Me siento ante la computadora a las 4:45 de la madrugada para escribir, como suele decir Ibsen Martínez, esta bagatela semanal. Todavía no son las 5:00 am y ya he tenido una dosis de realidad nacional. A esta hora ya estoy de regreso a mi casa, luego de dejar a mi padre octogenario y a un sobrino que le acompaña en una cola, en plena calle de la ciudad.Mi padre necesita una batería (un acumulador, por si me leen fuera de Venezuela) para su vieja camioneta Jeep. Ha tenido que acudir en tres ocasiones antes de hoy a la venta de las baterías hasta que finalmente le dieron luz verde. No obtendrá de inmediato la batería como tal, sino que la cola en la que lo he dejado esta madrugada es apenas para ser registrado en el sistema del comercio y en tres semanas (dos si tiene suerte, le han dicho) ser llamado para retirar esta pieza vital para el funcionamiento de los vehículos.En la cola de esta madrugada por una batería observo muchos adultos mayores como mi padre, dos personas en sillas de rueda, una embarazada, junto a obviamente un número grande de personas que ya a esa hora se forman disciplinadamente en una calle de la ciudad. Es un trámite personalísimo. Tiene que acudir el propietario del vehículo con toda su documentación personal y la del carro para poder ser registrado.Cuando me siento a escribir ya hay una fuerte dosis de realidad. Opto en esta oportunidad por personalizar, contra mi costumbre, para hablar del país en el que vivimos. La ciudad aún no se ha despertado pero ya observé a centenares de personas haciendo ordenadas filas ante las puertas de supermercados, farmacias e incluso bancos. En la venta de baterías un policía, el día anterior, le había dicho a mi padre que ellos iban a estar patrullando las calles en la madrugada. Ningún uniformado estaba en ninguna de las colas por las que pasé. Eran solo ciudadanos de a pie, exponiéndose en una de las 50 ciudades más violentas del mundo, por acceder a comida, medicinas o a una batería para su carro.Mi padre está necesitando una batería porque le robaron la que tenía en uso. Hace algunas semanas, como se dice a plena luz del día, acudió a pagar el servicio de agua en una oficina pública. Cuando regresó a su vieja Jeep le habían robado la batería, tanto a él como a otra señora adulta que se había estacionado a su lado. Esto ocurrió en una céntrica avenida de la ciudad a las 9:00 de la mañana. El drama de tratar de comprar una batería nueva sin presentar la vieja sería ya motivo de otra crónica. Resumidamente, mi padre consiguió una batería ya en desuso para que le acompañe en sus trámites. Es un requisito indispensable.Este contacto madrugador con la realidad lo he tenido a pocas horas de haber escuchado una de las cadenas del presidente Nicolás Maduro. El jefe del Estado prometió que se producirán algo así como medio millón de carros y que incluso seremos una potencia exportando vehículos a otros países. ¿Cómo seremos una potencia automotriz cuando ni siquiera hay baterías?, me pregunto. De seguidas el presidente dice algo que me coloca ante lo que estamos, la mentira como estrategia política: según Maduro la cotización del petróleo venezolano en torno a los 24 dólares es la más baja en los últimos 40 años. Es mentira, obviamente, el segundo gobierno de Rafael Caldera (1994-99) fue el que tuvo que enfrentar la mayor caída desde el boom de los setenta, ya que se el barril llegó a venderse hasta en 7 dólares. ¿A quién le importa en realidad? Maduro está en su laberinto.Comienza a despuntar el amanecer. Me pregunto cómo titular este artículo. Creo que se trata de cómo una simple batería de un vehículo termina evidenciando lo mal que estamos todos en Venezuela.


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