Una tradición de levedad

Dice Rosalind Krauss sobre algunas configuraciones abstracto-constructivas de la modernidad: “la fortaleza que ellos construyeron sobre la base de la cuadrícula se ha ido convirtiendo en un ghetto” (1). Pero muchos artistas abstractos podrían contradecir aquel ghetto limitante, al mostrar en sus creaciones la versatilidad del cuadrado, el rectángulo, la línea recta, la curva. Sobre América Latina, Aldo Pelegrini y Roberto Pontual se refirieron a una “geometría sensible”. Y en Venezuela, el país en que nació Elias Crespin, a una sólida tradición de arte abstracto (tanto geométrico-constructivo como informalista) podemos agregar lo que he querido llamar “una familia de los leves”.

Esta familia diacrónica (en el tiempo y las generaciones) que reúne a creadores abstractos como Soto, Gego, Cruz-Diez, Otero, Rubén Núñez, Manuel Mérida entre otros, deja ver que la frágil apariencia de inmaterialidad es ya un modo de consistencia de estructuras artísticas que, siendo sutiles en su condición física, son fuertes por esa peculiaridad que las define: dejando atrás excesos de racionalidad de la cuadrícula, abren la geometría a la luz, al aire que penetra –o mueve– las obras. Se trata de creaciones que han hecho “de lo lábil, frágil e inestable, una de las fuerzas más estables y presenciales” (2). La retícula, así, puede no ser cárcel sino lugar del que emerge vivazmente un organismo, núcleo de donde surge el esplendor de las formas.

Refiriéndose al dibujo en Venezuela, dice el artista figurativo Jacobo Borges: “Hay como un intento de atrapar lo inaprensible. ¿Qué trató de atrapar Reverón? La luz, algo inasible. ¿Cuál puede ser la línea que nos une? Creo que es el transformar eso inaprensible en nuevas energías (…) estamos hechos de esa materia transparente. (…) Somos la pintura del aire, de la luz” (3).

Lo vemos en Jesús Soto, quien más que el movimiento cinético produjo la vibración luminosa y expansiva, y lo hizo a partir de líneas rectas y estructura geométrica, como en su Cubo de Nylon –esa obra que deslumbró al joven Crespin en el Museo de Bellas Artes de Caracas–, o en su Penetrable, que desde una rígida cuadrícula metálica en la altura deja caer en cascada líneas de nylon que “tocan” a los espectadores, produciendo una envolvente experiencia fenoménica: vivencia orgánica, placer del cuerpo. Sucede en Cruz-Diez, cuando activa la percepción de colores irradiantes, generando en la visualidad del espectador tonalidades nuevas, no existidas como pigmento.

Generaciones posteriores, manteniendo la ascendencia abstracta (Eugenio Espinoza, Antonieta Sosa, Víctor Lucena, Sigfredo Chacón, entre ellos) flexibilizaron aun más la cuadrícula moderna, y algunos más recientes neo-modernos, como Magdalena Fernández o Elias Crespin, hicieron una “geometría sensible” con el video y la cibernética.

Maurice Merleau-Ponty se refirió al “asedio” de los grandes maestros como algo que ronda a los creadores. Elias Crespin ha estado “asediado” por los maestros de la modernidad, más específicamente por aquella saga o familia diacrónica de los leves en el arte venezolano, y  acaso más aun por aquel temple de levedad que está en el aire, la luz, los modos de ser de la gente: una cierta ligereza en el trato con seres, cosas y circunstancias, que la cultura venezolana ha sabido revelar en sus creaciones.

Las esculturas electrocinéticas de Crespin se inscriben en una tradición de obras ambientales que metafóricamente podríamos llamar “casi-sin-materia”, a pesar de que se necesite materia suficiente: recursos plásticos –y robóticos, en su caso– para llegar a “ser” esa levedad. Para “hacerla”. A aquella tradición de tenuidad que le viene de los maestros, y a ese temple idiosincrático respirado en Venezuela, se une su formación en ingeniería de computación, que conlleva otra inmaterialidad: de la tecnología digital que agrega a su obra fluidez y labilidad. 

La línea: construcción,  dinamismo y ligereza

Hay una resiliencia de la línea en la tradición de lo moderno. Ella aparece como inagotable y versátil por su misma simplicidad. Para Gego la línea era “un objeto para jugar”. Decía: “con cada línea que dibujo, cientos de ellas esperan por ser dibujadas” (4). En Crespin, tan cercano como fue desde niño a esta artista venezolano-alemana que fuera su abuela materna, la línea es también un elemento plástico esencial. Aquella idea de Gego hace sentir que la ilimitación de la línea solo puede ser plenamente explorada, más allá de reglas y programas, por una creatividad que sepa extraer, de algo en apariencia tan “simple”, la virtual infinitud. Así, en este tipo de obras la línea no es solo base racional de la estructura geométrica sino otro instrumento para inventar los espacios sutiles. Agreguemos que, en Crespin, la línea guía y es guiada por el movimiento como una conversión-en-proceso (a diferencia de una Reticulárea de Gego o un Cubo de Nylon de Soto).

Las coreografías geométricas de Crespin van pasando de la superficie de lo lineal –como si fuera un dibujo– a la profundidad de la forma escultórica, cuando tales “dibujos” se extienden en el espacio, transitando del plano matemático a la volumetría geométrica… para replegarse luego lentamente sobre sus propios pasos (aunque en estas obras la ida nunca sea del todo igual a la vuelta). Por una parte, está la línea como unidad; por otra, su acción: el desplazamiento. Así el artista construye la relación dinámica entre un núcleo formal y su necesario despliegue en un espacio y un tiempo. Y con la línea va pasando también desde el saber matemático hasta la libertad estética. Dice Max Bill: “A pesar de que la base de la aproximación matemática al arte está en la razón, su contenido dinámico puede lanzarnos a vuelos astrales que se remontan a regiones desconocidas y aún inexploradas de la imaginación” (5).

En 4 Inox Quadra (2013) sentimos la “respiración” de la obra. El proceso va desde lo unitario –línea, cuadrado– hasta la acción constructiva e integradora y, después, a los distintos grados del movimiento: disolución momentánea, transformación. Unas pocas líneas se alzan como sobrevolando –en imagen de lo que sube, se mantiene por instantes, baja, se encorva sobre sí misma en suave concavidad, pero luego aparece convexa, pues su ser es en rigor la ambigüedad. Una red de cuadrados se disuelve para volver siempre a la línea, que es la unidad.

Como ingeniero, Crespin maneja con rigor y placer la tecnología, sus recursos y aparentes secretos, y crea sus propios mecanismos según la ductilidad que necesiten sus creaturas híbridas. Para su labor de artista, esa tecnología es el “medio”, la herramienta. Pero es claro que su objetivo, su “para qué”, está más allá de la sola tecnología (y más aun del uso de esta para crear objetos atractivos en la sociedad de consumo, como sucede en tantos objetos robóticos). Se trata entonces de producir la luz, dar espacio al reflejo o a la sombra; transitar la velocidad –acelerando o ralentando un movimiento. Se trata, sobre todo, de crear poesía visual, eso que solo logra la libertad del arte, utilizando aquí recursos muy físicos aunque a veces muy finos, como un hilo de nylon que tensa, sostiene o eleva las formas.

En esta exposición, Slow Motion, Crespin recibe al visitante “con una atmósfera lineal que ondula, se organiza y se descompone continuamente” para que “la lectura desde la entrada muestre líneas en un ecosistema” (6). Así la línea ya no es solo abstracta. Como ecosistema remite también al mundo de la vida.

Programación y libertad

En esta obra todo “se mueve” entre la rigurosa programación y la apariencia de lo aleatorio. De sus escenografías se derivan simulaciones: un “como si” fuera orgánico; un “como si” fuera autónomo, aunque sabemos que estas formas no se mueven con el aire, como las estructuras cívicas, eólicas, de Alejandro Otero, sino que se activan con el control remoto, en definitiva con la voluntad del artista que da vida a priori a cada mínimo movimiento. Podríamos preguntarnos: ¿cómo algo tan planificado como un algoritmo-que-controla puede generar una obra tan “libre” en su condición plástica y poética?  Predeterminados para que parezcan libres, así son estos juegos complejos de su mente creadora. Y si la mente del artista es libre para inventar vaivenes, ondulaciones y trayectorias, la del espectador lo es para gozar el demorado juego de las formas. Dice Crespin: “Mis obras son muy fáciles de observar, de consumir con los ojos, de coexistir con ellas. Y a la vez son complejas de crear y mantener en movimiento”.

El movimiento 

El tema del movimiento predomina en creaciones que, además de la raigambre cinética de los maestros modernos, tienen otro origen en el dinamismo virtual creado por ordenadores. Pero además Crespin genera la dinámica procesual de formas cambiando, que en el camino abren libres metáforas: sobre dinámicas celulares y metabólicas, o sobre astros y sus trayectorias en el espacio sideral.

Un hilo reúne las acciones y los énfasis, el movimiento y la lentitud. Y ese dinamismo lento también remite –de modo más abstracto– a la existencia misma del movimiento como motor del mundo, como anzuelo a la percepción del otro, y como leitmotif en la historia del arte. Así, con Crespin ya no es solo el movimiento “para” algo sino, de manera radiante, el movimiento “en sí”.  

El movimiento es también un juego, y como tal, con valor por sí mismo en el vaivén de los elementos como respirando a su manera. Entes abstractos se mueven irregularmente, como en leve mecerse de formas que llegan a estar casi quietas pero sin nunca estarlo del todo, pues existen entre la pulsión del dinamismo y una serena búsqueda de quietud. Pero la quietud es inalcanzable mientras haya vida, y estas obras viven, latiendo silenciosamente.

Desplegándose en fuerzas distintas, transitan acciones (elevar, superponer, aplanar, extender, concentrar) inventando espacio mientras trajinan la física de los cuerpos. Son juegos que también “dan lugar” al momento desestabilizador. Y acaso sea el arte de los pocos ámbitos donde la desestabilización de la física puede lograr, sin paradojas, la construcción de un mundo, a diferencia de la vida real, donde suele implicar destrucción (terremoto, tornado, demolición).

Característica en Crespin es una extensión que va y viene, casi devolviéndose sobre sí misma, pero dejando la idea de desarrollo abierto. En esa formatividad en proceso hay también, como en la física, juegos entre energía potencial que anuncia un futuro inminente y energía cinética que solo alcanza plenitud en el gerundio activo de la transformación: “cambiando”… lentamente.

La formatividad 

Resulta apasionante darnos tiempo para observar los procesos de formatividad en una obra: cómo gracias a ciertos énfasis y decisiones del artista ella va surgiendo. Crespin estimula observación y disfrute cuando seguimos, por ejemplo en Circunconcéntricos transparentes (2016), cómo los círculos se mueven de modo inusual para lo concéntrico, con independencia en las trayectorias de los anillos y diferencia de velocidades entre ellos. Poniendo foco en la relación entre el todo y la parte, parece regodearse aquí con las partes, a las que también vuelve protagónicas. Demorándose en ellas, construye la duración como lentitud del tiempo, y a la vez constituye la fluidez del espacio en una obra afín a la apariencia de lo líquido. Recuerda la gota (agua que cae sobre agua) aunque en otros momentos esos círculos transparentes sean capaces de con-formarse como helicoide o montaña cóncavos, o después como imagen convexa de una copa… si bien una vez “formados” nada permanece, pues todo se hace y se deshace en (y con) el tiempo.   

Hay en todo su proyecto una atendida base perceptual: sabemos del poder del círculo –con su concentricidad casi hipnótica– sobre el ojo humano. Crespin da acogida a círculos menores dentro de otros “mayores”, protagonistas transitorios todos en este peculiar teatro de percepciones.

Estos movimientos no tienden a una imagen definitiva, pues se trata siempre de una formatividad-en-proceso: lo que se expande puede contraerse; círculos móviles pueden volverse perfiles, líneas finísimas que no llegan a desaparecer; puntos de luz construyen caminos y concentran –o dispersan– las formas esenciales; el brillo luminoso sobre los bordes del plexiglás acentúa el carácter frágil de la transparencia.

Espacio, tiempo, duración

Estos espacios son creados entre la extensión de la espacialidad y la lentitud de la temporalidad. Y, en ciertos instantes de detenimiento de las formas, parecen hacerse uno el espacio con el tiempo. En esa formatividad de etapas sucesivas se acerca Crespin a las artes temporales. Él conforma su obra en la duración, y nos recuerda aquel anhelo de Jesús Soto en su juventud: que los espectadores, frente a la plástica, se demoraran como ante la música. Se lamentaba: “a la pintura le faltaba el tiempo”. Soto logró luego –con el dinamismo y la vibración– incorporar el tiempo a su creación espacial. Son obras (Soto, Crespin) que no pueden captarse de una sola vez. En distintos lenguajes y épocas, se hacen plenas de sentido solo en tanto se despliegan en el espacio-tiempo, haciéndonos sentir además que las creaciones temporales “se hacen obra” en nuestra más propia y personal duración.

En su proyecto para la exposición Slow Motion en la Maison de l’Amerique Latine se refiere Crespin a una “coreografía en bucle” que, en su danza, “muestra sus posibilidades de articulación, descomposición y recomposición” (7). La idea de la música está presente en él, en una rítmica particular: ritmo espacial de su obra plástica, y ritmo como en las artes temporales –música, danza, poesía– que existen por la sucesión y el cambio (un gesto termina y da paso a otro, un sonido tiene que pasar para que el siguiente “sea”…).

Dice  Bergson: “el organismo que vive es cosa que dura” (8). Y dice también que la duración es una síntesis entre una multiplicidad de estados de conciencia sucesivos y una unidad que los liga (9). Las obras de Elias Crespin estimulan en el espectador tanto una multiplicidad de estados como la percepción de esa unidad que lentamente los va ligando. El ojo se fija atento por instantes en lo que se detiene, y luego se deja ir gozoso.

Para Gadamer, la experiencia temporal del arte consiste en “aprender a demorarse” (10). Ese demorarse reúne el percibir, el contemplar, el atender concentradamente, pero también el entregarse. Y sabemos ya, en cuerpo propio, que ese “demorarse” es el mejor indicio de que algo nos detiene, nos inquiere o nos maravilla.

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Notas

(1) Rosalind KraussGrids”. En: The Originality of the Avant-Garde and other Modernist Myths. Massachussetts y Londres, Inglaterra: The MIT Press, Cambridge, 1993, p. 9.

(2) María Elena Ramos. Versión del texto Jesús Soto: un camino de la abstracción entre el universo y la obra. Exposición “Soto Estático Dinámico”. Caracas: Galería Ascaso, 2015, p. 17.

(3) Jacobo Borges. Conversación con María Elena Ramos. En: Diálogos con el arte. Caracas: Editorial Equinoccio, 2007, p. 91.

(4) Gego. Sabiduras y otros textos de Gego. EUA: Museo de Bellas Artes de Houston y Fundación Gego, 2005, p. 169.

(5) Max Bill. “Mathematical Approach to Contemporary Art” (1949). Citado por Lynn Gamwell en Exploring the invisible: art, science, and the spiritual. New Jersey: Princeton University Press, 2002, p. 230.

(6) Elias Crespin. Descripción de obras. Proyecto para Maison de l’Amerique Latine, 2017.

(7) Elias Crespin. Descripción de obras. Proyecto para Maison de l’Amerique Latine, 2017.

(8) Henri Bergson. La evolución creadora. Madrid: Editorial Espasa Calpe, Colección Austral, 1985, p. 27.

(9) Henri Bergson. Introducción a la Metafísica. Buenos Aires: Ediciones Siglo XX, 1979, p. 61.

(10) H. G. Gadamer. La Actualidad de lo Bello. Barcelona: Editorial Paidós, Colección Pensamiento Contemporáneo, 1991, p. 111.


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