Catorce escritores y periodistas venezolanos residentes en Argentina, Chile, Perú, Ecuador, Colombia, Brasil, Bolivia, Uruguay, México, Panamá, Estados Unidos, España y Alemania narran su experiencia y la de otros migrantes que han salido del país en el libro de distribución gratuita Florecer lejos de casa, testimonios de la diáspora venezolana. El texto, coordinado por Ángel Arellano y publicado por la Fundación Konrad Adenauer, se presentó esta semana en Montevideo. Fragmentos de los relatos de cinco de los autores que fueron convocados para contar su testimonio hablan de los retos, temores, dolores y oportunidades que conlleva el éxodo

CHILE

El país que se inundó de venezolanos

MIREYA TABUAS

Tengo cuatro años en Chile, creo que ya lo dije. Hay quien me preguntó una vez por Facebook que si me creía chilena. Le dije que no: me siento más venezolana que nunca, pero a la vez me voy sintiendo que soy parte de este país. No soy chilena de sangre, lo sé, pero soy algo así como una pariente por afinidad que se va amoldando a la nueva familia. También Cheo, mi novio margariteño (ahora mi esposo), que nunca había viajado al sur, siente que es parte de esta tierra. Mis hijos han hallado aquí calma y oportunidades. Y mi perro, Minos, siempre sabe que hay un parque para él.

Hemos empezado a adoptar este vocabulario. Ya llamamos palta el aguacate, frutilla la fresa, zapallo la auyama. Digo cuico en vez de sifrino, digo fome en lugar de aburrido, pero siempre, siempre, siempre digo chévere.

Cuando uno está en Chile también aprende que aquí la sal no sala tanto, y el arroz hay que hacerlo de una vez con agua hirviendo porque, si no, queda pegajoso. Y aunque no hay ají dulce, hay merquén; y como no hay pan canilla, he descubierto los encantos de la marraqueta. ¿Que no hay cerveza Polar? No importa, dice Cheo, porque están las maravillosas cervezas del sur y la increíble variedad de vinos.

Comemos sopaipilla y pastel de choclo en casa de amigos chilenos y nos enorgullecemos de haber hecho que muchos chilenos prueben por primera vez una arepa, una cachapa o una hallaca en nuestra casa, famosa por sus arepazos. En nuestras reuniones, chilenos y venezolanos nos sentimos más afines de lo que nunca sospechamos y hasta hemos construido un grupo, el Círculo, que, mes a mes, comparte su pasión por artes y letras.

Quienes, como yo, hemos podido mirar cara a cara el Pacífico sabemos que no es el mismo mar nuestro, que este es oscuro, frío y violento, pero no por eso menos bello; que uno puede ir a la playa con sweater y pantalón largo y disfrutar por horas del azul profundo del agua, sin necesidad de hilo dental ni bronceador. He aprendido que los ríos y lagos del sur son helados, pero cuando me he atrevido a sumergirme sé que nadar es aquí otra experiencia.

Ahora que estoy tan lejos de mi casa, descubriendo una nueva vida, también sé que yo me he reinventado y soy otra, una que puede vivir alegre y triste a la vez, nostálgica y sorprendida.

Fotos cortesía: César Sánchez/ Chile

MÉXICO

“México, mi otro país”

GISELA KOZAK

No ha sido fácil –aunque sí apasionante– comenzar mi nueva vida. Se trata del salto migratorio de una pareja de mediana edad que ya tenía una existencia hecha. Mi esposa es ingeniera electricista con amplia experiencia comercial, especializada además en mercadeo; ella consiguió la visa con permiso para trabajar. Yo, profesora titular –catedrática de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela– y escritora con nueve libros publicados en Venezuela y uno en España, obtendría su residencia legal por vía matrimonial. Hasta nuevo aviso, dependo de mi pareja –situación novedosa para miì– y me veo obligada a buscar editor para los libros futuros y para una novela inédita (que ya sufrió su primer rechazo de una editorial importante en Ciudad de México: gajes del oficio).

A los efectos, la vida anterior no tiene significado económico alguno, pues mi apartamento y mi jubilación de la Universidad Central de Venezuela quedaron atrás. El pasado existe a través de papeles apostillados y publicaciones (particularmente las especializadas en revistas internacionales). Los Estados nos reducen a pocos documentos con sellos, a jirones de papel, repito, que nos definen como humanos con existencia legal. Desde luego, nadie me quita la experiencia, lo malo o bueno de mi trabajo (ni siquiera la tiranía comunista de mi país), pero despojarse de la vanidad es indispensable, pues tuve que pasar por un nuevo comienzo editorial y académico. Puede ser muy duro si no hay una previa y concienzuda preparación mental para ello. Durante un anÞo me repetí todos los días que a cambio del reconocimiento obtenido en Venezuela, tendría en México comida y medicinas en la esquina de mi casa. Tan brutal realismo me ha ayudado muchísimo en mi aventura, lo recomiendo como una medicina amarga y extremadamente eficaz.

COLOMBIA

“Pero el infierno nunca escapa de nosotros”

SALVADOR PASSALACQUA

Ayer me tocó ordenar los puentes y molinos de viento. Con las rodillas desgastadas y la escandalosa repartición de boletas para el festival Megaland en la radio, intentaba hallar mi propósito en Bogotá y recordar cómo fue que terminé en un centro de explotación de la carrera Novena con el ingenuo nombre de Super Ben Market. El viaje, la huida, se desvanece con el bajón de la temperatura en una ciudad tan fría. Un frío que deja fisuras en los labios y hace desear no otro frío, sino otros labios. Solo sé que hace 10 días era periodista y profesor universitario, y ahora trabajo con 3 venezolanas indocumentadas en un supermercado chino donde nos tratan como esclavos. Solo sé que hace 10 días el dólar se transaba a 40.000 bolívares y ahora la tasa Dólar Today roza los 60.000. Solo sé que no se ha roto nuestro cordón de pertenencia, como describió el periodista Rafael Osío Cabrices a las ataduras de la venezolanidad en su crónica “Desde otro planeta”, escrita en 2014 como exiliado en Montreal.

Lo del cordón es tan cierto que hoy llegué 2 minutos tarde. Los chinos me apuntaron en la libreta un descuento de 5.000 pesos por impuntualidad. En Venezuela, llegar 10 minutos después de la hora pautada es apenas una atrevida cortesía.

Abordé el primer bus en la terminal de Puerto La Cruz, en el oriente venezolano, a las 4:25 de la tarde del pasado 23 de octubre. Debía partir a las 4:00. Un ardor en el esófago me recordó que un litro de aguardiente y seis cervezas abrazaban mi existencia. Tanto alcohol despierta una sensibilidad aletargada en algún escondrijo de nuestras venas. No pude ver más que a mi abuela llorando del otro lado, buscándome entre las ventanillas del bus. Y una bandera de siete estrellas flameando entre las manos de mi mamá y mis tías.

Dejé atrás un estado de playas paradisíacas y 1.017 asesinatos el año pasado, según el conteo de un diario local independiente. Un estado látigo que te deja escozores en el alma, que te da y te quita con la misma fiereza. Poco antes de mi partida, 2 policías nacionales fingieron una redada y me apuntaron en la cabeza para robarme el celular usado que había comprado ese mismo día. Uno de los pacos (o tombos) me lo sacó de las nalgas. A mis alumnos de la Universidad Santa María les abismaba descubrir que podía llegar al salón de clases con una navaja oculta en la media. Estaba dispuesto a defender mi tableta del acecho de malandros, policías y guardias nacionales en cada esquina. El estado Anzoátegui, bañado por las aguas del mar Caribe y con amplio potencial petrolero, agropecuario y turístico, sepultó recientemente a 53 bebés cuya causa de muerte fue el hambre. Dejé atrás el noveno círculo de Dante, en el que rebajé 32 kilos en 7 meses.

ARGENTINA

Páginas del exilio

PAOLA SOTO

Aquí aprendí a vivir sin control cambiario, a permitirme la libertad de ir a tomar un café tres veces por semana a un lugar afuera si lo prefería; aprendí a caminar por la calle con el corazón maìs tranquilo, a poder ahorrar para pagar un alquiler por mis propios medios, a pasar el trabajo necesario para disfrutar la recompensa de una vida; el progreso, la posibilidad de ir a lo que quiero y encontrarlo, y que el resto solo dependa de las ganas de cada quien.

He visto devaluación, es cierto, el Instituto Nacional de Estadísticas mostró para el año 2017 que Argentina ocupó el segundo puesto de inflación más alta de América Latina. Venezuela, que ocupa el primer lugar, juega en una liga aparte. Para el año 2016 el dólar estaba en 15 pesos, a principios de 2018 va por 20. Se siente el aumento en todo: alquiler, comida, transporte, servicios. Se escuchan las quejas constantes de la población, se sabe la transición de un gobierno a otro, incluso hay conversaciones en las que después de exponer la catástrofe venezolana responden: tal cual como aquí. Y no, tal cual no. Aquí se puede evolucionar, se puede vivir.

Fotos cortesía: César Sánchez/ Chile

ECUADOR

Libertad

JEFFERSON DÍAZ

Lo admito. Lo primero que busqué en el supermercado fue la harina PAN. Dos dólares con veinte centavos. Ahí estaba. Arrimada en un rincón entre tantos competidores. Mi esposa, la cabeza fría de esta relación, me dijo: “Ni se te ocurra tomar una foto”. Pero lo hice. Lo hice desde la rabia y el dolor. Desde el saber que hace años este producto no se consigue tan fácil en Venezuela. En ese momento, me convertí en el cliché inmigrante. En la historia que todos esbozamos cuando pisamos otra tierra. Cuando nos sentimos identificados entre diferentes modismos y otra cultura. Cuando evocamos esa arepa con queso amarillo y mantequilla chorreante que nos preparaba la abuela.

Enviada la imagen por mensajería de texto a mi mamá, y con mensaje de vuelta que me recomendaba no comer tantas arepas porque “me pondría más gordo” y, además, “está muy cara la harina”. Levanté la vista y amplié mi visión. Comida. Mucha comida. Mis casi 100 kilos –y sobrepeso– no son el perfecto ejemplo de una persona pasando hambre. Lo interesante de esta visión era la facilidad con que los productos iban y venían entre los compradores. La libertad de sentirte a tus expensas de gastar lo que quieras gastar, cuando lo quieras gastar y como lo quieras gastar. Un supermercado como la representación de todo lo que se perdió por los predios que vieron nacer a Bolívar.

Nota al pie:

Florecer lejos de casa, testimonios de la diáspora venezolana, puede descargarse desde el sitio web: dialogopolitico.org/libros/


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