La presencia del Alfredo Del Mónaco en la danza escénica venezolana a partir de los primeros años setenta del siglo pasado, trajo consigo visiones de avanzada en la relación música-movimiento, portadoras de sólidas implicaciones conceptuales y clara valoración de la autonomía alcanzada por los códigos estéticos y expresivos del cuerpo.Como compositor, Del Mónaco había irrumpido con fuerza en el campo de la música electroacústica, y pronto los coreógrafos emergentes de la danza contemporánea nacional se interesaron en su obra, que sintonizaba con los intereses reivindicativos de los genuinos impulsos expresivos corporales, y propiciaba un vínculo estrecho entre movimientos y sonoridades en términos de pares complementarios.Sonia Sanoja fue quizás la primera creadora de danza en relacionarse profunda y sostenidamente con Del Mónaco, al establecer nexos que se tradujeron en rigurosos procesos investigativos convertidos en obras de comprometida identificación entre ambos. Los singulares gestos de la bailarina eran acompañados y reinterpretados por los acordes experimentales del músico.Tengo tiempo y Una danza llamada poema, sobre un texto de Alfredo Silva Estrada, fueron algunas de las primeras concreciones de la colaboración generada entre Sanoja y Del Mónaco desde 1970, que vivió momentos relevantes con Solentiname, a partir de un poema de Octavio Paz, y Coreogego (Cuerda, simple medida), inspirada en el trabajo escultórico de Gertrud Goldschmidt, Gego, ambas creadas en 1977. Un total 13 piezas firmadas conjuntamente dan cuenta del resultado de un acercamiento creativo trascendente.El amplio repertorio coreográfico de José Ledezma registra también obras con el aporte musical de Alfredo Del Mónaco: En busca del regreso (1980), indagación desde las visiones de la modernidad de una cultura ancestral, y Amarillo, azul y rojo (1981), estudio cromático dentro de una aparente aséptica abstracción, de implicaciones no solo plásticas sino también nacionalistas.Marisol Ferrari, desde el Zulia, se aproximó igualmente a Del Mónaco para hacerlo partícipe en dos de sus obras de danza más significativas: Túpac Amaru (1978), sobre el mito del líder revolucionario inca, y América laberinto (1992), punto de vista ideológico y estético acerca del proceso de conquista y colonización del continente americano.Alguna incursión dentro del ballet tuvo también Alfredo Del Mónaco. Vicente Nebreda creó sobre su música Terra incógnita (1985), presentada como una densa experimentación que remite a un colectivo originario de imbricado espíritu gregario. Esta obra se inscribe en los planteamientos mediante los cuales el coreógrafo venezolano, de visión universal, buscó indagar, a través de un tema y un lenguaje próximos, en su propia identidad y en un sentido de pertenencia a una cultura.La cercanía de Alfredo Del Mónaco a la danza venezolana fue mucho más allá de un hecho circunstancial. Su incorporación como compositor a la creación coreográfica contemporánea venezolana, se valora hoy como una fundamental referencia de los aportes de la música electroacústica al desarrollo de las corrientes alternativas del movimiento en el país, que trajeron consigo una consideración renovada en el inextinguible vínculo entre música y cuerpo creativo.


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