Fue un vecinito envidioso quien le hizo trizas a Orlando Aponte su más grande sueño adolescente, el de convertirse en miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas de Cuba. Orlando a los 14 años reunía todos los méritos. Era hijo de un viejo militante comunista, de aquellos que lo dieron todo a cambio de nada por la revolución. Nació el mismo año en que Fidel Castro entró triunfante en La Habana. Y desde que tuvo uso de razón hasta los 14 años de edad fue ?pionero?, esa versión de boy scouts del comunismo que igual usan pantalones cortos y pañuelos al cuello pero gritan cada cinco minutos: ?¡Seremos como el Che!?.Con este currículo precoz aspiró a ser miembro de la ?Juventú?. Pero cuando ya estaba a punto de lograrlo, el vecinito soplón se presentó ante el Comité de Defensa de la Revolución más cercano y denunció que Orlando, el supuesto buen comunista que todos en el barrio apreciaban, guardaba en su cuarto, ocultos debajo de la cama, ¡oh, miserable traición!, un disco de los Beatles y otro de los Rolling Stones.Hasta allí llegó su carrera política. A Orlando no solo se le negó su ingreso a la Juventú, también le fue retirada la beca que había obtenido para culminar la secundaria en la Villa Lenín, la escuela modelo que tanto había impresionado a Jean Paul Sartre en su viaje iniciático a la isla barbuda.Así que una vez adulto no pudo ser miembro del Partido y como no era buen deportista; mujer, para ser jinetera, ni tenía el pedigree ?reaccionario? como para tomar una balsa e irse a Miami, alguna de las cuatro cosas que un cubano de los años setenta podía hacer para escapar de la pobreza crítica, terminó convertido en periodista de uno de los medios de comunicación del Estado, que en Cuba lo son todos.Pero Orlando Aponte, uso este nombre falso para protegerlo, no era un amargado. Todo lo contrario. Tenía el buen humor y la simpatía proverbial de los habaneros clásicos. Lo conocí, ya treintón, en Costa Rica. Nos hicimos amigos. En el momento justo cuando fenecía la guerra entre sandinistas y contras, era mi alumno predilecto en un posgrado de comunicaciones en la Universidad para la Paz,Años después me invitó a pasar unos días en su casa de una popular barriada de La Habana. Por entonces yo cursaba, en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, creada y financiada por Gabriel García Márquez, un Seminario de Altos Estudios sobre Comunicación conducido por Armand Mattelart quien en la década de los setenta había publicado, a cuatro manos con Ariel Dorfmann, un best seller de ideología antiimperialista titulado Para leer el pato Donald.  Una noche, en una pequeña reunión en casa del musicólogo Leonardo Acosta, un grupo de cubanos más jóvenes apretujados en una mínima cocina me contaron que en la secundaria todos habían comprado aquel libro. Pero no para leer los sesudos análisis de sus autores, sino para gozar de las tiras cómicas de Disney. El régimen las había prohibido desde mucho antes de que ellos nacieran y en ese libro ?crítico? era el único lugar donde, como pieza arqueológica, las podían encontrar.De regreso a San Antonio se lo conté a Mattelart quien lo tomó a gracia. Pero al día siguiente, cuando le relaté lo ocurrido, Orlando se ensombreció y fue cuando recordó, melancólico, la historia del vecinito soplón. Ya en su casa, de nuevo contento, me mostró con picardía triunfante su ejemplar, bien conservado, del libro de Dorfman y Mattelart.Ahora que los Rolling Stones anuncian un concierto gratuito en La Habana para el día 23, me imagino a Orlando y cientos como él, ya cincuentones, escuchando in situ, libremente, a Mick Jagger sin que ningún ?comemiedda?, sapo comunista, venga a acusarlos de pitiyanquis, pro imperialistas, gusanos o vendepatrias.Entonces me digo en silencio: ?Tanto nadar en el mar de la ?Canción del elegido? para morir en la orilla de Simpatía por el diablo?. Lástima que los Beatles ya no están. Lennon, en la Ciudad Deportiva, les hubiese anunciado, dulcemente, la existencia de una casa grande llamada libertad.  


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