Ciertamente la labor fotográfica de Antolín Sánchez se inscribe en un espacio que supera el afán documentalista de la fotografía venezolana con un complejo y delicado registro de la realidad dada y una peculiar carga de agudeza y sensibilidad.

Desde sus primeras series, como Tarot Caracas y La caída de Babilonia, su trabajo parece apelar al valor estético que surge de lo contingente, lo azaroso, la yuxtaposición de planos que aparentemente no tienen correspondencias. Por ejemplo, si nos detenemos en “XXI-El Mundo”, una carta de su tarot personal, podemos constatar una certeza que surge en ese entrecruzamiento entre los cuerpos de Caracas, un árbol y una mujer: la ausencia de un orden natural para definir esta ciudad y, por tanto, cualquier otra realidad que deba ser captada por la cámara. El mundo lo hace la lente.

Incluso sus series paisajísticas parecen partir de este vacío. Por algún motivo a un grupo de estos paisajes los titula “metafísicos”. Su lente va a la caza de detalles expresivos, pictóricos, incluso abstractos, alejados del carácter fatigosamente figurativo que se asocia a la fotografía.  

Debido al ángulo de enfoque, al reencuadre, a la intervención lenta y consciente de la fotografía en el estudio, el paisaje capturado termina por perder cualquier intención objetivista, de límites realistas. Gana otro espesor: la imagen se constituye en la sustancia de un mundo que se sabe inapresable.

Antolín Sánchez no toma fotos, más bien fabrica imágenes. Su trabajo radica en resignificar lo que comúnmente existe, ofrece nuevos sentidos a lo que parecía encontrarse sumergido en lo inmediato, invisible ante los ojos del observador corriente. La fotografía, entonces, se transforma en una investigación de nuevas maneras de mirar, incluso más allá del alcance de la lente, así deba llevar al absurdo la búsqueda de un fundamento de la imagen, como ocurre en Pix.

En esta serie aquello que la fotografía digital da como certeza vacila y deviene inestable, apenas un punto de color. No podemos constatar lo que verdaderamente ha estado allí. Somos impulsados hacia el objeto captado –el ojo de un cocodrilo, por ejemplo­­– más allá del sentido que podamos darle.

Cuando la fotografía expone su núcleo nos muestra un abismo, su naturaleza abstracta, que da paso a lo imaginario. Una especie de alucinación surge de ese vértigo. Pareciera que Sánchez quiso llevar al extremo esa inaccesibilidad entre lo real y la imagen.

Se hace evidente en buena parte de su trabajo que, por más objetiva que pretenda ser, toda foto implica un proceso de interpretación y “escritura” de lo representado. La fotografía no se reduce a la mera reproducción automática del mundo, más bien consiste en un acto paradójico: constituye la realidad en un signo, la presencia en representación, lo ausente en imagen.

La fotografía no se define por ser un análogo de la realidad, sino por revelarse como una construcción estética, paciente, inesperada. Aun cuando se trate de una foto “sin intervenciones”, surge de una mirada que se fija en un punto particular, que concentra el azar en un determinado ángulo.

En una entrevista con Nelson González Leal, Sánchez indica sobre su trabajo: “Salgo a la calle a hacer imágenes, pero luego necesito estructurarlas, y eso todo el mundo lo hace, pero en mi caso termino estructurándolas con un principio que es duro: trato que la estética de cada serie y su configuración visual tengan una mayor compenetración con las intenciones expresivas”.

Sin embargo, no solo se trata de que el efecto de irrealidad que ofrecen sus paisajes dependa de diversos factores como el silueteo, la superposición, la composición de las sombras, el uso de lentes especiales y filtros, sino que además Sánchez suele incluir elementos que recuerdan la artificialidad inherente a la misma realidad, lo que curiosamente no se contradice con cierto anhelo de una naturalidad que creemos perdida, como en la serie La naturaleza pictórica de la naturaleza.

Esta naturaleza pictórica no surge de la intención de figurar o imitar algo que existe, sino de la necesidad de extender el contacto, la proximidad con un origen perdido, el deseo de que el vínculo con una naturaleza trascendente persista, así haya que crearlo. Sánchez registra este ingenuo anhelo en los más inesperados y “cutres” lugares de Venezuela.

Paradójicamente, la fotografía, obra primordial de la era técnica, nos hace conscientes de esta naturaleza y recupera esa carga “aurática” que tuvo el arte. Como dice Walter Benjamin: “La técnica más exacta puede dar a sus productos un valor mágico que una imagen pintada ya nunca poseerá para nosotros”. Este valor responde a cierto carácter experimental que parece inherente al oficio fotográfico.

Ciertamente, el trabajo de Sánchez se basa en una constante “ruptura” de los límites comúnmente aceptados para la fotografía. Por ejemplo, en los ochenta elaboró un grupo de imágenes que asimilan al sujeto y el espacio que lo rodea, y estas provocan otros sentidos a partir de la ausencia de bordes. Entre estas fotografías se encuentran “Domingo en ciudad ajena”, “Fuga insomne”, “La abstracción”.

En esa brecha que se abre cuando se reconoce la falta de un orden natural, una nueva subjetividad emerge. Estas fotografías, como las de Tarot Caracas, están marcadas por el imperativo imposible de presentar lo ausente, la nostalgia de la ciudad que podría haber sido y nunca llegó, sus habitantes marcados por la tensión y la violencia. Más que acercarnos a una verdad documental, nos comunican un contenido afectivo. Quien las mira se siente apelado, quiere que también les lancen las cartas, que le den un sentido.

Además de esta “extralimitación”, lo subrepticio pareciera propio de su trabajo, como se evidencia en su serie Bajo tierra, cuyos registros de miradas perdidas, cuerpos en reposo, despojados de la cautela de una pose, nos muestran una humanidad que casi se nos ofrece cruda y completamente desprovista de sentido. Por su exceso de cotidianidad, precisamente, nos perturban.

En esos instantes caemos en cuenta de que nuestras percepciones, nuestros ojos, están siempre mediados por retóricas que ignoramos en qué momento adquirimos. La súbita detención, el corte del clic, la captura de un instante, el develamiento de lo excluido (el movimiento, los distintos flujos que nos atraviesan), nos devuelven una inquietante “claridad”.

Por otro lado, en su serie En B, Sánchez pone en escena la vida que el movimiento regula, la antes imperceptible fracción esencial que emerge a seccionar el tiempo. Como la vida es desplazamiento y transformación, apenas podemos tomar conciencia del movimiento si lo contrastamos con lo que permanece quieto, en este caso un grupo de bailarinas.

Por estos y otros muchos aspectos, aquel que revise el libro antológico de Antolín Sánchez publicado por La Cueva Casa Editorial será testigo de la aventura de la fotografía, cuando el documentalismo pareciera llevar al estancamiento. Por un lado la obligación de capturar lo que irremediablemente escapa y, por otro, el deseo de alcanzar ese imposible.


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