Las elecciones de mañana constituyen una oportunidad histórica para el inicio de una nueva etapa que conduzca hacia una Argentina distinta, donde los problemas y sus posibles soluciones abandonen las visiones simplistas tan caras al populismo, y donde los liderazgos ya no se basen en un férreo estilo de gobierno autoritario sino en la capacidad para el diálogo y la búsqueda de consensos por encima de las diferencias partidarias e ideológicas. La situación del país que le espera al nuevo presidente de los argentinos es particularmente grave. La herencia que dejarán las actuales autoridades ofrece una rara mezcla de las marcadas divisiones sociales con los peores momentos económicos a los cuales nos remite el desborde de las cuentas fiscales, el proceso inflacionario y la ausencia de inversiones productivas. A la crisis de representación política y al deterioro de la autoridad presidencial en la Argentina, el kirchnerismo respondió con la creación artificial de enemigos y con un creciente intervencionismo estatal, que confundió Estado con gobierno y gobierno con grupo gobernante. El principio constitucional de la división de poderes se convirtió en letra muerta para los ocupantes de la Casa Rosada en los últimos 12 años, al tiempo que los escándalos de corrupción no tardaron en evidenciarse ante el peculiar manejo de los resortes del Estado como si fuesen recursos de la familia presidencial, con los cuales se podía premiar a los amigos del poder y a los obsecuentes, y perseguir a los adversarios y a los disidentes. El copamiento de los organismos de control y el intento de apoderamiento del Poder Judicial fueron los tremendos indicadores de un régimen cuyos inspiradores buscaron blindar su retirada garantizándose impunidad. Ha terminado la época de los mesianismos. Se impone una nueva era, donde el odio deje de nublarnos la vista, y el diálogo sea el eje de la reconstrucción.


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