Para quien se dedique, sea por obligación o por devoción, a este oficio de las letras, no creo que le vendría mal tener en cuenta esta advertencia de uno de los personajes de la última novela, de reciente aparición, de la escritora Elisa Lerner: “¿No es la literatura ese país distinto al que se acude cuando la soledad de la historia hace casi inexistente ese otro donde se nace?”

Ella así lo hace.

La novela lleva por título: La señorita que amaba por teléfono, un título del que el lector viene a saber el sentido que lo enmarca casi al finalizar el libro, como si la autora lo hubiera colocado con la precaución con que un jugador de póker deposita sobre la mesa la carta con la que cierra el juego y se dispone a recoger la apuesta.

Uno de los más bellos relatos de Paul Celan comienza con estas palabras: “Una tarde que el sol, y no solo él, había tenido su ocaso, se fue, salió de su casita, y se fue el judío, el judío e hijo de judío… ¿Y quién crees tú que vino a su encuentro?”

Pues bien, de la misma región de la que salió de su casita el judío e hijo de judío de Paul Celan, en la Bucovina, que ostenta ese nombre por la gran cantidad de hayedos, ya que en rumano se dice buc al haya, salió en su día la madre de Elisa Lerner; el padre lo haría desde Besarabia cuando lo de la Gran Depresión del 29. Merced a ese hecho, la literatura venezolana cuenta con una de sus más exquisitas escritoras, como podrá comprobarlo, sin esfuerzo, el lector de esta última novela, sobre cuyo impacto e importancia como obra literaria cuajada van las líneas que siguen.

Elisa Lerner hace mucho tiempo que marcó territorio literario propio como dramaturga, memorialista, ensayista, conferenciante y generadora de cualquier otra manifestación literaria, destinada a interpretar tanto el que fue el país de acogida de sus ancestros como el suyo, el de su nacimiento –ese que los franceses llaman país de souche–. Situar su literatura en este ámbito, ver cómo son sus gentes, cómo hablan y actúan, dentro de qué libertades se mueven o quisieran moverse, sus pasiones, su humor, la forma cómo se ha ido desarrollando la sociedad venezolana, en suma, es la diana hacia la que van dirigidas las flechas de su arco para sustanciar, en su momento, un juicio como este: “El trópico es una infelicidad militar”.

Todo ello a través del relato, desde luego.

Lo había intentado en la que fue su primera novela, De muerte lenta, que no recibió, por las circunstancias que fueran, la atención que merecía, tal vez por el hecho de que la crítica literaria, como perro que custodia al rebaño, hace tiempo que abandonó la pradera venezolana. Se daba cuenta en esa novela de una época de la vida venezolana en la cual un hombre bueno y sabio fue despojado del poder, a consecuencia de lo cual ella pudo escribir: “El paltó levita dio abrigo al gobierno, pero tenía la enorme desventaja de dejar desnudo al pueblo”. 

La señorita que amaba por teléfono es la historia de dos cuartillas y media escritas por una profesora gordita, en el momento en que las publica en el Papel Literario, y una obesa didáctica, al término de su jubilación. Responde por el nombre de Blanca Elvira, es profesora de literatura española, de descendencia peninsular, con un hermano abogado y ambos, herederos de una finca en la región venezolana de Barlovento. Pues bien, esas cuartillas abren una apetencia entre quienes piensan, escriben e incluso se enamoran –más que de Blanca Elvira, de su palabra– y se relacionan socialmente con los otros grupos que, manejando el presupuesto estatal del país a su antojo, lo convierten, “al darse a los peores, en la puta de gran pubis hediondo a petróleo”. A partir de ahí, se dedicarán a sacar su vida adelante. Como escritora erudita, para Blanca Elvira esas dos cuartillas y media publicadas son la medida para figurar en los círculos culturales.

Pero, viniendo a la novela que nos ocupa, ¿qué se requiere para que un género como este, tan perecedero en el tiempo, por una parte, y tan resistente al paso de los siglos el que lo logra, convierta en inmortal a su autor? ¿Es el estilo, el argumento, el mensaje o simplemente la visión de toda una época convertida de pronto en un haz de luz capaz de permitir al lector contemplar, atisbo tras atisbo, la totalidad de una realidad? William Faulkner lo hizo desde y con el Sur. Elisa Lerner, narrando en primera persona acontecimientos, en apariencia banales, logra conducir al lector en esta obra a través de un número increíble de imágenes perfectamente elaboradas, trasformadas luego en metáforas, alusiones y humor, a una visión de la sociedad caraqueña en una suerte de lampo completo y continuado de luz. Esta que pareciera ser tarea y privilegio varoniles es, al mismo tiempo, para Elisa Lerner un desafío. “Las novelas escritas por los hombres –pone en boca de uno de sus personajes– son siempre superiores a las de las mujeres, buscan abarcar el mundo. Ellas solo su pequeña parcela personal”. Abarcar el mundo es lo que se propone Elisa Lerner y lo logrará. De ahí, su mención a autores como Teresa de la Parra, Alejandro Rossi, Antonio Aparicio, María Teresa León y a otros más que aparecen como compañeros de viaje en esta novela. 

En el curso de la novela, a Blanca Elvira le sale un amante, pero por teléfono. Le viene bien, porque acierta con las palabras que le ayudan a componer la justificación de no haber sido la escritora que prometía, la que se esperaba que fuera, si bien: “Un amor al otro lado del hilo fue como ordenar una pizza al teléfono sin el incordio para una obesa de tener que pisar un restaurante”. Pero…

“El mundo del magisterio es noble. Mientras que el de los escritores es un infierno. ¿Qué necesidad tienes tú, Blanquita, de mezclarte con un mundillo falso, enconado, donde campean las envidias y los celos irreconciliables? Gentuza ególatra, desalmada. Me daría mucha pena verte vegetando en nuestra Asociación de Escritores. Museo de Cera o Museo de Cero. ¿A qué llaman escritores? ¿A unos Dráculas cuyo alimento es la sangre vieja del pasado? No les gusta atender trabajos fijos. No se les conoce oficio alguno. Son unos inútiles y eternos desocupados. Todo es poco para ellos. Sarta de quejosos. En los bares, incansables adictos a la caña, hay que estarles pagando las cuentas de los tragos a cuenta de que se consideran el oro de la nación. ¡Blanquita, a ti no te quiero ver publicando artículos o poemas en los periódicos! ¡Después no me digas que no te lo dije!”

Y así es como va a trascurrir ya, sin pena ni gloria, antes de llegar al desenlace, la vida de Blanca Elvira, como si “la tos desafinada de sus zapatos la arrastrara por la avenida sin fin”.

En La señorita que amaba por teléfono, no hay división en capítulos, puntos aparte y cesuras por cortesía al lector; sí, una lectura fluida con digresiones del mejor entretenimiento, también personajes, una fauna completa, y todo aderezado con una prosa en competencia con la mejor escrita, tanto a este como al otro lado del Atlántico.

“Mi amiga logró publicar un reportaje en una sección vistosa del periódico con el seudónimo de Gloria Granados. Era superior en ella lo estallante de su personalidad que lo salido de su pluma. Más que las banales conquistas para el tabloide, recuerdo una vitalidad fuera de serie, la ironía, el conocimiento, la fuerza en el caer de algunas frases. Marta era listísima. Pero su prosa era como una comida enfriada velozmente apenas puesta en la mesa. La buena escritura tiene un ingrediente soñoliento que no siempre manejan los más espabilados: un misterio rápido como el vuelo de una mariposa inesperada y bella. Pero su trabajo que no gustó la sumió en un laconismo sombrío. De su boca, apenas salió este comentario:

―¡Qué más da! Una elige. Pero, por esencia no es nada”.

Pues bien, no solo es la prosa transustancial con la que Elisa Lerner confeccionó La señorita que amaba por teléfono uno de los logros con el que corona su espléndida obra literaria. La señorita que amaba por teléfono –sin miedo a que se me acuse de exageración– está llamada a insertarse entre los mejores textos de los últimos cien años escritos en lengua española.


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