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Debe haber sido durante la primavera del año 1976. Recibí un llamado desde París pidiéndome me desplazara de München, donde vivía ―trabajaba por entonces en el Max Planck Institut en Starnberg, a algunos kilómetros de la capital bávara― a Berlín Oriental. Me comunicaron los datos del apartamento en el que debía presentarme al día siguiente para encontrarme con Andrés Pascal Allende, máximo dirigente del MIR chileno luego de la muerte de Miguel Enríquez y el más alto dirigente del MIR, que acababa de salir al exilio tras un rocambolesco enfrentamiento con los agentes de seguridad del dictador chileno.

Nos conocíamos desde hacía algunos años, recién fundado el MIR, y antes del triunfo electoral que llevara a Salvador Allende y a la Unidad Popular al gobierno chileno. Sociólogo, casado con Carmen Castillo Echeverría, historiadora y amiga muy cercana de mi primera esposa, habíamos comenzado una muy grata relación de amistad durante una estadía de un mes en Chile, en septiembre de 1968. Año de inmensa trascendencia para mi generación: había ocurrido el mayo francés, habíamos sido profundamente impactados por la muerte del Che Guevara, en quien teníamos puestas todas nuestras esperanzas para que se diera cumplimiento a nuestra máxima aspiración,  y vivíamos con inmensa pasión la revolución cultural china y el movimiento estudiantil, que había conmovido las bases de las sociedades industriales tradicionales al son de los Beatles, los Doors, los Rolling Stones, Bob Dylan, el haschich y la marihuana, el LSD y la locura psicodélica. Como lo cantara el bardo newyorkino, los tiempos estaban cambiando.

La muerte del Che nos había dejado sin aliento. Rodeando al mundo que aspirábamos construir de magia y misterio. Pero en el camino del MIR chileno se cruzó la inesperada victoria electoral del sempiterno candidato socialista y todas las apuestas se concentraron en dar por hecho aquello en lo que ninguno de nosotros creíamos sinceramente: por lo menos en Chile, la vía electoral no era el camino para desalojar al régimen burgués capitalista, conquistar el poder total, montar una dictadura proletaria y construir el Estado socialista. Nosotros apostábamos por la vía armada, sin la menor consideración a las específicas condiciones de la sociedad y del Estado chilenos. Pensábamos que acceder al gobierno bajo las condiciones imperantes era un paso descomunal, de inmensa trascendencia en la ruta hacia el poder, no cabía la menor duda, pero de allí al estado proletario mediaba un abismo cuyo cruce sería impedido a sangre y fuego por las fuerzas sociales opositoras, las distintas instituciones del Estado bajo su dominio y las Fuerzas Armadas. El Estado chileno era un hueso infinitamente más duro de roer que el cubano. Se abría un proceso prerrevolucionario que podría culminar en una guerra civil. Fue lo que discutimos durante los días finales de 1970 y los primeros del 71 con un conocido de años, el senador socialista Carlos Altamirano. Le redacté con sus ideas, que hice mías, un documento que sería su propuesta programática para conquistar la Secretaría General del Partido Socialista del Allende gobernante, lo que sucedió en febrero de 1971 durante el Congreso de La Serena. Lo titulé: Socialismo o Fascismo, el enfrentamiento es inevitable. Fue respaldado masivamente por la enfebrecida militancia socialista chilena, procubana, profidelista y definitivamente ganada para la vía armada, en irreconciliable contraste con el Partido Comunista, prosoviético, reformista y gradualista, que rechazaba frontalmente tal estrategia. Ganó la Secretaría General, convirtiéndose en el segundo hombre en importancia en las filas de la revolución democrática chilena. Una contradicción que pronto mostraría sus letales efectos.

Lo que siguió es una historia de todos conocida. El gobierno se vio entorpecido por esas diferencias estratégicas, la ineficacia gerencial condujo al caos desatado a los mil días del experimento, los precipitados avances y una precipitada política de absurdas estatizaciones hacia la conformación de un estado proletario terminaron por alebrestar a la clase social dominante, el país se vio enfrentado al abismo del desabastecimiento y la crisis económica y la oposición, dominante en todas las instituciones del Estado, salvo en el gobierno, terminó por declarar la ilegitimidad del gobierno al violar los acuerdos del pacto de gobernabilidad aceptado por Salvador Allende para ser nombrado presidente por el parlamento chileno ―no había obtenido la mayoría absoluta sino tan solo un tercio de los votos, lo que dejaba su elección en manos del congreso―, exigir su dimisión y facultar a las Fuerzas Armadas para que dieran el brutal golpe de Estado escenificado el 11 de septiembre de 1973 que terminara con la vida de Allende, su gobierno, su proyecto político y la revolución chilena.

2

Pude salir al exilio a los pocos meses del sangriento golpe de Estado, cuando arreciaba una feroz acometida de la dictadura contra la militancia de izquierda, luego de ser expulsado de mi cargo de profesor e investigador en el Centro de Estudios Socioeconómicos (CESO) de la Universidad de Chile. La permanencia en la clandestinidad se me hizo literalmente imposible. Los hábitos de vida clandestina de uso corriente en el MIR nos habían permitido unos meses de anonimato, pero a esas alturas las infiltraciones, las delaciones, las traiciones y la brutal y sangrienta represión de la DINA, el servicio de información de las Fuerzas Armadas, había logrado reconstruir el organigrama del partido y los esquemas de funciones y tareas de nuestra militancia, a sus distintos niveles. Yo estaba a cargo de medios, universidad, arte y cultura, un sector particularmente frágil y expuesto, pues suponía en todos sus miembros una abierta militancia y actuación públicas. Días después de salir a la Argentina, allanaron la casa de mis padres en mi búsqueda. De haberme retrasado esas horas, posiblemente no estuviera contando esta historia.

Luego de un tiempo en Buenos Aires, a solo una hora de avión desde Santiago pero libre de la espantosa pesadilla que se estaba viviendo del otro lado de la cordillera y la pampa, salí finalmente a Alemania Occidental, invitado a trabajar en el Instituto Max Planck, bajo la dirección de Carl Friedrich von Weizsäcker, el afamado físico nuclear y hermano de quien sería pocos años después presidente de la República Federal de Alemania, y el renombrado filósofo Jürgen Habermas, último representante de la afamada Escuela de Frankfurt fundada por Theodor W. Adorno y Max Horckheimer. Ante nuestra inesperada llegada, Herbert Marcuse, que solía venir de California a pasar anualmente un semestre en el Instituto, tuvo la infinita amabilidad de permitirnos compartir escritorios en la torre circular del Instituto. Desde cuyos ventanales podía disfrutarse de una espléndida vista sobre el Lago de Starnberg, los montes bávaros y los bosques aledaños.

No se crea que ese pastoril escenario satisfacía nuestras preocupaciones y angustias. Como imagino que las certidumbres de que disfrutan quienes se han sumado en estos últimos años a la diáspora venezolana lejos de sus familias y parientes no les merma su nostalgia y su dolor de ausencia. Pues esos fueron los años más crueles, más represivos y más espantosos del horror dictatorial chileno. Leía y traducía a Brecht y a Hermann Hesse, pensando en el mismo destino de quienes huyeran de Alemania cuando la tiranía hitleriana, recibiendo a diario las trágicas noticias que ocurrían a diario en mi país. Cuando en octubre de 1974 recibí la noticia de la muerte en un enfrentamiento de Miguel Enríquez, en quien muchos habíamos depositado todas nuestras esperanzas, perdí la voz. Tardé días en recuperarla. Bautista Van Schowen, con quien trabajara veinte horas diarias de incesante actividad, pues era el responsable en la Comisión Política del área a mi cargo, había desaparecido del convento en que se guarneciera, siendo asesinado en medio de brutales torturas. Lumy Videla, joven militante, miembro de los aparatos de seguridad y excelente amiga, fue asesinada por los esbirros de la DINA luego de espantosas torturas y su cadáver tirado por sobre los muros del jardín de la residencia de la embajada de Italia, atestada de perseguidos políticos. Prácticamente todos mis compañeros de la dirección universitaria, entre ellos Alfonso René Chanfreau, con quienes mantuviéramos una frenética actividad militante en la dirección universitaria del partido, habían desaparecido para siempre. Sus cuerpos jamás serían encontrados.

Nelson Gutiérrez y Andrés Pascal Allende rompieron el cerco de un enfrentamiento en Malloco, en donde estaban enconchados, y lograron salir asilándose en la embajada de Suecia y en la Nunciatura, respectivamente, para salvar sus vidas y asumir el trabajo de organización necesario en Europa. Pocos meses después recibiría un llamado de Andrés solicitándome me presentara en Berlín Oriental. Es el motivo de la narración de esta historia.

3

Tomé el tren nocturno München-Berlín, amanecí en el Bahnhof am Zoo, en Tiergarten, y allí mismo tomé el tren de superficie que atravesaba Berlín Occidental y se adentraba en Berlín Oriental, hasta Friedrich Strasse, en el centro de la capital de la RDA. Media hora después de mi arribo caminaba por entre la fila de ocres, masivos y feos edificios de apartamentos típicamente socialistas hasta dar con el que se me había señalado. Lo habitaba la familia de Osvaldo Puccio Giesen, viejo amigo y secretario personal de Salvador Allende, uno de cuyos hijos, Osvaldo Puccio Huidobro, había sido militante del MIR, en donde nos conociéramos. Habían pasado tres años del golpe. El reencuentro fue emocionante.

Debí calmar mis nervios por las expectativas que esta cita me había despertado y cuyo propósito ni siquiera imaginaba. A pesar de haber sido automáticamente expulsado del partido al salir al exilio ―medida tomada por Miguel Enríquez para evitar la desbandada, que a él mismo y a gran parte de la dirigencia le costara la vida― me había visto obligado a asumir la dirección del partido en Alemania. Era el único militante que hablaba el idioma, trabajaba en uno de los institutos de investigación científica más importantes y prestigiosos del país, mantenía importantes contactos con la intelligentzia de izquierdas e incluso había forjado otras, como la relación de amistad que hilvanáramos con Wolff Biermann, el más importante cantante de protesta de la Alemania comunista. Solía presentarme a las reuniones con intelectuales y políticos alemanes pidiendo disculpas y aclarando que yo estaba expulsado del MIR, pero como el encargado oficial era un joven brasileño ―los militantes extranjeros sí habían sido autorizados a exilarse― y apenas podía hilvanar un par de frases en alemán, además de tener una muy precaria preparación política, quien de facto dirigía el partido era yo. Una situación embarazosa, entre absurda y humillante, solo soportable por quienes hacíamos gala de un soberbio y fanatizado bolchevismo soviético. Como dice Brecht en uno de sus poemas de militancia: mil ojos ven más que uno. Y el mío estaba expulsado.

Llegué en medio de una reunión que Andrés Pascal sostenía en una de las habitaciones con el máximo dirigente del Partido Socialista chileno en el exilio, el intelectual, director de la Escuela de Sociología de la Universidad de Chile y ex canciller durante el gobierno de la Unidad Popular Clodomiro Almeyda. Militante de la Seccional Cordillera a una de cuyas células Carlos Altamirano me invitara a incorporarme inmediatamente después de mi regreso desde Alemania, integrada por Jaime Faivovich, alto directivo de Codelco, la Corporación del Cobre y luego Intendente de Santiago, Hugo Zemelman, profesor e investigador de la escuela de sociología y Almeyda, canciller de la república. La aristocracia intelectual del socialismo chileno. En franco desacato con esa oportunidad de entrar al gobierno por arriba, preferí comenzar a militar como simpatizante en el MIR por abajo. La revolución me parecía infinitamente más atractiva que una embajada, un alto cargo ministerial o una gerencia general en una empresa estatizada. Para mí, en Chile, la revolución socialista pasaba necesariamente por el MIR. Pero su hora jamás sonaría.

En una de las habitaciones del pequeño apartamento se encontraban reunidos Andrés Pascal y Clodomiro Almeyda. Puede que hayan estado presentes otros dirigentes del PS, además de Osvaldo Puccio padre, pero lo cierto es que ni lo recuerdo ni tengo constancia. Por fin pudimos vernos y luego de los abrazos de rigor pasamos a tratar el tema por el cual se me convocaba. Se trataba de Corea del Norte y su líder máximo Kim Il Sung. Por entonces, Corea del Norte había iniciado una campaña de promoción de su líder máximo mediante una costosa serie de remitidos a página completa en los principales periódicos de Occidente y estaba empeñada en divulgar la doctrina Juche, o Suche, una forma nacionalista y tradicional de reinterpretar el pensamiento marxista leninista adaptado filosófica y prácticamente a las particulares condiciones culturales del país.

La invitación que me cursó Andrés, más que una invitación, una tarea a cumplir en el tiempo necesario, que debía ser realizada con el mayor rigor y la más estricta disciplina partidista, consistía en viajar a Corea del Norte e instalarme en Pyongyang, consultar toda la bibliografía histórica existente sobre Corea del Norte, profundizar en las raíces filosóficas de la teoría Suche ―o Juche―, reunirme con el jefe de la revolución tantas veces como lo estimara pertinente y escribir una suerte de biografía novelada del máximo dirigente de la revolución coreana Kim Il Sung.

“Eres historiador, eres filósofo, tienes una sólida cultura literaria y podrías escribir una obra fascinante sobre ese personaje tan fascinante que es Kim Il Sung” ―me dijo Pascal Allende, exagerando mis escasas virtudes intelectuales y literarias. No era una ocurrencia insólita y gratuita. El MIR había iniciado importantes relaciones con Kim Il Sung y esperaba de Corea del Norte el mayor respaldo para su lucha en Chile y mi trabajo sería parte del intercambio de favores acordado entre el partido y la revolución norcoreana. Permanecer en Corea del Norte tanto tiempo como fuera necesario para cumplir el encargo. Su gobierno se encargaría de mi estadía, me daría todo el respaldo que fuera necesario y publicaría la obra difundiéndola masivamente. Kim Il Sung debía convertirse en un ser tan admirado y respetado en Occidente como Lenin o el Che Guevara.

Fue más que un balde de agua fría: un auténtico mazazo. La sola idea de sumergirme en el universo de una dictadura totalitaria como la norcoreana y verme obligado a escribir las alabanzas de un tirano me puso los pelos de punta. Una cosa era admirar al Che Guevara, rosarino, familiar, desenfadado, poeta, barbudo y maloliente, bohemio y romántico como un héroe de la antigüedad clásica, y otra muy distinta sacarse de la manga un ditirambo para un déspota oriental por el que no sentía la menor simpatía.

No quise o no me atreví a negarme de plano. Le pedí unos días para pensármelo, argumentando mis obligaciones laborales y mis compromisos familiares, que por entonces me anclaban a Alemania Occidental. Pero Andrés, perspicaz e inteligente, debe haber captado de inmediato que su propuesta no me había provocado el menor entusiasmo. Al extremo que ni yo volví a hablarle del tema ni él a sugerirme lo hiciera. Doblamos la página e hicimos como si esa reunión jamás hubiera tenido lugar.

No volvimos a encontrarnos. Él siguió a cargo del poco de vida que le iba quedando al partido, yo distanciado para siempre de los delirios revolucionarios. Creo haberlo divisado alguna vez en algún aeropuerto del Caribe, pero ni él me vio ni yo quise abordarlo. Temí que no fuera una equivocación mía y que esa figura borrosa, absorta, solitaria y distante fuera, en efecto, el ex de Carmen Castillo, el miembro de la Comisión Política al que convencí de postularse a rector por la Universidad de Chile, cuya absurda campaña dirigí, y recordando que Laurita, su madre, se había suicidado en La Habana, preferí darlo por una visión imposible.

No escribí la biografía de Kim Il Sung. En lugar de volar al Extremo Oriente y aventurarme por el corazón de esas tinieblas tiempo después tome un avión de Airfrance en París y volé al Caribe. Había tomado la mejor decisión de mi vida. La felicidad se cruza una sola vez en el camino de un hombre desventurado. No la dejé pasar.


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