La danza es la expresión estética más pura porque el 

cuerpo integra a la vez el gesto, el útil, la materia y el 

producto de una sola realidad. 

André Leroi-Gourahn

La noche del 13 de diciembre, a lo largo del primer concierto de la Fundación de Danza Contemporánea que se realizó en el auditorio del Museo de Bellas Artes de Caracas, la legítima euforia de un público que mucho lo había tenido que esperar consagró el resurgimiento entre nosotros de esa primaria expresión de lo humano. Pero en verdad no fue solo el retorno de algo que pudimos creer perdido lo que suscitó y mereció la cálida respuesta del público que desbordaba la sala. Lo más importante fue que esa noche se veía por primera vez en Venezuela un auténtico espectáculo de danza contemporánea. Esto no quiere decir que estamos desconociendo los valiosos intentos precedentes. Esa no podría ser nuestra intención, en primer lugar porque sabemos que sin esos antecedentes lo más probable es que no se hubiese producido el logro que hoy celebramos. Lo que esto quiere decir es que por primera vez en nuestro país un conjunto de danzarines llegó a salvar las limitaciones de varia índole que habían impedido la completa afirmación de su empeño, y lejos de toda concesión a recursos expresivos que ya no revelan nada, demostraron los alcances de una concepción vigente de la danza como arte. Fueron Grishka Holguin y Sonia Sanoja, a la cabeza de un joven grupo integrado por Gladys Yovelar, Ofelia Suárez,  José Ledezma, Fernando García y Juan Monzón, los responsables del suceso. Ahora contamos con su entereza de artistas para que ese concierto que nos dieron no quede solo como una demostración de lo que ellos son capaces de hacer, sino como el punto de partida de un programa de trabajo sostenido que vaya echando en los públicos las raíces que la danza necesita y merece.

¿Pero cuál es esa concepción de la danza cuyo aparecimiento afirmamos, y en relación a qué la valoramos?

La esencia del hombre es su existencia. El yo que asume y centra este modo de ser en el mundo no es una entidad inmutable, sino una radical apertura hacia sus posibilidades y hacia la superación de lo ya realizado. El hombre decide él mismo su manera de ser cuando escoge o rechaza ciertas posibilidades. Por eso le es inevitable estar siempre más allá de sí mismo, fuera de sí en el mundo: la relación a mundo es esencial a la estructura ontológica de la existencia humana. En dicha relación el hombre existe en familiaridad práctica con todos los entes no humanos que lo rodean, emplea las cosas como utensilios, en cuanto le sirven para algo. Esto significa que en la realidad misma del utensilio, el cual pertenece necesariamente al mundo, está inserta una referencia a la actividad del hombre, así como también la existencia señala hacia el utensilio, del cual en cierto modo depende (Heidegger). Así se constituye el dominio de lo utilitario, donde las técnicas de fabricación son secuencias de gestos en las que interviene el utensilio como algo fundamental, y la materia es tratada para convertirla en un objeto útil cuya significación la determina el uso al cual está destinado.

En la dimensión de lo estético, se lleva a cabo la integración de los mismos elementos (gesto, utensilio y materia), pero con una significación radicalmente diferente, y en un  sentido que le confiere preeminencia al gesto y a la materia. Aquí no se persigue, con la creciente eficacia de los utensilios, una liberación del hombre de los esfuerzos del gesto y las dificultades de la materia, sino que, por el contrario, a la esencia del arte pertenece la necesidad de mantener los estrechos vínculos entre comportamiento cinético y mundo material, gracias a los cuales se logra la estructura y el ritmo de la obra.

Así se nos revela la significación de la danza, creación que es materia, utensilio y gesto de sí misma; expresión del hallazgo primordial que el hombre hace de su esencia, asumiéndola en un ímpetu que es al mismo tiempo realización y revelación. La danza que hoy, a través de la conciencia y voluntad de algunos innovadores, el mundo llamado civilizado está tratando de recuperar, aunque todavía no se resigne a aceptar la ruina de una tradición que defiende su academia en las pompas del ballet clásico. Al margen de esos estereotipos que se desempolvan para deleite de sensibilidades bien instaladas, hoy se lucha por una danza en la cual cuerpo y conciencia ya no puedan mentir, donde solo un completo riesgo que exprese lo que somos puede abrir caminos. Es decir, se lucha por la danza concebida como arte de la exaltación del cuerpo humano; estructura capaz de comunicar por sí misma nuevas estructuras cuya significación no se agota en un argumento impuesto desde afuera. Es que hoy tenemos que reconocer la expresividad del cuerpo en cuanto tal, y ya no se lo considera como un simple portador de disfraces “temáticos”. Es que la danza está haciendo suyas definitivamente las grandes conquistas y responsabilidades de la creación estética contemporánea. Por eso ahora comprendemos mejor la trascendencia que la danza tiene en la vida de aquellos pueblos, llamados primitivos, cuyo mundo es sentido y concebido sin mutilaciones racionalistas; donde la danza, fiesta y ritual, conmemora los grandes ciclos míticos y revitaliza la imprescindible integración del individuo al equilibrio de la convivencia, y de la comunidad al orden cósmico.

Con relación a ese transfondo hemos comprendido y valorado lo que nos mostraron Grishka Holguin y Sonia Sanoja en Bellas Artes. Sus respectivas coreografías e interpretaciones han confirmado la calidad de un artista de larga trayectoria, como es Grishka, y revelado la de una artista que comienza su vida profesional, como es Sonia. La  Tabla Técnica, los Cuatro Puntos y un Centro, los Tres Tiempos y las Tres Figuras y un Espacio de Grishka; y la sin precedentes Espiral, el Resurgimiento y los Ritmos Vudu de Sonia, son los nombres que tendrán para nosotros esos plenos instantes que ellos nos hicieron vivir, y la gran promesa, el compromiso de su continuidad.

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(Texto publicado en Jueves, suplemento cultural de El Nacional, dirigido por Guillermo Meneses, el 11 de enero de 1962).


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