí mismo. Como heredero legítimo del valle y de sus amos, tiene que poner a ese “otro yo” a inventarse en otro, a trasponerse en un tercer “otro yo”, que, desde los lejanos fríos de un Leningrado convertido de nuevo en San Petersburgo por los calores de la Glasnost, lo acompaña, lo refleja, lo escribe y lo explica, acomodado sobre el filo azogado de la más pura vodka.

Es justo ahí donde la novela de monsieur Fihman, leída con atención, estalla en un fogonazo de flash, y, al revelarse, nos revela al menos una parte de “la Gran Venezuela” que vivíamos y vivimos: un sueño de espejos que, esos sí, se multiplican para siempre, en una secuencia interminable, sin siquiera el tiro de gracia con el que Welles le puso fin a La dama de Shanghai.


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