Cuando los escombros sean removidos, y el agua del desastre sea drenada, y los perros rescatistas busquen en vano la vida estéril, este pueblito olvidado —donde algunos ancianos todavía creen que en la ciudad de Santiago de León estamos luchando por nuestra independencia contra la corona—, será de pronto observado por todo el mundo, y luego olvidado para siempre.

Bajo cúmulos y cúmulos de fango resurgirán sus habitantes, con sus estómagos hinchados, y sus lágrimas resecas bajo una mirada inerte, inservible, dispuestos a contar su propia historia. No dejo de imaginarme ahora el reflejo de una botella flotando sobre el mar inmenso, y no puedo más que continuar escribiendo.

Las argamasas deshechas, las rémoras de mar y el limo de agua dulce mezclados formarán un revestimiento casi impenetrable. Pasarán días o quizá semanas para que poco a poco todos vayamos emergiendo, y de pronto, en un rincón fortificado por las vigas de una casa caídas sobre una mesa y una silla, encontrarán un cuerpo y dirán šAlguien escribíaš. Pero rápidamente, por sus ropas y su aire de destierro, percibirán que era un forastero que vino a morirse aquí bajo todos los infortunios y todos los escombros del mundo. No obstante, a pesar de su condición de olvido, también él estará decidido a contarles a todos los fragmentos de su historia maltrecha.

Todos los días mis abuelos contaban las historias del valle en el que nacieron. Crecí en la capital escuchando el relato de un aguacero imparable, que al cabo de varios meses de lluvia hizo desbordar los ríos, cubriendo por completo la única salida hacia el mar y otros poblados. Eran niños y rápido se acostumbraron, aunque la comida empezó a escasear pronto. La mayor parte de los sembradíos se habían inundado. Había una gran variedad de animales silvestres en los cerros, de venados a perdices,  pero la caza diaria los fue mermando hasta desaparecer con los años. Mis abuelos cuentan que se enamoraron nadando en el río. La corriente era fuerte y no podías soltarte de la orilla, decían. Crecieron jugando ahí como todos los demás niños y no percibieron el instante en que dejaron de hacerlo.  Tiempo después, cuando los afluentes del río se secaron, junto a muchas otras personas decidieron marcharse de aquel pueblo abatido. 

Lea completo el cuento de Lino J Zabala en la revista digital 4Dromedarios 


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