Desde la primera detonación de un artefacto atómico en nuestro planeta, hace ya 70 años (16-07-45. Alamogordo, Nuevo México. Estados Unidos. Proyecto Manhattan), hasta nuestros días, los estudios teóricos y experimentales sobre las consecuencias y efectos directos o indirectos de una guerra nuclear se ha dirigido, a grandes rasgos, en dos direcciones paralelas. Una, la conducente a la modernización y tecnificación de las tácticas y estrategias de la guerra en sí misma y la otra, referente a las investigaciones conducentes a estimar, después de una supuesta guerra, las posibles secuelas que dejarían las explosiones tanto en el medio ambiente como en los sobrevivientes a un holocausto nuclear. Investigaciones teóricas hechas con simulaciones computacionales, desarrolladas en la década de los años ochenta del pasado siglo, demostraron la posibilidad, en caso de una guerra de este tipo generalizada a gran escala, de generarse a mediano y/o largo plazo un efecto de enfriamiento en la baja atmósfera y en la superficie terrestre el cual fue referido y conocido ampliamente como «invierno nuclear» (contrario al supuesto «recalentamiento global»).

Investigaciones recientes del mismo tipo, como las realizadas por el meteorólogo Alan Robock de la Universidad Rutgers de Nueva Jersey y colaboradores de otras instituciones estadounidenses, publicadas en 2010 en Wires Climate Change (Vol. 1, mayo-junio, pp. 418-427), y en 2007 en Atmospheric Chemistry and Physics (Vol.7, pp. 2003-2012) y en Journal of Geophysical Research – Atmosphere (Vol. 112, Nº D13), aún indican la existencia de esta clase de amenazas por conflictos nucleares regionales (Irán, Israel, Corea del Norte, India, Pakistán, etc.), a pesar de haber culminado hace tiempo la Guerra Fría como lo reportaron en 1993 Carl Sagan (?) y Richard Turco, profesor emérito de la Universidad de California – Los Ángeles, en el Journal of Peace Research (Vol. 30, Nº 4, pp.369-373).De nuestra parte, en un trabajo publicado en 1988, en la Revista Venezolana de Ciencia Política (Año II, Nº 3, pp.129-172), se hicieron algunas consideraciones en torno a la definición de este efecto, a la posibilidad de presentarse a escala global y sobre todo a los riesgos que ante él pudiera correr nuestro país. Al respecto se plantearon cuatro preguntas fundamentales cuyas respuestas se discutieron con base en la información proporcionada por otros investigadores, y en la obtenida en nuestro propio trabajo el cual puso un especial interés en la estimación, en una primera aproximación, de la intensidad de un invierno nuclear sobre territorio venezolano. Para ello se usó un modelo físico y datos que sobre el tema se encontraron en diversos artículos científicos.

En general, en una primera instancia, los resultados hallados concordaron bastante bien con los resultados de estudios diferentes y esto ratificaba, una vez más, la factibilidad catastrófica de perturbaciones atmosféricas en caso de una conflagración mundial de naturaleza nuclear. Una conclusión determinante mostró que la teoría del invierno nuclear fue, y es todavía, un instrumento o ?arma teórica? que la ciencia aporta paralelamente a las contribuciones hechas por ella a la guerra misma y que puede ser tan disuasiva o más que las propias y amenazantes armas nucleares: pone suficientemente en evidencia su naturaleza preventiva de peligros inimaginablemente devastadores después de los golpes y contragolpes iniciales en un conflicto nuclear mundial a gran escala; por tal motivo, se concluyó, además, que el desarme nuclear total era altamente recomendado y debía ser incondicionalmente solicitado a nivel mundial, todo lo cual traería importantes consecuencias políticas para el posible cambio en el equilibrio político-militar del mundo.

En lo personal, por aquella época, había oído algo sobre el tema pero no le había puesto suficiente atención hasta que, por sugerencia de uno de mis colegas, comencé a explorar la posibilidad de aplicar los modelos matemáticos aplicados en nuestro trabajo teórico en astrofísica a tan escalofriante asunto. Recuerdo que cuando regresaba del centro de computación de la Universidad de los Andes (Mérida) con la información obtenida, sentí una inusual curiosidad y nerviosismo por saber parte de los resultados preliminares y ahí estaban: 80 grados centígrados bajo cero, la más benigna de las temperaturas mínimas calculadas con nuestro modelo de radiación unidimensional, en una atmósfera local homogénea de una sola capa contentiva de ?smog nuclear?. No lo podía creer; pensé que resultados estaban bastantes exagerados. Aun así, a partir de ese momento, el interés por el invierno nuclear y las cosas de la guerra atómica comenzaron a tener un espacio importante en mi agenda académica y una inquietante preocupación invadió mi conciencia (El Nacional, 24-05-87). Así, nuestro trabajo sobre este tema no solo fue presentado en varias reuniones aquí en Venezuela (Caracas y Mérida, 1988), sino también en el exterior (Argentina, 1988; Brasil y Cuba, 1989).Nuestro país en toda su historia nunca se ha visto envuelto en un conflicto bélico internacional de importancia, excepto el de la guerra de independencia y, para el momento era la tercera nación en el mundo con más tiempo de paz, pues en enero de 1988 cumplía 158 años sin declararle la guerra a otro país ni participar en ningún conflicto extra-territorial (El Nacional, 05-01-88).

En el siglo pasado, la primera y segunda guerras mundiales no nos tocaron en forma directa, salvo algunos incidentes aislados de tipo militar y algunos inconvenientes económicos y de seguridad (El País, Caracas, 26-03-45) que se derivaron de la Segunda Guerra. Vale la pena reseñar que en esa oportunidad varios buques tanqueros ?venezolanos y extranjeros? fueron torpedeados presuntamente por submarinos alemanes, con un saldo de 11 marineros venezolanos muertos en las acciones que estos llevaron a cabo durante el ataque perpetrado contra la refinería de Aruba en febrero de 1942 y que además, violaron aguas territoriales nacionales (El Universal, 18-02-42).Los peligros que encierran un supuesto ?tiroteo? mundial con armas y bombas nucleares indican que nuestro país tendría la altísima posibilidad de verse, sin proponérselo y como nunca antes, involucrado en un conflicto internacional de grandes proporciones y graves consecuencias para nuestra supervivencia, economía y nuestro ambiente. La condición estratégica a la cual estamos sometidos por servir de apoyo geopolítico (¿petróleo?) a Estados Unidos, ubica a Latinoamérica como región fija de blancos nucleares en un ataque masivo contra el hemisferio occidental. En particular, para 1982 Venezuela tenía asignado 21 de estos blancos, de los cuales 4 son militares y el resto está repartido en las diferentes zonas petroleras, petroquímicas y refinerías según la revista sueca Ambio (Vol. XI, Nº 2-3).

Los militares venezolanos de la ?cuarta república? admitían incluso la guerra nuclear como uno de los 4 tipos de guerra posibles en Venezuela, dada su condición de país subdesarrollado y nuestra participación en ella, según ellos, sería pasiva, limitándonos a intentar o lograr sobrevivir al holocausto como Jacobo Yépez Daza nos lo refiere en su artículo «El realismo militar venezolano», publicado en la obra colectiva El caso Venezuela: Una ilusión de armonía (ediciones IESA. Caracas, 1985, pp. 336-338). Nuestro trabajo, arriba citado, titulado «El invierno nuclear como arma teórica de disuasión», puede ser consultado en extenso en línea, visitando el sitio:http://www.researchgate.net/publication/283328251_Revista_Venezolana_de_Ciencia_Poltica?fulltextDialog=trueY los detalles de los modelos matemáticos usados serán publicados en un libro, ahora en preparación bajo nuestra responsabilidad, que aparecerá, esperamos, bajo el título ?Eventos climáticos extremos en Marte y la Tierra – Tormentas, asteroides, cometas y misiles balísticos?. [email protected], @PenalozaMurillo


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