En el nombre del amor miles de mujeres alrededor del mundo entregan diariamente el don de la vista y se convierten en una especie de mártires voluntarias. Es como si Eros –o Cupido, si se prefiere la versión romana y más comercial– en vez de flechar sus corazones, trinchara sus ojos con dardos y se los arrebatara por siempre, impidiéndoles ver así el despeñadero al que están a punto de saltar solo por ser correspondidas. El golpe al caer suele ser mortal. Si algún lector jugó alguna vez Mortal Kombat, seguramente sabe a lo que me refiero.

Esta es una historia que se repite día a día, todos los días, con más frecuencia de lo que uno podría imaginarse, y tiene su origen en el hogar. Verá, se trata de una enfermedad que se transmite únicamente por la vía materna –como la hemofilia– y comienza por actos de abnegación aparentemente inocentes como servirle el almuerzo primero al marido, o evitar que haga labores domésticas. Tarde o temprano la confianza evolucionará en abuso, y el abuso golpeará en forma de palabras o de ganchos al hígado. La cadena de violencia se afianza y se transmite al hijo, indicándole que al crecer debe buscar una esposa sumisa y servicial. A la hija, se le dice tajantemente que el sacrificio y la humildad son los caminos de la esposa ideal. ¿Divorcio? Eso no existe. El matrimonio es una carga otorgada por Dios que debe llevarse con estoicismo por toda la eternidad, del mismo modo en que Sísifo carga un obelisco gigante a sus espaldas con la esperanza –fallida– de poder llevarla al otro lado de la pendiente.

Esta atmósfera enfermiza es la que se respira desde el primer momento en que se pisa el Teatro Trasnocho para ver El loco y la camisa, un texto del argentino Nelson Valente dirigido por Diana Volpe, con un ojo crítico para seleccionar historias crudas, duras, que sacan los peores demonios de la naturaleza humana.

La acción se desarrolla en un hogar de clase media-baja. ¿Cómo lo sabemos? Por la sencillez del mobiliario y la discordancia entre cada uno de ellos. Los manteles se asemejan a esos de plástico con pequeñas frutas que se usan con frecuencia en las luncherías populares, y las cortinas y los muebles están percudidos y roídos por el tiempo. ¿Dónde estamos? ¿En La Candelaria? ¿En El Paraíso? No importa. El mejor diseño de escenografía es el que lo dice todo per se y no depende de entes animados que cuenten su historia. El mérito, en este caso, se lo lleva Rafael Sequera, a quien debemos este trabajo. La sala no termina de llenarse y el soundtrack de la historia es, por supuesto, rock argentino. Específicamente “2+2=3, de La Renga.

Se enciende el primer cue de luces. El padre, José –Djamil Jassir– está leyendo el periódico, gruñendo y maldiciendo en silencio. Su “paz” se altera inmediatamente cuando la madre, Matilde –Haydée Faverola– irrumpe en la sala con la ropa recién lavada y comienza una especie de monólogo involuntario –su marido está determinado a no prestarle atención– sobre el hogar, las reparaciones, los suegros, y tantas otras cosas que suelen perturbar la psique de las amas de casa.

Los primeros diez minutos de la obra se asemejan a un duelo de esgrima: no hace falta hincar el florete y ver la sangre del oponente para hacer touché. En este caso, no hace falta un solo golpe de José para que Matilde reaccione con miedo, tapándose la cara, dejando que sea su corporalidad quien grite que es una mujer maltratada. Un gesto de asco basta, una palabra despiadada es suficiente para descolocarla.

Se incorpora Beto, el hijo de la pareja, diagnosticado con una enfermedad mental que nunca se especifica y que denominaremos simplemente como locura. Aunque el verdadero mal de Beto es hacer y decir lo que le provoca en el momento que piensa que es adecuado hacerlo, comportamiento nada bien visto en sociedad. ¿Alguno de ustedes iría vestido de El Zorro a una reunión importante? Seguramente han querido pero no lo harían nunca. Beto lo quiere y por ende lo hace. ¿Podríamos calificar su comportamiento como auténtica locura? No. ¿Y en el contexto social que nos atañe? Sí, rotundamente sí.

El responsable de encarnar a Beto es Gabriel Agüero, y ningún actor podría hacerlo mejor, al menos en este país. Agüero es capaz de ganarse el amor de todos los niños al representar a un huraño morado amante de la soledad. Ha representado muy convincentemente a una especie de traficante de mariposas con propiedades psicotrópicas en un tiempo y espacio postapocalíptico que recuerda al “estado de guerra” de Hobbes o a Mad Max: Fury Road. Ahora ha decidido convertirse en un ser impoluto e impulsivo, que ama con ternura a su hermana María e intenta salvarla del destino para el cual ha sido criada.

Y es que María –Rossana Hernández– es la representación fatídica del gremio de las mujeres-mártires y está dispuesta a fingir lo imposible para ser merecedora del amor de Mariano –Elvis Chaveinte–, un abogado residente de La Lagunita. María reclama a su madre el haber cocinado canelones de pollo para la cena, porque no es elegante y sí distinto a lo que ha probado en casa de su novio. Exige que Beto sea encerrado en su cuarto, para que su locura no arruine la cena. Es excesivamente controladora y nerviosa. No sabe que muy posiblemente esta sea la última vez que pueda controlar algo de su entorno, y que la vida se encargue de convertirla en un manojo de nervios con el paso del tiempo y la vida en común.

La excesiva –y común– frialdad de Chaveinte en escena se perdona en esta oportunidad al ser acorde con el personaje de Mariano. Mira con desdén a los padres, truena sus dedos para que María corra obediente a su lado. Es un ser oscuro que proyecta su sombra en la vida de su novia, quien no parece ser consciente del peligro que la aguarda, de la vida que le espera si se llega a perpetuar la unión.

De esta forma continúa la violencia doméstica. En el teatro expira exactamente a la hora de haber sido iniciada. En la vida real, hasta que la muerte los separe, esperando a que algún día dos más dos sea igual a tres, ya que de esta forma a cada uno le faltaría un día menos para el alta en el manicomio que escogieron por vida.


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