“No nos arrepentimos de nada, hicimos lo correcto”, asegura el brasileño Edson Sanchez, parado sobre los escombros de un campamento de inmigrantes venezolanos al que varios habitantes de la localidad fronteriza de Pacaraima prendieron fuego el sábado, en un brote de furia.

Chancletas de niña, libros con relatos bíblicos, restos de una bicicleta, fideos y un peine: poco restó de uno de los asentamientos callejeros que venía creciendo desde hace meses en esta pequeña localidad del extremo norte de Brasil.

Unos 1.200 venezolanos huyeron, cruzando la línea divisoria de vuelta a su país.

Pacaraima, con apenas 12.000 habitantes, ha sentido intensamente el impacto de la ola migratoria en los últimos tres años con un aumento de 10% de la población, la mayoría en situación de calle.

“La ciudad se transformó, quedó sin control”, reclama Sánchez, un joven de 21 años que afirma que desde que grupos de inmigrantes se asentaron irregularmente en el vecindario aumentaron los asaltos y delitos violentos.

Cristina Gomes lo apoya: “¿Tenemos que esperar que las autoridades hagan algo? No están haciendo nada. La autoridad somos nosotros”, asegura al defender la expulsión por la fuerza de los inmigrantes.

La acción coordinada por los vecinos fue lanzada el sábado por la mañana, después de que corriera la noticia de que un comerciante de la ciudad había sido herido durante un asalto, supuestamente por inmigrantes venezolanos.

En un primer momento llegó a divulgarse el rumor de que el hombre había muerto, y eso enardeció a los habitantes de Pacaraima que incitaron los ataques, afirma Cristina.

Cuestionado sobre las acusaciones de xenofobia que los habitantes de esta modesta ciudad del estado limítrofe de Roraima están enfrentando, Sánchez responde: “Aquí no hay xenofobia, hay un pueblo cansado”.

“Corrimos hacia la montaña” 

“Vinieron con botellas, con palos, gritando ‘¡Fuera!’. Tuvimos que correr hacia las montañas con los niños, mientras quemaban nuestras cosas, la comida, la ropa, los papeles, colchones, sábanas”, relata la joven venezolana Nayelis García, de 17 años, dentro de una de las carpas del puesto fronterizo de control y acogida, custodiado por militares brasileños.

Meciendo en brazos a su bebé de un año y rodeada de una hilera de parientes -su marido, su tía, su prima, su hermana-, Nayelis y los suyos esperan turno para conseguir nuevamente un protocolo de petición de refugio que les permita permanecer legalmente en el país y buscar trabajo.

“Estamos con lo puesto”, se lamenta.

A pocos metros de allí, al borde de la carretera que conecta ambos países, Eleiser Balza recuerda el momento como una “avalancha” de personas con “palos y machetes” que golpearon a varias personas, inclusive niños.

“Pasamos dos noches en la montaña sin comida y sin agua”, rememora. Hasta que este lunes escucharon que la situación se había calmado y decidieron regresar.

Ahora con los documentos en mano, él y su esposa planean viajar hasta Boa Vista, la capital del estado de Roraima, y desde allí tomar un avión hacia Belo Horizonte (Minas Gerais), con la esperanza rehacer su vida gracias a la ayuda de un cuñado que ya se estableció hace un tiempo en esa ciudad de la dinámica región sudeste.

“Queremos vivir en paz” 

Más cerca de Miami que de la lejana Brasilia (4.400 km), Pacaraima respira acento venezolano: en la calle se escucha tanto español como portugués, los automóviles tienen matrículas de ambos países y la coca-cola que se bebe es “fabricada en Venezuela”.

A medio camino entre quienes quieren expulsar a los inmigrantes y aquellos que defienden su acogida bajo cualquier condición, muchos habitantes sostienen que la población de Roraima está desatendida y es deber del gobierno mejorar la calidad de los servicios para que ataques como el del sábado no se repitan.

“Las personas se rebelaron porque sienten que perdieron sus derechos frente a los venezolanos, entonces la violencia puede haber surgido de ahí”, conjetura el comerciante Fabio Quinco, cuyo almacén queda frente a uno de los campamentos destruidos.

Quinco entiende la angustia de sus vecinos pero se dice “totalmente contrario a la violencia”.

Una caravana de habitantes montados en una treintena de autos recorrió el centro de Pacaraima el lunes por la noche llevando globos blancos y mensajes de concordia.

“Queremos vivir en paz, sin agresiones”, vociferaba una voz femenina en los altoparlantes.


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