La denuncia sobre la desaparición forzada de 28 mineros en Tumeremo, estado Bolívar, nos recuerda la de los 43 estudiantes normalistas en el estado de Guerrero en México y la muerte de, al menos, 44 reos en la cárcel de Uribana en Venezuela.La negativa inmediata de la máxima autoridad ejecutiva del Estado, seguida por la contradicción de un alcalde, familiares y vecinos de la zona, y la designación de dos fiscales del Ministerio Público para la investigación de los hechos ponen de nuevo en el tapete que ciertas autoridades carecen del sentido de servicio público que sus cargos imponen, pues se comportan como partes interesadas en la investigación de hechos que sienten pueden poner en tela de juicio su gestión o la de otros órganos del poder a los que les une una suerte de solidaridad personal automática.Y es que en este tipo de crímenes lo más corriente es que la falla se halle más allá del hecho criminal denunciado, pues se conectan este tipo de delitos con intereses políticos o económicos oscuros que involucran no solo a los autores materiales de la matanza.Grave que ocurran este tipo de hechos, más grave aún que las autoridades de forma automática los rechacen o asomen hipótesis sin ningún tipo de soporte investigativo, o que se instale un silencio oficial directo e indirecto por la censura aplicada, y dramático que el tiempo se encargue de echarlos al olvido, quedando los delitos sin responsables y las víctimas y sus familias sin justicia ante las pérdidas sufridas.Al día de hoy no hay resultados expresos sobre la muerte de los referidos reclusos, que se habría rumorado ocurrió por la ingesta de un coctel de la muerte que causó un envenenamiento colectivo, nunca se supo si voluntario o provocado, y por ende si hubo autores directos del crimen o responsables por la acción u omisión que permitió esta muerte colectiva.Ya la falta de una clara y contundente respuesta acerca de lo acontecido es grave, pero la negativa expresa de que ello ha acontecido, de resultar incierta, es un hecho que no debería quedar impune. No hay en este país sentido de responsabilidad que obligue a la renuncia de funcionarios incompetentes ni sistema de justicia u organización disciplinaria que establezca las responsabilidades a que hubiere lugar.La Constitución de 1999 incluyó una norma sobre la desaparición forzada de personas en la que no solo prohíbe su práctica por la autoridad civil y militar sino que se refiere también a que no deben estas permitirla o tolerarla (artículo 46). Se refiere el texto fundamental a la responsabilidad del Estado y sus agentes, aplicable obviamente en este tipo de situaciones. La Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, en sentencia de fecha 19 de noviembre de 2002, aplicó esta responsabilidad del Estado en el caso del homicidio de un abogado por cuerpos de seguridad del Estado. Más aún cabe hacer efectiva esta responsabilidad cuando se trata de muertes colectivas. Los familiares de los presos fallecidos también tienen derecho a esta reparación, al ser el Estado custodio de los reos y custodio de los medicamentos y de su correcta administración.Ahora en el caso del supuesto asesinato de estos mineros de nuevo se pone en el tapete la necesidad de un Estado que aplique la Constitución, que investigue los hechos y que de resultar implicados agentes del Estado, los sancione y asuma su responsabilidad patrimonial frente a las familias de los fallecidos. Y de resultar ciertos los hechos denunciados, que esta preocupación expresada sobre la negativa automática por parte del gobernador del estado tenga también consecuencias, que no se puede admitir la ligereza de opinión en quien detenta tan alta responsabilidad respecto de la seguridad y bienestar de la comunidad local a la que ha de servir este cargo.Mucha norma, mucho discurso, mucha promesa de cambio y en verdad en estos últimos años se han repetido iguales, pero potenciados, los vicios que el proceso constituyente del 99 suponía acabar. Lo cierto es que la reforma normativa nada aporta si no hay una verdadera intención de que ella sea ordenamiento que se imponga a ciudadanos y autoridades, en el entendimiento de que el Estado de Derecho supone la sujeción a la ley, y la ley ha de ser igual para todos.


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